La judicialización de la política surge una y otra vez como un tema en la Argentina, la división de poderes y el imperialismo judicial siempre están en entredicho. Sin embargo, este proceso también puede ser leído como un creciente acceso a la Justicia y la ampliación de vías institucionales para defender derechos.
Hace algunas décadas que la cantidad de demandas que ingresan al Poder Judicial argentino –en consonancia con lo que sucede en varios otros lugares del mundo– no para de crecer. Los jueces fueron adquiriendo mayor protagonismo en la resolución de conflictos e incluso han decidido acerca de temas trascendentales sobre los que se habían erigido grandes controversias políticas previas.
Este proceso por el cual algunos conflictos sociales se han desplazado de la arena política a la arena judicial ha motivado críticas que en sus versiones más contundentes han hecho referencia a un “impulso imperialista judicial”, al “gobierno de los jueces” y a la existencia de una “juristocracia” para describir en términos peyorativos un proceso por el que los jueces fueron expandiendo sus funciones y el campo de asuntos sobre los que resuelven, sustrayendo esos asuntos de la esfera política. De este modo, los funcionarios judiciales se arrogarían poder de decisión sobre asuntos que en realidad debieran decidir aquellos que fueron votados por el pueblo para el que gobiernan (presidentes o primeros ministros y legisladores), sobre todo cuando se ven involucradas responsabilidades estatales.
Lo primero que hay que decir es que si entendemos a la judicialización de la política como el proceso por el cual asuntos que antes eran considerados privativos de la arena política han comenzado a tratarse en la arena judicial, estamos hablando de un fenómeno que involucra varias dimensiones. No es lo mismo la convalidación, por parte de una Corte Suprema, de una elección sumamente controvertida por denuncias de fraude y que implica grandes intereses en juego, como fue la que dio por ganador a George Bush sobre Al Gore en el año 2000 en Estados Unidos, que la decisión de un habitante sin hogar de peticionar por su derecho a la vivienda digna en un tribunal ordinario.
La judicialización de algunos reclamos logra “sentar al Estado en la mesa” y darle un marco institucional, previsible y ordenado a las conversaciones.
Hay varias teorías –no necesariamente excluyentes entre sí– que pretenden explicar el proceso de judicialización creciente a nivel mundial. Se ha dicho que sus causas pueden encontrarse en la existencia de jueces más proactivos; en un cambio en la cultura legal, que le otorga otro rol al Poder Judicial en las democracias contemporáneas; en la ampliación del catálogo de derechos y de mecanismos de revisión judicial y en políticos que aprendieron a recurrir a la arena judicial para eludir la construcción de coaliciones mayoritarias necesarias en el ámbito político para hacer avanzar sus agendas. También se ha registrado una expansión del aparato burocrático estatal, sobre todo desde la etapa de posguerra, cuando los Estados comenzaron a expandir sus funciones, lo que lógicamente generó más vínculos eventualmente judicializables con la ciudadanía. Por último, se ha hecho hincapié en la proliferación de organizaciones sociales dedicadas a la defensa legal gratuita.
En Argentina la cantidad de demandas que ingresan a la Justicia, y el número de casos sobre los que resuelve, han crecido sostenida y significativamente en las últimas décadas, aunque la confianza en el Poder Judicial (algo que podríamos tomar como indicador de un cambio en la cultura legal) se ha mantenido en niveles bajos y estables, y tampoco ha crecido el porcentaje de declaraciones de inconstitucionalidad sobre el total de disposiciones legislativas y actos de la Administración (algo que podríamos tomar como indicador de proactividad judicial).
Catalina Smulovitz ha estudiado bien el caso argentino y ha sugerido que la creciente judicialización puede deberse principalmente a dos factores: cambios en la estructura de oportunidades legales y cambios en las estructuras de apoyo.
La reforma constitucional de 1994 incluyó y dio rango constitucional a varios tratados de derechos humanos e incorporó derechos de intereses colectivos (derechos ambientales y de consumidores y usuarios). Esto amplió el catálogo de derechos por los cuales peticionar. Asimismo, amplió también la legitimación para demandar al habilitar al Defensor del Pueblo y a las asociaciones de consumidores y usuarios a demandar en causas de incidencia colectiva y expandió los mecanismos con los cuales acceder a la Justicia al consagrar el amparo individual, el amparo colectivo, el habeas corpus y el habeas data. Más derechos y más mecanismos de acceso resultaron en una mejora considerable en las oportunidades para judicializar.
