La situación económica y social desatada por la pandemia solo visibilizó y agravó las profundas desigualdades que la precedían. La propuesta de un ingreso básico universal puede ser un buen punto de partida para combatir ese flagelo que carcome nuestro presente y condiciona nuestro futuro.
No solo hay desigualdad en la distribución de la riqueza, sino en la satisfacción de las necesidades básicas. José Saramago
En las últimas tres década el mundo ha atravesado una innumerable cantidad de cambios que impactaron en las diferentes esferas de la vida de la población mundial en su conjunto. Vivimos una reconfiguración capitalista estructurada en base al predominio de lo financiero sobre lo productivo. La globalización financiera desató un reordenamiento de los roles que venían ocupando hasta el momento los diferentes países y regiones. La crisis del 2008 tuvo inmediatas repercusiones, devino una década de bajos niveles de crecimiento, caída del empleo y salarios reales, así como procesos políticos y sociales, particularmente en las principales economías, que pusieron en cuestionamiento los beneficios teóricos de la globalización. No todos pierden, solo las mayorías, siempre los mismos.
Por otra parte, no podemos omitir mencionar un fenómeno de alcance aún difícil de estimar, la llamada Revolución 4.0. Las nuevas tecnologías vinculadas a la digitalización de las comunicaciones, robótica, nanotecnología, inteligencia artificial, internet de las cosas, están modificando la forma en que vivimos, trabajamos y nos relacionamos. Un proceso de escala, alcance y complejidad que no se había experimentado en la historia de la humanidad, y que pone en discusión, entre otros temas, el del futuro del trabajo y el problema del desempleo estructural.
En marzo de este año, la OMS declaró la pandemia del COVID-19. Este suceso desató discusiones respecto a la sostenibilidad de este modelo de hacer política. El mundo ya no será el mismo. Las consecuencias aún se suceden y resultan difíciles de mensurar, pero lo que ha desnudado sin dudas es que el modelo de desarrollo vigente profundiza sus fallas y se verifica que la lógica de mercado no está concebida para garantizar los derechos más básicos, menos en época de crisis pandémicas. Allí donde los países privilegiaron el normal funcionamiento de los mercados por sobre el cuidado de la salud de la población es donde se vieron las consecuencias más devastadoras, en particular sobre los grupos más vulnerable. En este contexto, la discusión sobre el rol del Estado vuelve a ponerse en el centro.
El incremento de la pobreza esperada en los próximos meses no será consecuencia exclusiva de la pandemia, sino que se funda en una estructura productiva precarizada, primarizada, atrasada tecnológicamente y rudimentaria a la hora de distribuir. El virus llegó para poner en evidencia muchas de las dificultades preexistentes, actuando como disparador inesperado de una crisis anunciada.
En nuestro país habrá que rearmar una especie de rompecabezas que se compone de unos 45 millones de habitantes según INDEC. Conocemos que la línea divisoria que determina quién es considerado “pobre” y, dentro de tal categoría social, quién es “indigente”, se define por el valor monetario de la canasta básica total y la canasta básica alimentaria respectivamente. En el último registro publicado alcanzaban el monto de $13.784 (CBT) y $5.792 (CBA). Generalmente los medios y órganos estatales utilizan la CBT calculada para una familia tipo de cuatro integrantes (dos adultos y dos niñes) para expresar los hogares, estimando así el umbral de pobreza: en el mes de junio fue de $44521. Con estas cifras, el punto de partida es preocupante. Las mediciones marcaron un 35,6% de pobreza y 8% de indigencia. Cabe destacar que el concepto de pobreza como carencia de recursos monetarios dista de la conceptualización de la pobreza estructural medida por el alcance de los individuos a determinado nivel de satisfacción de necesidades básicas. En el caso argentino, el indicador de Necesidades Básicas Insatisfechas que incluye el análisis de cuestiones como tipo de vivienda, hacinamiento, condiciones sanitarias, condiciones de asistencia escolar, niñez del hogar, entre otras variables económico-sociales más cualitativas que cuantitativas, no se estima ni calcula desde su último informe en 2010 (12,5%).
Por su parte, la situación de empleabilidad y la actividad económica muestran la erosión acelerada del empleo asalariado (relación de dependencia) con la precarización de los puestos laborales cuyo registro se realiza en las altas de Monotributo. Esto último conlleva una serie de problemáticas vinculadas a las bajas cargas sociales, mínimas coberturas de las aseguradoras de riesgo del trabajo y obras sociales, sin acceso directo a la sindicalización y sus respectivos aportes, con escasos derechos laborales reconocidos. Se visibiliza también la realidad de los trabajadores de plataformas sin jornadas laborales establecidas claramente, sin referencia de estructuras. También vemos a ese pelotón de mujeres, madres que reportan como único ingreso de hogares monoparentales, cuyo registro posible como empleadas de casas particulares abultan la estadísticas del “empleo formal”, pero subsisten informalizadas y bajo la pobreza. Por otra parte, nos encontramos con aquellos habitantes cuyos pseudos trabajos se realizan por el equivalente en dinero de una ración de alimentos, sin aportes y con una creciente dependencia social de la ayuda estatal contenidos en las políticas de redistribución vigentes, como las AUH y otros programas asistenciales vulgarmente conocidos como «planes».
