México, ese gigante con pies de barro, es hoy uno de los epícentros del COVID-19. Entre problemas estructurales y respuestas erráticas, AMLO se encuentra en el centro de la escena. Felipe Curcó Cobos, en diálogo con La Vanguardia, nos ofrece un diagnóstico desolador y algunas respuestas.
La pandemia del COVID-19 ha golpeado a escala planetaria, el alcance de sus consecuencias todavía resulta difícil de mensurar. Las respuestas frente a esta situación han variado de país en país, en todos los casos el pasmo y el desconcierto se ha coaligado con la voz en alto de expertos médicos para forjar un cuadro complejo de medidas restrictivas, la promoción de nuevos hábitos y políticas paliativas para, al menos morigerar, el duro impacto socioeconómico. Los mandatarios de todo el mundo se vieron sobreexpuestos quizá más que nunca, cada medida tomada, cada demora, cada cambio de rumbo, han sido observados con lupa por el periodismo y en las redes sociales.
«El gobierno de AMLO, como el de sus predecesores, se limita a aplicar estrategias operativas y militares dirigidas a contener, más que a romper, la raíz del régimen mafiocrático que mantiene sometida a la nación».
En en continente americano, actual epicentro de la crisis, las respuestas han sido disímiles, entre la subestimación de algunos y el rigor estricto de otros. Andrés Manuel López Obrador, más conocido como AMLO, dio la nota desde el principio de la cuarentena, su estilo peculiar y su inclasificable orientación ideológica han sido tema una vez más. México, ese gigante con pies de barro, muestra una situación estructural preocupante que el COVID-19 no ha hecho más que azuzar. Los problemas endémicos se potencian en este contexto, entre una conducción política errática y una oposición virulenta que deambula entre la irresponsabilidad y la llana deslealtad.
Sobre México, AMLO y el escenario abierto por el COVID-19, La Vanguardia conversó con Felipe Curcó Cobos, profesor del Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y especialista en teoría política.
La política mexicana presenta algunos problemas estructurales, como el narcotráfico y la seguridad, que parecen muy difíciles de desterrar, sin embargo la elección de AMLO en México fue vista, en su momento, como un quiebre en la historia política mexicana reciente, pero las críticas arreciaron rápidamente también. ¿El gobierno actual ha logrado torcer el rumbo o ser innovador en algún aspecto? ¿Puede ser considerado AMLO un dirigente de izquierda?
Responder a todo lo anterior requiere situar al lector en el contexto de esta nación norteamericana, hacer un dibujo gráfico y sencillo de aquello que es su paisaje político y social. Se trata de un cuadro cuyo trazo requiere de una sola pincelada, un único dato que pinta de cuerpo entero el drama de una nación desgarrada: en México el 99.6% de los delitos que se cometen quedan impunes. Sería entendible pensar que pudiera tratarse de una cifra inventada o exagerada, pero no es así. Esta estadística surge de una medición académica sería y científica proporcionada por el Índice Global de Impunidad (IGI-México), que recientemente ha sido incluso abiertamente aceptada como dato oficial por la propia Fiscalía General de la República (FGR). La conclusión que se infiere de esto no requiere mucha explicación: sencillamente hablamos de un país donde no se investiga, no se persigue, y no se sanciona un solo delito. En 2015 esto lo hacia ser el Estado con mayor impunidad en todo el planeta, sólo por arriba de Filipinas (en 2018 India y Camerún se han sumado a esta ominosa lista de paraísos delincuenciales). De ahí también parcialmente se desprende la razón por la cual el IPC (Índice de Percepción de Corrupción), identifica más corrupción en México que en naciones como Sierra Leona, Gabón, El Salvador, Ghana, Gambia o Etiopía. Surge, entonces, la pregunta obvia: ¿qué condujo a un país que hasta 2019 formaba parte de las primeras 15 economías del mundo a una situación como ésta?