La otra parte de la película tiene que ver con los recursos necesarios para litigar. Los juicios son caros. El desarrollo de sistemas públicos de defensa y la proliferación de organizaciones sociales que cuentan con cuerpos de abogados especializados y se dedican al patrocinio legal gratuito de personas con pocos recursos económicos contribuyó a ampliar las posibilidades de acceder a la Justicia y de sostener sus reclamos a través de las distintas etapas de largos procesos judiciales.
Pero el tema no se limita a lo económico. Ya en 1974 Marc Galanter escribía acerca de las asimetrías entre los litigantes ocasionales y los litigantes frecuentes. No es lo mismo una compañía de medicina prepaga a la que permanentemente llevan a juicio para reclamar la cobertura de tratamientos médicos que una persona cualquiera que ocasionalmente decide recurrir a la Justicia para reclamar por el tratamiento que se niegan a pagarle. Los litigantes frecuentes pueden armar estrategias de largo plazo; acumular expertise técnica; tejer vínculos informales con funcionarios del sistema y construir una buena reputación para litigar y negociar. La continuidad les otorga un conjunto de “recursos blandos” de los que carecen los litigantes ocasionales.
El desarrollo de estructuras de apoyo (sistemas públicos de defensa; asociaciones civiles dedicadas a la defensa de derechos de índole variada: libertades civiles y políticas, derechos económicos, sociales, culturales, ambientales y de consumidores) contribuyó a emparejar un poco la cancha. Estas organizaciones (el CELS, por nombrar un caso argentino; ACLU, por nombrar un caso estadounidense) se vuelven litigantes frecuentes, por más que sus defendidos sean ocasionales, y al hacerlo les proveen recursos blandos y suplen la eventual falta de recursos económicos.
Más derechos y más mecanismos de acceso resultaron en una mejora considerable en las oportunidades para judicializar.
Por otro lado, hay algunas consideraciones para hacer sobre la aplicabilidad de las decisiones judiciales. Como escribió Hamilton en El Federalista 78, “el Poder Judicial no tiene la espada ni la chequera”: no controla a las agencias encargadas de aplicar la fuerza pública ni determina la parte del presupuesto que le corresponde. Sus decisiones no son autoejecutables, de modo que necesita de la cooperación de otros actores políticos para que estas se cumplan.
Daniel Brinks y Varuun Gaudí investigaron la judicialización del derecho a la salud y a la educación en un puñado de países y concluyeron que rara vez las cortes imponen sentencias exuberantes a los Estados. Por el contrario, en general tienden a condenarlos a satisfacer estos derechos teniendo en cuenta sus capacidades administrativas y financieras, y en muchos casos establecen instancias de diálogo y trabajo conjunto con la Administración Pública para lograr un cumplimiento progresivo de las sentencias.
Al margen de las dificultades para extender las conclusiones a otros países, la explicación teórica es consistente: el Poder Judicial es un actor político más y, como tal, busca legitimarse y conservar poder. De nada le sirve imponer condenas de cumplimiento imposible si eso puede resultar en un incumplimiento sistemático de sus órdenes que terminaría por mostrarlo como un actor débil.
LOS DERECHOS Y LA “ZONA DE RESERVA”
Al margen de las consideraciones empíricas que sugieren matizar el diagnóstico del avance arrasador de los jueces sobre la política, hay otras consideraciones normativas que también pueden atenuar la preocupación.
En primer lugar, algunos estudios sociojurídicos indican que los procesos judiciales pueden institucionalizar instancias de diálogo y negociación entre el Estado y los movimientos sociales. La movilización social permanente es desgastante. La judicialización de algunos reclamos logra “sentar al Estado en la mesa” y darle un marco institucional, previsible y ordenado a las conversaciones.
En segundo lugar, las decisiones judiciales otorgan reconocimiento institucional a los reclamos por derechos. A veces los derechos primero se judicializan y después se politizan. El reconocimiento en sede judicial sirve de palanca para impulsar una disputa de mayor alcance y magnitud en la arena política. Esta legitimidad que da el pronunciamiento judicial a una causa le otorga potencia a los discursos reivindicativos de derechos, como sugiere Charles Epp ejemplificando con la sentencia de la Corte Suprema estadounidense en el caso Brown versus Junta de Educación (1954), que prohibió la segregación racial en las escuelas públicas poniendo el derecho a la no discriminación en el centro de la escena pública.
