El legado del general José de San Martín reside en sus victorias, que liberaron a tres naciones, como en lo que no pudo, no supo o no quiso hacer. Las luchas intestinas, la violencia y la desigualdad asolaban el mundo entonces y, en cierta medida, seguimos enfrentando los mismo problemas hoy.
Un 17 de agosto de 1850, murió en el exilio de Boulogne Sur Mer, al norte de Francia, el general don José de San Martín, como todos sabemos. Contrario a lo que muchos creen, un hombre que terminó su vida bastante solo y en tierras extrañas. El reconocimiento unánime le llegaría después, como ocurrió tal vez también con Manuel Belgrano.
La reivindicación del ídolo, del prócer, oculta que, como cualquier político de su época, recibió tanto elogios como críticas. Por nombrar solo algunas imputaciones, en Chile le atribuían responsabilidad en los fusilamientos de los caudillos trasandinos Juan José y Luis Carrera y del guerrillero Manuel Rodríguez. En Perú, le atribuyeron durante su gobierno como Protector de ese país, la intención de coronarse perpetuamente y no faltaron los que lo acusaron de malversación de fondos. También, criticaron su alianza con Bolívar los intereses localistas que bregarían por el aislamiento y la subdivisión de la Patria Grande en republiquetas. En Buenos Aires, se le esquilmaba y poco faltó para que le formaran juicio militar por haber desobedecido en 1819 la orden de volver con su Ejército una vez liberado Chile para reprimir a las montoneras levantiscas del litoral argentino, que disputaban con su resistencia la hegemonía del puerto. Las victorias que quedaron en la historia lo salvaron de haber pasado por los procesos judiciales que tuvo que atravesar Belgrano luego de las batallas perdidas en Vilcapugio y Ayohuma con el ejército del Norte. Porque ganó, lo dejaron abandonar el país e ir a su propio ostracismo.
Solo, con unas cataratas que lo dejaron ciego, le llegaba alguna correspondencia de su amigo Tomás Guido y se lisonjeaba de recibir elogios en los mensajes a la Legislatura y profusa correspondencia de Juan Manuel de Rosas, el líder de la Confederación Argentina al que había apoyado y reconocido en el conflicto con las potencias anglo-francesas legándole su sable.
San Martín no quiso ser hombre de partido y, aunque tuviera hasta sus preferencias tal vez hacia el lado federal (correspondencia con Rosas y varios caudillos en su momento y enemistad irreconciliable con Rivadavia) no se decidió a intentar gobernar o ejercer decisiva influencia en beneficio de alguno de los bandos.
Se había ido del país en 1829 para no volver nunca más y aunque pidiera en su testamento que sus restos descansaran en Buenos Aires, recién muchos años después de su fallecimiento pudo concretarse su repatriación, en 1880. Pero ¿por qué el hombre que liberó a tres futuros países de la Patria Grande que soñaba se fue para nunca más volver?
Un intento de respuesta, entre otras muchas que puede haber, es plantear que no quiso desenvainar la espada derramando sangre americana en las luchas internas. En 1824, poco menos que se tuvo que ir expulsado por los rivadavianos, que le hicieron el vacío político y le guardaban rencor tanto por su desobediencia como por su requerimiento continuo y pertinaz de mayores fondos (que le fueron negados) para continuar la lucha independentista en el Perú. Una Buenos Aires cerrada sobre sí misma y su puerto se mostraba completamente prescindente de lo que pasaba allá lejos en el Perú. Que pagara Chile los fondos necesarios para continuar la lucha emancipadora, le habían dicho en su momento. Y después, que volviera con el ejército a reprimir a los caudillos.
Se fue en 1824, pero en 1828 se enteró que Manuel Dorrego tomaba del gobierno de Buenos Aires, a quien conocía del Ejército del Norte, y volvió a tirarse al océano los tres meses de navegación hasta llegar a las balizas de Montevideo. Ahí se enteró de que Dorrego había sido derrocado y poco después fusilado por Lavalle.
Los odios recrudecían en la Patria, y San Martín se negó a desembarcar. Lavalle, arrinconado por los federales, mandó enviados a hablar con él, ofreciéndole incluso que encabezara un eventual gobierno. Pero San Martín se negó a encarar esa posibilidad, estando convencido de que, en el estado de virulencia de los odios en que se hallaba su patria, para imponer la autoridad habría que aniquilar a uno de los dos partidos enfrentados, como dijera en una carta a Tomás Guido. No estaba hecho para eso pareciera el General. Escribió en la referida misiva ese diagnóstico tremendo, confesando su incapacidad para realizar tamaña faena. Al día de hoy, podríamos decir que San Martín fue un “Corea del Centro”, pidiéndole permiso a su memoria sacralizada y abusando tal vez de la comparación de dos tiempos históricos completamente distintos.