Permítaseme ofrecer la respuesta sin rodeos: el Estado mexicano es la resultante de un pacto delincuencial entre poder político, poder empresarial y grupos dedicados al crimen organizado. La historia previa al triunfo de AMLO en diciembre de 2018 es la de un Estado mafiocrático donde con el contubernio y al amparo del poder político, un continuo proceso de captura institucional ha ido rindiendo y sometiendo al Estado hasta lograr postrarlo y ponerlo al servicio de los cárteles de la droga y la delincuencia transnacional organizada. Todo ello se traduce, en suma, en un sistema de justicia y rendición de cuentas completamente obliterado. Esto incluye partidos políticos, ministerios públicos, jueces, magistrados, gobernadores , ministros, policías alcaldes, y corporativos empresariales. Hay dos momentos que ilustran paradigmáticamente esta realidad. El primero de ellos se da cuando el ex presidente Calderón decide nombrar como ministro y responsable de la seguridad del Estado a un presunto operario del Cártel de Sinaloa: el señor Genaro García Luna, hoy día preso y acusado formalmente por la fiscalía general de Brooklyn (Estados Unidos) de varios de los delitos por los cuales en su momento fue sentenciado Joaquín Guzmán Loera, alias el “Chapo”, el narcotraficante más famoso de nuestro tiempo, para quien García Luna y el gobierno de Felipe Calderón trabajaron poniendo a su disposición todos los recursos del Estado. El segundo momento de inflexión ocurre en el contexto del escándalo Odebrecht , gracias al cual han logrado comenzar a conocerse los mecanismos a través de los cuales un poderoso grupo político y criminal consiguió llevar a un personaje como Peña Nieto a la presidencia. Durante este periodo se da el desvío de recursos más grande, y el expolio a la nación más exorbitante nunca antes visto a lo largo de la historia reciente de México.
Este largo antecedente me permite responder con precisión a su pregunta. Mi balance del gobierno de AMLO, hasta ahora, es que ha dejado intactas las estructuras delincuenciales que articulan el Estado político mafioso mexicano. Semejante régimen se basa en un pacto de impunidad escrupulosamente respetado entre todas las élites políticas de esa nación con independencia del partido político al que pertenezcan: una vez que un grupo determinado se hace del poder, un compromiso similar a la Omertá mafiosa obliga a los recién llegados al gobierno a no tocar política ni judicialmente los intereses criminales de los grupos políticos que les antecedieron. AMLO no sólo ha respetado próvidamente este pacto ominoso de impunidad, sino que en repetidas ocasiones ha manifestado su voluntad y deseo explícito de no trastocarlo nunca. Adicionalmente a esto, ha mostrado nula disposición a perseguir la corrupción política de funcionarios de su gobierno y miembros de su propio partido. Tal es el caso, por ejemplo, de Manuel Barlett, uno de sus principales aliados políticos.
«Para decirlo claro: no hay en el gobierno de AMLO una sola política de izquierda, sino más bien un gobierno con una agenda que aplica las recetas más estrictamente apegadas al consenso de Washington, y que además mantiene puntillosa alianza con fuertes intereses corporativos y empresariales que lo respaldan».
En materia de seguridad ha hecho lo mismo que sus antecesores: ha renunciado a una política de inteligencia orientada a cortar los flujos financieros de lo grupos criminales y —lo que es aún más grave— ha desistido de desmantelar el cinturón de protección política que cobija a las mafias y hace del poder judicial, político, empresarial y delincuencial una trenza cohesionada y bien amalgamada. El gobierno de AMLO, como el de sus predecesores, se limita a aplicar estrategias operativas y militares dirigidas a contener, más que a romper, la raíz del régimen mafiocrático que mantiene sometida a la nación.
Económicamente el gobierno de AMLO ha sido extremadamente ortodoxo en materia fiscal y en el cuidado del gasto público, no sólo invirtiendo poco, sino inclusive recortando gasto en áreas primordiales como salud, cultura y educación. Los ahorros obtenidos a través de estos recortes se han destinado a programas sociales mal implementados donde la asignación de beneficios se ha hecho de manera ineficiente, opaca y discrecional. En medio de la peor recesión económica de la historia, uno pensaría que es momento de introducir medidas contracíclicas: elevar el déficit para incentivar el consumo y activar la economía. Cancelar proyectos onerosos y que atentan contra las formas de vida y los derechos ambientales de las poblaciones indígenas (como el tren maya), aumentar gasto en salud , reducir tipos y tasas para abaratar el costo del dinero y expandir el crédito, aun a costa de una devaluación (que de todos modos ocurrirá).
Para decirlo claro: no hay en el gobierno de AMLO una sola política de izquierda, sino más bien un gobierno con una agenda que aplica las recetas más estrictamente apegadas al consenso de Washington, y que además mantiene puntillosa alianza con fuertes intereses corporativos y empresariales que lo respaldan (por ejemplo el Grupo CARSO o el grupo Salinas Pliego). En este sentido, nadie ha definido mejor la llegada al poder de AMLO que el sub-comandante zapatista insurgente Marcos (hoy Galeano): “cambió el capataz, pero los dueños de la finca siguen siendo exactamente los mismos”. AMLO es tan ideológicamente conservador que cree que la redistribución de la riqueza se reduce a la lógica asistencial. Verdaderas políticas redistributivas y regímenes agresivos de transferencias a los grupos más vulnerables y peor situados de la sociedad (como las sugeridas por la Tax Tobin o el impuesto Thomas Piketty a las grandes fortunas financieras), le resultan sencillamente inconcebibles.