Por otro lado, el Poder Judicial puede cumplir funciones de contralor ante posibles excesos del Poder Ejecutivo. En situaciones en las que el Poder Legislativo se encuentra fragmentado y con dificultades para ejercer sus funciones de control, el órgano judicial puede mantener en pie el sistema de frenos y contrapesos poniendo límites a Ejecutivos que se arroguen poderes unilaterales indebidos o en exceso.
A veces los derechos primero se judicializan y después se politizan. El reconocimiento en sede judicial sirve de palanca para impulsar una disputa de mayor alcance y magnitud en la arena política.
Por último, buena parte de esa judicialización a la que nos referimos tiene que ver con derechos sociales y económicos (el derecho a la vivienda digna, a una jubilación, a la educación y a la salud, entre otros). El argumento medular de las críticas al creciente protagonismo de los jueces es certero: los magistrados adolecen de un déficit de representatividad evidente; la expansión de su campo de decisión implica un avance sobre el de políticos a los que votamos y que representan mucho más adecuadamente la diversidad de intereses y preferencias de la sociedad a la que gobiernan. No corresponde que sean los jueces quienes dicten la política de seguridad, la política educativa o la política económica.
No obstante, parte de la tarea judicial está constituida por la función contramayoritaria que implica el aseguramiento de derechos ante decisiones de los poderes políticos. Si la política educativa censura expresiones estudiantiles, o la política de seguridad viola las garantías del debido proceso, o la política económica avanza sobre el derecho de propiedad, los magistrados aparecen para cercar un muro protector alrededor de esos derechos. Y esas decisiones indudablemente condicionan la gestión gubernamental, porque establecen “zonas de reserva” sobre las cuales el gobierno no puede avanzar.
Esos condicionamientos que implican los derechos civiles, políticos y de propiedad no son muy distintos de los que imponen las decisiones sobre derechos sociales y económicos. El argumento central para distinguirlos es que este tipo de derechos cuestan dinero, mientras los civiles y políticos, no. Pero Holmes y Sunstein bien nos han enseñado que no hay tal cosa como “derechos que no cuesten”: el derecho a expresarse libremente, a votar o el de propiedad pierden sentido si no hay un aparato estatal capaz de garantizar los medios para garantizar su satisfacción o de remover los obstáculos que puedan estorbarla. Y ese aparato cuesta dinero público (agencias policiales, sistemas de justicia, gastos en elecciones).
Cuando un juez ordena garantizar un plan de viviendas para población sin techo, o cuando obliga al poder político a adoptar una fórmula de movilidad jubilatoria, de modo que estas no se vean deterioradas por la inflación, sin dudas está –en menor o mayor medida– condicionando el plan económico. El gobierno tendrá que reasignar recursos que estaban destinados a otra cosa y en el caso de la movilidad de las jubilaciones puede incluso dificultar un plan antiinflacionario centrado en la desindexación de la economía. Pero no es algo sustancialmente distinto de lo que sucede cuando ordena abandonar una política de seguridad violatoria del derecho a la libre movilidad, o cuando ordena frenar una estatización por no respetarse el debido proceso legal expropiatorio. Ambos casos implican condicionamientos a la gestión gubernamental centrados en la protección de derechos constitucionales.
En el caso argentino, algunos derechos sociales están explícitamente consagrados en la Constitución (el derecho a la vivienda digna y la movilidad jubilatoria, por ejemplo). Otros, en el Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Es cierto que el propio texto del tratado no les da un estatus de justiciabilidad plena sino condicionada: se establecen como derechos programáticos que se garantizarán teniendo en cuenta las restricciones financieras que afrontan los Estados y en una tendencia progresiva. Pero poner tantos “peros” en el medio terminaría por desvirtuar su justiciabilidad sin más. El estatus de cumplimiento progresivo no es motivo para volverlos una mera declaración de principios.