Frente al enemigo externo, fue el líder de la emancipación, el que cruzó la Cordillera de los Andes y se echó a la mar para liberar Perú. Enfrentando al opresivo absolutismo español, este hombre liberal hijo de la revolución española de 1808, forjó el carácter del líder de la libertad triunfando en San Lorenzo, Chacabuco y Maipú.
Pero ¿qué pasó cuando el enemigo externo fue derrotado definitivamente por Bolívar y Sucre en la batalla de Ayacucho en 1826? La patria entera que se había unido, desde los comerciantes aristocráticos de Buenos Aires, Chile y Perú hasta los sectores populares, se dispersó después. “Porque si entre ellos se pelean, los devoran los de afuera”, casi que habiéndose ejecutado a nivel social aquella máxima del Martín Fierro cuando había que enfrentar al absolutismo español. Pero, cuando ya no los podían devorar los de afuera, o por lo menos no en el sentido del sojuzgamiento alevoso de las libertades y políticamente, tuvieron lugar las divisiones, los proyectos de país divergentes.
En la actualidad acuciante de la pandemia, somos testigos de otro ejemplo de cómo un peligro o “enemigo invisible” tiende a la unificación de los espacios políticos: Alberto Fernández habla con Horacio Rodríguez Larreta y Gerardo Morales. Kicillof, con el jefe de gobierno y con intendentes de todas las corrientes políticas. Cuando se desvanezca del todo, ojalá que pronto, la tragedia ocasionada por la pandemia, sobrevendrá tal vez al día siguiente la intensificación de las reyertas cotidianas. Y, en ese momento, cuando hay que gobernar el propio terruño con todo lo que tenemos adentro en su mar de contradicciones, el general José de San Martín prefirió retirarse. Y el líder del Ejército de los Andes, ese conglomerado de voluntades hispanoamericanas y de soberanía flotante, que no respondía a las patrias chicas sino a la Patria Grande, ese soldado tuvo que guardar la espada. San Martín no quiso ser hombre de partido y, aunque tuviera hasta sus preferencias tal vez hacia el lado federal (correspondencia con Rosas y varios caudillos en su momento y enemistad irreconciliable con Rivadavia) no se decidió a intentar gobernar o ejercer decisiva influencia en beneficio de alguno de los bandos.
Nunca lo guiaron las ambiciones personales, pero lo más interesante de la situación me parece es que el hombre se convenció de alguna forma en que no podían conjugarse, en ese momento, el gobierno, ejercer la autoridad de un país en un clima de odio y divisiones, sin recurrir a la violencia. Que no se podía conjugar el orden, el progresismo social con el respeto de las libertades.
Nunca lo guiaron las ambiciones personales, pero lo más interesante de la situación me parece es que el hombre se convenció de alguna forma en que no podían conjugarse, en ese momento, el gobierno, ejercer la autoridad de un país en un clima de odio y divisiones, sin recurrir a la violencia. Que no se podía conjugar el orden, el progresismo social con el respeto de las libertades. El gran dilema que han tenido tantos gobiernos ya sean progresistas, capitalistas y los socialismos reales: de un lado, la imposibilidad de conjugar la libertad formal irrestricta sin que se acreciente de forma significativa la desigualdad social. Del otro, el intento de una mayor igualdad social impuesta al costo de la mutilación de las libertades individuales. En el medio, el océano Atlántico que lo separó de la Patria Grande, al que no se decidió a cruzar.
En 1848, San Martín se alarmó con la revolución socialista en Europa y lejos estuvo de comulgar con ella. Se alejó incluso de París, instalándose en Boulogne Sur Mer, para tener una eventual vía de escape si la convulsión social pasaba a mayores. Quería pasar sus últimos momentos de vida en tranquilidad, acompañado por su hija Mercedes, su yerno Mariano Balcarce y sus nietas. Pero, lejos de tener una visión superficial de los acontecimientos, en carta a Rosas de noviembre de 1848 le manifestó: “En cuanto a la situación de este viejo continente, es menester no hacerse la menor ilusión: la verdadera contienda que divide su población es puramente social; en una palabra, la del que nada tiene, tratar de despojar al que le posee”.
Ese pensamiento expresa cómo la situación de gran desigualdad social puede traducirse en violencia armada. Y el desafío de pensar en lograr en nuestra patria mayores niveles de igualdad social pero sin resignar de ninguna forma las libertades individuales y enriqueciendo la democracia que se ha sabido dar el pueblo argentino. Porque la revolución que encaró San Martín no fue sólo emancipadora sino también democrática. Transitar las divisiones a veces exasperadas, las diferencias indudables en un clima de mayor entendimiento, tolerancia, escucha se vuelve un desafío que es urgente a la hora de pensar políticas públicas y acciones de participación civil que permitan dar algún tipo de respuesta y contención a una situación social que se muestra todos los días agravada por los efectos de la pandemia que golpea al mundo y también cada vez más a la Argentina.