A pesar de ese diagnóstico sombrío, recientemente usted tuiteó que había votado a AMLO, que no estaba de acuerdo en nada de su política, pero que lo volvería a votar. ¿Cuál es su balance del gobierno hasta ahora? ¿Por qué cree que debe sostenerse el apoyo?
Entonces, y a la luz de todo esto, ¿por qué he afirmado que si las elecciones volvieran a repetirse y el menú de opciones políticas se mantuviera igual, sin duda volvería a votar por AMLO? Pues porque si la alternativa electoral a AMLO es, digamos, el Chapo Guzman, eso me forzaría a votar nuevamente por él. Hay que recordar cuáles son los partidos políticos que hoy representan oposición y las alternativas políticas disponibles en México: el Partido Acción Nacional (PAN) (que nombró como ministro de seguridad de la Nación a un terrateniente del Chapo Guzmán). El Partido Revolucionario Institucional (PRI), que gracias la complacencia de la autoridad electoral, el desvió multimillonarios de recursos de procedencia ilícita o desconocida, y la compra masiva y demostrada de votos, alcanzó la presidencia en 2012. Una vez en el poder, este grupo delictivo atracó a su gusto la empresa paraestatal PEMEX, trianguló recursos, distribuyó sobornos y llevó acabo saqueos como nunca antes un gobierno se había atrevido a hacer (el pillaje llegó a extremos tales que uno de sus gobernadores ordenó suministrar agua en hospitales públicos, en lugar de quimioterapias, con el fin de obtener ganancia de niños enfermos de cáncer) . El Partido de la Revolución Democrática (PRD), el cual encabezó un cártel inmobiliario en cuya punta de la pirámide estaban el gobernador de la Ciudad de México y el Presidente del Tribunal Superior de Justicia de la Ciudad de México. Lo más lamentable en el régimen de oposición de mi país, es que la única alternativa al gobierno de AMLO que estos partidos ofrecen a México, es el retornar sin más a la antigua cleptocracia del statu quo previo al triunfo electoral de Morena.
El gobierno de AMLO ha sido fallido y errático, pero es el primero de la historia contemporánea de México que ha partido de un diagnóstico adecuado y se ha comprometido a moralizar la vida pública: eliminar los gastos ostentosos y faraónicos de funcionarios, las partidas presupuestales secretas, la ostentación ominosa del lujo y opulencia de la clase política, la reducción de salarios escandalosos. Ha adoptado un discurso republicano repleto de valores cívicos que sus enemigos buscan ridiculizar puesto que esos valores nada les dicen y nada significan para ellos (recordar que los delincuentes tienen sólo intereses, pero carecen de toda ética o moral). Por supuesto, esta retórica, este compromiso, estos valores, son insuficientes para transformar un país capturado por una poderosa mafia política. El principal problema de AMLO es su voluntarismo, su creencia en que el país puede transformarse a base de discursos y buenas intenciones sin llevar a cabo acciones. Por ello su principal desafío asume la forma de un reto: transformar la estructura delincuencial del país, o ser fagocitado por un sistema político que convierte todo lo que toca en estiércol y carroña. Si se me pidiera mi pronóstico, no tengo duda en vaticinar que el resultado de su sexenio desembocará en lo segundo, antes que en lo primero.
México ha tenido desde siempre una relación de cercanía, por vecindad y dependencia, con los Estados Unidos. Donald Trump había asumido un perfil agresivo frente a México, en particular con los inmigrantes, pero en el último encuentro, hace algunos días, mostró simpatía hacia AMLO. ¿Cómo se desarrolla en estos momentos la relación bilateral? ¿Estos signos pueden ser traer consecuencias en la política concreta?