Nótese que esto no implica “colar” preferencias políticas por la ventana. No se trata de clamar por el reconocimiento judicial de derechos naturales cuya existencia se afirma con independencia de lo que digan los textos legales, o de una interpretación forzada de esos textos acorde a nuestras preferencias ideológicas: en Argentina, como en otros países, hay derechos sociales, económicos, ambientales y culturales expresamente reconocidos en la Constitución y en tratados de derechos humanos.
No corresponde que sean los jueces quienes dicten la política de seguridad, la política educativa o la política económica. No obstante, parte de la tarea judicial está constituida por la función contramayoritaria que implica el aseguramiento de derechos ante decisiones de los poderes políticos.
En estas situaciones los jueces no están creando derechos sino asegurando el cumplimiento de aquellos que se crearon previamente en la arena política. Cuando se amplía la lista de derechos por los que peticionar, el poder político asume compromisos que condicionarán los planes de gobierno subsiguientes. De este modo, los derechos no aparecen como algo completamente ajeno, que se crea en las afueras de la arena política y que la condicionan desde el exterior, sino que se engendran en ella para luego autonomizarse.
En sistemas de common law seguramente habrá que reformular los términos de la discusión, pero en sistemas jurídicos continentales como el nuestro los derechos son eminentemente un producto de la política. El punto central es que estas decisiones judiciales efectivamente reducen el espacio para hacer política, porque obligan a legisladores y presidentes a incorporar esas decisiones judiciales –actuales o potenciales– a sus cálculos a la hora de formular políticas públicas, pero no todo lo que reduce el espacio de la política es algo malo, y mucho menos si esa reducción deriva precisamente de derechos previamente creados en ese ámbito. Los derechos se elaboran en la arena política, pero una vez que se consagran la política tiene que dejarlos ir. Y una vez que los deja ir, se condiciona a sí misma, porque reduce sus márgenes de discrecionalidad. La esencia de los derechos fundamentales pasa por ahí: su satisfacción no debe depender de la buena voluntad, las convicciones ideológicas y el espacio fiscal del gobierno de turno.
Como dice Roberto Gargarella: “Es el plan económico el que debe supeditarse a los derechos, no a la inversa”. Sabemos que hablar de derechos es más lindo y más fácil, sobre todo cuando uno observa la gestión gubernamental desde afuera sin tener que meter los pies en el barro para administrar la escasez de recursos. Pero no está tan claro que desestimar repetidamente los reclamos apoyándose en las restricciones de la economía sea una posición mucho menos cómoda. Y en cualquier caso, ello no se vuelve una razón para dejar de exigir que se cumplan.
JUDICIALIZAR POR ABAJO
En resumen, hay razones para cuestionar –o al menos complejizar– el diagnóstico del imperialismo judicial. En Argentina, el crecimiento del número de casos y temas que trata la Justicia parece deberse menos a un activismo judicial en ascenso que a cambios en la estructura de oportunidades legales y en las estructuras de apoyo. Más derechos, ampliación en la legitimación para demandar y desarrollo de organizaciones sociales dedicadas al litigio permitieron el acceso a los estrados judiciales de ciudadanos que antes lo tenían vedado y de asuntos que antes no tenían lugar. No son los jueces los que van hacia la sociedad, sino la sociedad la que va hacia los jueces, porque el camino para hacerlo se ha ensanchado.
No son los jueces los que van hacia la sociedad, sino la sociedad la que va hacia los jueces, porque el camino para hacerlo se ha ensanchado.
Esto, desde ya, no implica dejar de llamar la atención sobre otros aspectos de la intervención judicial que indudablemente presentan notas preocupantes y que a priori parecieran coincidir con una especie de “judicialización por arriba”: cuando los propios actores políticos intentan hacer avanzar sus preferencias ideológicas por la vía judicial ante la dificultad de construir mayorías legislativas, por no decir nada sobre los casos en que se utiliza a la Justicia para alterar la competencia electoral, o aquellos otros en los que se pretende judicializar penalmente decisiones de política económica (desde el dólar futuro hasta la política de endeudamiento).
El propósito no es minimizar estos problemas sino tan solo dar cuenta de otros aspectos de la compleja relación entre Poder Judicial y política, entre los que se encuentra esa otra “judicialización por abajo” que refleja una democratización del acceso a la Justicia por la que se ha desbloqueado un espacio alternativo –no exclusivo- para peticionar por los derechos.