Es por ello que el mientras tanto y el período post pandemia nos enfrentan a un problema de dos aristas. Por un lado la cuestión de la producción y el producto: la oferta de bienes y servicios básicos y esenciales. Por otro, el distributivo y redistributivo del ingreso nacional: los ingresos periódicos, mínimos universales, demanda efectiva, los accesos reales. En su informe de estadísticas laborales a junio, el gobierno observa algunos puntos claves: las políticas implementadas desde marzo comparten el triple objetivo de preservar el empleo, apuntalar los ingresos de las personas que se ven impedidas de trabajar y de sostener a las empresas más afectadas por la coyuntura. De las múltiples medidas instrumentadas, cabe destacar: el programa ATP para cubrir salarios registrados; y el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE) dirigido a sectores vulnerables. Alrededor de 11,5 millones de personas físicas fueron alcanzados por algunas de las políticas mencionadas, lo que representa ni más ni menos que el 70% de la población ocupada. Más allá de cualquier medida paliativa o respuesta política contingente, queda claro que la pandemia pone en riesgo al trabajo y la producción. Sin embargo, el incremento de la pobreza esperada en los próximos meses no será consecuencia exclusiva de la pandemia, sino que se funda en una estructura productiva precarizada, primarizada, atrasada tecnológicamente y rudimentaria a la hora de distribuir. El virus llegó para poner en evidencia muchas de las dificultades preexistentes, actuando como disparador inesperado de una crisis anunciada.
INGRESO CIUDADANO, UNA GARANTÍA DE ACCESO A DERECHOS BÁSICOS
Se escucha, ahora mucho más que antes y a causa del contexto de pandemia, hablar sobre el ingreso básico universal (IBU). Sin entrar en demasiados detalles, estamos completamente de acuerdo con que todes y cada uno de los seres humanos, por el simple hecho de existir, sea poseedor del derecho de disponer de un ingreso que haga a la vez de acceso y de piso para el desarrollo de la vida misma. Así planteado se disparan ciertos interrogantes, un tanto abstractos por cierto, pero cuyas respuestas dan marco a la idea resonante del IBU. Preguntas tales como: ¿debe ser realmente universal? o ¿debe estar focalizado a quienes requieran alcanzar ese mínimo indispensable para vivir?, ¿tendrá que corresponder al cumplimiento de ciertos estándares o contraponerse a su recepción alguna condicionalidad (como por ejemplo tareas comunitarias)?. ¿El IBU es en dinero o en especie?, si es dinero, ¿cuál es su monto? ¿mil, diez mil, un millón?, ¿cuánto es lo suficiente para igualarnos?. Si lo imaginamos en especie, ¿qué bienes, víveres, servicios deben componerlo?, ¿acaso es la garantía sobre capital de trabajo?.
Se abren mil caminos, pero la meta es siempre la igualdad y el acceso equitativo a una vida decente para todos y todas. Simplificando el universo de posibilidades, la propuesta que hacemos es un ingreso que sea superador y garante del acceso a las condiciones que definen hoy el umbral de la pobreza. Esa línea de no-pobreza imaginaria está consensuada por uso y costumbre, por metodología diríamos, y por disposiciones ministeriales, por el valor monetario de la canasta básica total. Por tanto, la primera respuesta vendrá determinada: el ingreso básico ciudadano debe alcanzar al conjunto de la ciudadanía. El total de dinero necesario para cubrir tal monto será definido y cuantificado, seguido y publicado cada mes por el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC). Así la CBT constituye nuestro mejor termómetro a la hora de medir la realidad socioeconómica.
En segundo lugar ahondaremos en el universo de los quiénes. Y aquí es la realidad la única verdad. Existen el salario mínimo vital y móvil (SMVM), el haber mínimo jubilatorio (HMJ), las asignaciones y contribuciones componentes de las políticas redistributivas nacionales, programas de ayuda y asistencia como la Asignación universal por hijo (AUH), y también el reciente Ingreso familiar de emergencia (IFE). Por el lado de los salarios mínimos deben considerarse los convenidos por los sindicatos, patronales y cámaras empresariales dentro de los distintos convenios colectivos de trabajo (CCT), que deben por ley ser al menos equivalentes al SMVM. Por último, y no por ello de menor importancia, debemos incluir en el análisis la comparación de los pisos o topes fiscales de facturación que definen las categorías para los trabajadores autónomos, cuentapropistas, prestadores de servicios, comúnmente conocidos como monotributistas. Tomando de base estas variables contables y económicas, la segunda respuesta a los interrogantes planteados deriva por defecto, residualmente. EL IBC será el adicional por la diferencia entre el ingreso personal (IP) y el monto de la CBT.