Desde el primer momento de su mandato, la política exterior de AMLO ha sabido establecer una política cordial con su vecino del norte. Eso define uno de los pocos logros de este gobierno, puesto que México no tendría capacidad alguna para mantener un vinculo tirante u hostil con la gran potencia. Frente a una amenaza muy seria (imponer tasas arancelarías que habrían traído a México muy severas consecuencias), el gobierno morenista tuvo, no obstante, que pagar un muy alto precio: envilecerse al extremo de llegar a violar la dignidad y derechos humanos de nuestros hermanos centroamericanos. En estos momentos la política bilateral se desarrolla de manera cordial y respetuosa. México ha tenido que ceder en extremo para lograr esto. Si algo hay que reprochar a este gobierno en materia de política exterior es su falta de esfuerzo para comprender el tejido social de Estados Unidos, pues como lo ha hecho notar el investigador Sergio Aguayo, en ese país existen fuerzas políticas y sociales que en cualquier parte del mundo serían catalogadas de “izquierda” (pero que debido a un pudor impuesto por la historia de ese país, les lleva a definirse como “progresistas” o “liberales”). En mi opinión ha sido un grave error que el gobierno mexicano haya renunciado a intentar desbalancear el monopolio que la extrema derecha ejerce hoy día en Washington, a través del establecer alianzas naturales con estos grupos de izquierda que conservan gran capacidad de impacto en la política de Estados Unidos y que ejercen relevantes cuotas de poder al interior del partido demócrata. El propio Richard Rorty estudió en su momento esto al analizar la historia de la izquierda en su patria, dejando en relieve los paralelismos —tanto como las asimetrías— entre las fuerzas progresivas de ambas latitudes. Así, por ejemplo, mientras que durante 1945 y 1964 se desarrollaba en los Estados Unidos lo que el Rorty denomina “izquierda reformista”, por la misma época en Iberoamérica se consolidaba lo que también él ha calificado como “izquierda cultural o académica”. Uno y otra se distinguen en que mientras la primera mantiene su espíritu de cambio y reforma dentro del orden económico y el marco constitucional vigente (utilizando una retórica consensual), la segunda permanece más bien adherida a la pureza y la radicalidad conceptual ya sea del marxismo o de cualquier otra doctrina sustantiva (empleando a veces una retórica de ruptura). Sin embargo hay entre ambas fuertes hilos vinculantes.
«El gobierno de AMLO ha sido fallido y errático, pero es el primero de la historia contemporánea de México que ha partido de un diagnóstico adecuado y se ha comprometido a moralizar la vida pública: eliminar los gastos ostentosos y faraónicos de funcionarios, las partidas presupuestales secretas, la ostentación ominosa del lujo y opulencia de la clase política, la reducción de salarios escandalosos».
La cuestión es que esta omisión de la política exterior mexicana si puede traducirse en riesgos concretos: el descuido mostrado para robustecer vínculos con la izquierda en Norteamérica puede cobrar factura si (como hasta ahora todo parece apuntar) Trump pierde las próximas elecciones de noviembre. La excelente relación que el gobierno de AMLO mantiene hoy día con el gobierno republicano, paradójicamente podría verse afectada si triunfan los demócratas.
Uno de los aspectos que han sido muy criticados, e incluso ridiculizados en la opinión pública y las redes sociales, ha sido la respuesta de AMLO ante la crisis desatada por el COVID-19. ¿Considera que las críticas han sido justas? ¿Qué peculiaridades tuve el modelo mexicano de respuesta ante la pandemia?
La economía informal en México general el 22.5% del PIB nacional, y casi cada 6 de 10 trabajadores (56.7%) laboran en dicho sector. Este sector de la población carece de seguridad social, asistencia médica o ahorros. Un gran porcentaje de este grupo carece de vivienda digna (o vive hacinada en espacios reducidos) y también carece de servicios básicos como agua. Imponer medidas de aislamiento estricto a estos sectores hubiera sido un completo desvarío. No puede pedírseles que se queden en casa, puesto que muchas veces, o bien carecen de ella, o bien su hogar más que un espacio seguro es un medio idóneo de contagio. Si carecen de agua no pueden tener medidas de higiene básicas como lavarse las manos. Y lo principal: viven de lo que ganan al día. Privarlos de trabajo es privarlos de sustento. Mi colega investigadora Viridiana Ríos, ha documentada que la pobreza, mucho más que las comorbilidades, precarizan la capacidad e respuesta al virus y debilitan las posibilidades de sobrevivencia y resistencia al COVID-19. Creo que el gobierno ha atinado en intentar encontrar un difícil equilibrio entre abrir la economía, reducir actividades no esenciales y no ahogar a la población (mayoritaria) que vive de la economía informal. Hay que señalar que el gobierno de AMLO recibió un sistema de salud completamente desmantelado y hecho añicos. Muchos de quienes ahora critican su política sanitaria jamás cuestionaron los saqueos multimillonarios al sistema de salud llevados a acabo por los partidos políticos que hoy forman parte de la oposición política. En ese sentido, la hipocresía de esta oposición es una hipocresía, cínica, criminal. Sin embargo el gobierno de México indudablemente falló de modo dramático al no implementar un plan de rescate económico para los informales y desempleados víctimas del coronavirus. El gobierno de AMLO hizo muy bien en negarse a rescatar a los grandes grupos financieros a costa de los recursos públicos, pero cometió un acto inmoral al dejar que cada mexicano deba enfrentar la pandemia con sus propios recursos. Pequeños comercios, desempleados, e informales, fueron abandonados por el Estado a su suerte. Un verdadero gobierno de izquierda jamás habría hecho algo así.
En términos más generales, usted ha indagado recientemente en un artículo algunas hipótesis con respecto al escenario económico de la pospandemia. ¿Cuáles cree que son las transformaciones más sobresalientes que dejará el COVID-19 en ese aspecto? ¿Cómo debe pensarse ese proceso de estatalización? ¿Necesariamente esto redundará en políticas de bienestar? ¿No encubre, al menos en algunos países, una deriva autoritaria?
El filósofo surcoreano Byung Chul Han ha dejado claro en estos días que el gupo más vulnerable a la pandemia del coronavirus es el de la población económicamente más pobre de cada país. En ese sentido, ha dicho él, la pandemia no es sólo un problema médico, sino social. El trabajo en casa y por vía remota es algo que no pueden permitirse los trabajadores de fábricas, los cuidadores, los que limpian, las vendedoras o los que recogen basura. Mientras los ricos pasan la pandemia refugiados en sus casas de campo, el resto de la gente tiene que salir a trabajar. Los países que se han visto menos afectados son, por ello mismo, los que menos problemas sociales padecen.
Junto a Byung-Chul-Han, Harari advierte que esto ciertamente abre un caldo de cultivo idóneo del que pueden alimentarse los autócratas. En las crisis, las personas buscan líderes, y los líderes pueden aprovecharse de esto para decretar estados de emergencia permanentes. Con la pandemia –han manifestado ambos autores- nos dirigimos hacia un régimen de vigilancia biopolítica. Ya no sólo lo que escribimos o decimos, sino también nuestro cuerpo y nuestro estado de salud se convierten en objetos de vigilancia digital. Hace 50 años, sostiene Harari, ni siquiera la KGB era capaz de seguir y monitorear a 250 millones de ciudadanos soviéticos durante las 24 horas del día. Su labor de inteligencia y control dependía de agentes y analistas humanos, que simplemente no tenían la capacidad de controlar el comportamiento de todos los ciudadanos. Hoy día, sin embargo, algunos gobiernos pueden confiar y disponer de sensores ubicuos y algoritmos poderosos que abren la puerta a formas de vigilancia nunca antes vistas. El caso paradigmático es China. A través del monitoreo de miles de teléfonos inteligentes y el uso de cámaras para reconocer a las personas que obliga a la gente a informar sobre su temperatura corporal y condición médica, las autoridades chinas fueron capaces de identificar rápidamente a portadores sospechosos, así como de rastrear sus movimientos e identificar a cualquiera con quienes éstos hubieran tenido contacto. No sólo estados autocráticos como China son capaces de emplear este modelo panóptico. El Estado de Israel, por ejemplo, también autorizó a la Agencia de Seguridad a desplegar tecnología de vigilancia normalmente reservada para combatir terroristas para rastrear a pacientes con coronavirus. Este control biopolítico, no obstante, está al alcance únicamente de estados ricos y poderosos e institucionalmente consolidados. El riesgo de una distopía autoritaria basada en el control biopolítico de las poblaciones no veo sea algo que pueda ocurrir en el ámbito de Latinoamérica o de los países en desarrollo, pues éstos carecen de los recursos que les permita hacerlo. En estas latitudes, más bien, considero que los riesgos y problemas urgentes son otros.