De esta manera el universo será la multitud de argentinos y argentinas que recibirán lo suficiente para alcanzar ese umbral de la no-pobreza. Dispuesto así, todos y todas quedarán por encima de lo necesario para cubrir el gasto definido oficialmente en la canasta de alimentos y servicios que el individuo o la familia requieren, tal como lo determina la metodología ya establecida por el INDEC.
Se abren mil caminos, pero la meta es siempre la igualdad y el acceso equitativo a una vida decente para todos y todas. Simplificando el universo de posibilidades, la propuesta que hacemos es un ingreso que sea superador y garante del acceso a las condiciones que definen hoy el umbral de la pobreza.
A partir de las definiciones planteadas, podemos ahora pensar la economía desde un cambio radical de óptica. Una reorganización colectiva desde dentro de la desigualdad, con ciudadanos que partirán de una misma capacidad de acceso monetario, para poder entonces participar de una nueva economía con eje en dos cuestiones de base: la naturaleza y la humanidad. Esta nueva economía nos exige analizar ciertos elementos que diagramen un escenario de lo esencialmente posible.
Territorialidades: nuestro lugar de pertenencia. Sin entrar en detalles filosóficos profundos, la idea de pertenecer se expresa en dos sentidos: primero respecto del espacio físico, recorriendo desde lo más lejano hasta lo cercano, de lo global a lo próximo dentro del sistema mundo. Una sucesión convergente: continente, país, región, provincia, ciudad, barrio o zona. Segundo, sentirse parte del territorio expresa también el reconocimiento personal, en el rol de una persona en torno a su grupo conviviente, familia. Así, la identidad territorial es una construcción histórica, social, situada en un lugar concreto. Pero que no es individual, sino colectiva. Reconocer estas identidades territoriales al momento de pensar las políticas públicas y una nueva economía se torna fundamental.
Producción comunitaria: la economía para una igualdad posible se apuntala en la economía comunitaria, la de todes y entre todes. El contexto actual una vez más trae a discusión la soberanía alimentaria, y aquí entendemos que la producción autogestionada de alimentos esenciales (huerta, cría de animales y faena básica, elaboración artesanal de panificación y pastas) constituye una estrategia que permite a los barrios populares de nuestro país garantizar su derecho a la alimentación. Nuestro país, y América Latina en su conjunto, tiene una extensa tradición donde las organizaciones sociales de los territorios han suplido muchas veces la existencia de un Estado que, aunque presente, no cuenta con fuerza suficiente para llegar a todos los rincones. Así, movimientos barriales han construido, antes de la pandemia y todavía con mayor esfuerzo ahora, una inmensa red solidaria de merenderos, comedores y ollas populares que se multiplicaron en los principales centros urbanos.
Cuidados humanizantes: educación, formación, escuela y oficio. La sostenibilidad de las personas en el ciclo vital de la vida requiere una trama de relaciones de pares, cada etapa con el acompañamiento y la sinergia de los iguales. Hablar de cuidados, es reconocer sus tipologías:
- Cuidados de los dependientes: entiéndase menores de edad, ancianos, personas con discapacidad, incapacitados para trabajar, grupos de riesgo.
- Cuidados como servicio que proveemos a otres, sea en forma voluntaria, involuntaria, remunerada o no.
- Cuidado como eje de tareas del mercado laboral denominadas “esenciales”: limpieza general y particular, arte culinario, enseñanza en todos sus niveles, acompañamiento terapéutico, etc.
- Aulas de aprendizaje y Talleres de oficio y destrezas.
Se debe instalar el paradigma que revierta la relación establecida entre valor social de la tarea de cuidado desempeñada y el valor económico asignado a dicha tarea. La visibilización se suma al desafío todavía mayor de igualar proporciones entre géneros en las tareas de cuidado, que actualmente se encuentran mayoritariamente feminizadas.
La suma de, al menos, estas tres aristas dará el giro y empujón para que la nueva economía se concentre en la posibilidad de reproducir una vida más digna, un pasar sin dependencias, autosustentable y autogestionado. Se requiere articular los diferentes ámbitos, incluido, por supuesto, el Estado. Existe un potencial emancipador en las realidades que componen la desigualdad. La oportunidad de transformación colectiva podría comenzar por la definición e implementación de un ingreso ciudadano básico y equivalente. Pero el desafío es mucho mayor, es necesario proponernos, con las herramientas de las que disponemos e imaginando otras, construir un futuro con inclusión e igualdad real para todes.