Uno de estos problema urgentes, tal y como en efecto he explicado recientemente en mi artículo publicado en Open Democracy, tiene que ver precisamente con una transformación radical que deberá ocurrir en los países latinoamericanos que aspiren a sobrevivir la crisis post-pandémica. La corrupción institucional endogámica no es únicamente una característica de México, sino en mayor o menor medida, un flagelo que amenaza la estabilidad de toda la región. Los países latinos que no asuman como eje rector de su política pública abatir la corrupción, redistribuir la riqueza, eliminar los privilegios de las élites enquistadas en el aparato gubernamental, y, sobre todo, dirigir los esfuerzos estatales a crear verdades políticas sociales de bienestar, protección y reactivación económica de los grupos y sectores más vulnerables, simplemente dejarán de ser políticamente viables. América Latina requiere estados institucionalmente robustos, con capacidad de impartir justicia, abatir los monopolios, establecer reglas claras de competencia e impedir que el mercado sea capturado y dirigido por intereses mafiosos. Aquí se requiere mucho más estado, no menos. Pero sobre todo se necesita mejor Estado.
«América Latina requiere estados institucionalmente robustos, con capacidad de impartir justicia, abatir los monopolios, establecer reglas claras de competencia e impedir que el mercado sea capturado y dirigido por intereses mafiosos. Aquí se requiere mucho más estado, no menos. Pero sobre todo se necesita mejor Estado».
Finalmente, la pandemia promete desatar una crisis económica de una magnitud histórica y ya se han empezado a hacer vaticinios y a ensayar respuestas. ¿Se trata de una crisis del capitalismo que va más allá de la pandemia? ¿Es posible pensar un escenario poscapitalista o más bien un capitalismo diferente?
En su más reciente libro Pandemia, considero que Zizek no vaticina un estado post-capitalista, sino algo que es aún mucho peor: una regresión no a la barbarie del capitalismo desregularizado (con la consiguiente violencia brutal por la sobrevivencia, los desórdenes públicos, los saqueos generalizados y linchamientos derivados del pánico, el colapso de los servicios públicos y el sistema de salud). Más que a la barbarie de un capitalismo a la medida von Mises o Milton Friedman, lo que Zizek teme es el arribo de lo que él llama “una barbarie con rostro humano”. Esta nueva forma de barbarie con rostro humano estaría marcada por la normalización de nuevas reglas y medidas despiadadas de sobrevivencia avaladas y legitimadas por las opiniones de los expertos. Casos de esto comienzan ya a presentarse, por ejemplo, con la aplicación del criterio del triaje médico durante la pandemia en los hospitales de muchos países del mundo. El triaje hospitalario es un término cuyo origen está en el idioma francés. Hace alusión a la clasificación que de los heridos se hacía en los campos de batalla durante la Primera Guerra Mundial. Esta valoración clínica consistía básicamente en clasificar a los heridos y enfermos según su grado de urgencia y necesidad, con el fin de optimizar los recursos médicos en circunstancias de sobrecarga en los servicios clínicos. En tales condiciones (de guerra) los pacientes que recibían atención médica eran aquellos que más posibilidades tenían de salvarse; esto permitía no desperdiciar recursos en pacientes con pronósticos poco favorables de recuperación. La aplicación de una medida excepcional de guerra, ha dado lugar a que ahora, en plena era post-Covid, diversos especialistas recomienden desentubar a pacientes ancianos o con comorbilidades previas para mejor usar esos recursos en pacientes jóvenes con gran probabilidad de responder adecuadamente al tratamiento médico.
Esto abre una caja de Pandora: significa que en nombre de supuestas medidas humanitarias, especialistas puedan determinar que unas vidas valen más que otras; en específico, las vidas de personas económicamente productivas tienen valor de mercado mientras que las vidas de quienes no producen adquieren un valor residual de desecho. Y todo esto en nombre de “medidas humanitarias”, propias de una nueva forma de barbarie y capitalismo humanitario que cabe esperar emerja cada vez con mayor fuerza a raíz de la pandemia.
QUIÉN ES
Felipe Curcó Cobos es Doctor en Teoría Política por la Universidad de Barcelona, con especialidad en pensamiento político contemporáneo. Fue becario Fulbright de ciencias sociales e investigador y profesor en dicha Universidad. Asimismo ha sido profesor en la Universidad Nacional Autónoma de México y docente en la Facultad de Filosofía. Actualmente es profesor e investigador titular de tiempo completo en el Departamento Académico de Ciencia Política del Instituto Tecnológico Autónomo de México. En México ha sido colaborador y tertuliano de la serie Entre Argumentos del Canal Judicial de la Federación. Es autor de los libros Ironía y democracia liberal (ITAM/Coyoacán, 2009) y La guerra perdida (2010). Fue becario del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM y merecedor de la Medalla Gabino Barreda. Desde el año 2009 pertenece al SNI. Es Investigador Nacional nivel I.