Historiador todoterreno y, de algún tiempo a esta parte, con un más alto perfil público, Roy Hora tiene tras de sí una prolífica, diversa e interesante obra. Sobre su trabajo, sus inquietudes intelectuales y políticas, conversó con «La Vanguardia».
Especialista en la historia social y política de la que se constituiría en la clase dominante de la Argentina “granero del mundo”, la burguesía terrateniente pampeana, el recorrido de Roy Hora por la historia económica y más recientemente por la historia política e incluso la cultura popular y del entretenimiento lo muestran como uno de los principales referentes actuales de este campo del conocimiento en Argentina. Ello también parece ubicarlo en un lugar privilegiado y con una mirada muy particular sobre el fenómeno de las izquierdas en Argentina y su lugar en las luchas por el poder en un país que supo tener un poderoso movimiento anarquista y el principal Partido Socialista de América Latina a inicios del siglo XX. Al mismo tiempo, la sostenida inquietud de este historiador –formado en la Universidad de Buenos Aires y doctorado en Oxford– por las formas y los temas principales de la escritura de la historia nacional de los siglos XIX y XX lo han llevado a constituirse en un fino lector de otros especialistas, destacándose sus análisis sobre la obra de Tulio Halperin Donghi y sus compilaciones juveniles sobre la renovación de la historiografía argentina luego de la última dictadura militar. Por estos motivos es que se lo convocó para una entrevista para La Vanguardia. Además de por una vocación de intervenir en un debate público en donde los roles del ciudadano y del especialista pueden y acaso deben combinarse en una Argentina siempre calurosa en este tipo de lides. En un clima en donde la llamada “grieta” tiende a simplificar argumentos y en el cual la polarización genera engañosas adscipciones a priori, un intercambio reflexivo sobre historia, política e intelectuales puede resultar una actividad pertinente para romper con esas inercias de la urgencia.
Quiero comenzar esta charla subrayando tu condición de historiador polifacético, no sólo por tus diversos trabajos sobre historia argentina encarados desde distintas perspectivas y sub-disciplinas de la historia, sino también por un interés de largo aliento en la historiografía, esto es, reflexionar en torno a lo que han escrito otros historiadores. En un artículo reciente planteás que la historia social abordó de forma tradicional a los orígenes de las izquierdas en Argentina con un “sesgo interpretativo” en el sentido de que “en el origen –y, para algunos, siempre–, existieron condiciones propicias para el despliegue de un proyecto inspirado en el deseo de cuestionar el orden sociopolítico”. Para iniciar el intercambio, entonces, te pregunto: ¿en qué se fundaban estas interpretaciones tradicionales? ¿Cuál es la agenda de investigación de los estudios históricos sobre las izquierdas a inicios del siglo XXI en Argentina?
Me gusta encarar el estudio de problemas específicos del pasado argentino con toda la atención que requieren, o que yo puedo darles, pero sin perder de vista que esos temas deben integrarse en una visión de conjunto de nuestra trayectoria histórica. Y, a la vez, tratando de reflexionar sobre cómo han sido pensados por los que vinieron antes, cuyas contribuciones me parece importante reconocer y discutir. Todo estudio histórico tiene algo de historiografía, en la medida en que obliga a pensar cómo pararse frente a los que escribieron antes. Lo que estoy haciendo sobre la historia de la izquierda de la era pre-peronista no es la excepción. Me acerqué al tema de manera más o menos sistemática hace poco, y me interesa situar mi contribución en un marco amplio. Ese marco tiene varias dimensiones –que van de lo local a lo global– pero a mí, que en esto soy algo tradicional, me parece muy relevante, ante todo, la dimensión nacional. Esto significa que no la pienso como una historia de la izquierda en Argentina sino como una historia de la izquierda argentina. Es decir, el escenario en el que se inserta la izquierda no es sólo el lugar donde acontece esa historia sino un factor determinante de la saga de nuestra izquierda. Para definir los perfiles de ese escenario me apoyo mucho en una visión sobre ese período que fui elaborando mientras trabajaba en otros temas: la historia de las clases propietarias, la historia del desarrollo agropecuario, la historia política, la historia económica, etc. Ver nuestro pasado desde estos ángulos de observación me hizo muy sensible al gran potencial integrador que, durante mucho tiempo, caracterizó a nuestro país o, para ser más precisos, a las ciudades y campañas de la región pampeana. Esa capacidad de incorporar fue posible, en primer lugar, por el notable dinamismo económico de la era agro-exportadora, que se tradujo en indudables avances en el terreno del bienestar de las mayorías. La existencia de un horizonte de futuro para las clases populares hizo que, en nuestro país, la promesa del progreso individual o familiar fuera más poderosa que la de la solidaridad (o el interés común) de los explotados. Esto, que fue muy problemático para los críticos del orden establecido, lo veo muy poco reflejado en los trabajos sobre nuestra izquierda.
Algunas interpretaciones sobre las izquierdas y los sectores populares en tiempos del llamado “orden conservador” u “oligárquico” enfatizaron (y diría, aún enfatizan) en una suerte de “historia negra”, de exclusión, desigualdad y represión, frente a una mentada “historia rosa”, la de la “aventura del ascenso social”, a la que achacan un tufillo liberal. Entiendo que estas interpretaciones no son mutuamente excluyentes y que, en muchos casos, se trata de ver cómo se reparte –política e ideológicamente– la carga en los platillos del balance histórico. ¿Cómo ves desde tu perspectiva la cuestión?
Lo que advierto es que, con demasiada frecuencia, la mayor parte de las narrativas sobre la historia de nuestra izquierda de la era agroexportadora, o liberal, o como quieras llamarle a la etapa que va hasta la Gran Depresión, subrayan el rechazo de las mayorías al orden capitalista, la naturaleza conflictiva de la sociedad urbana, la represión estatal: sus grandes momentos son, por ejemplo, la Ley de Residencia o la Semana Trágica. Este punto de partida lleva, naturalmente, a delinear una historia cuyo tema central es la formación de una cultura obrera, o popular, de fuertes aristas antisistema. No reconozco a la sociedad argentina en muchos de esos retratos, que suelen inspirarse en las historias de los estados del continente europeo que forjaron izquierdas poderosas, estrechamente ligadas a la experiencia obrera y sindical. Sobre esos casos se han escrito libros hermosos, que todo historiador debiera conocer. Pero me parece que esos modelos no siempre ofrecen la mejor guía para entender a la política popular de nuestro país, que tuvo otra trayectoria.
«La existencia de un horizonte de futuro para las clases populares hizo que, en nuestro país, la promesa del progreso individual o familiar fuera más poderosa que la de la solidaridad (o el interés común) de los explotados».
¿Podrías desarrollar brevemente este argumento, ya que ocupa un lugar destacado en tus últimos trabajos?.
Más allá de episodios de violencia y lucha, que los hubo, grandes y pequeños, y que debemos incorporar en nuestros relatos, hay que recordar que, cuando las clases populares tuvieron la oportunidad de expresar abiertamente sus preferencias, desde 1912-16, votaron por radicales y conservadores, y luego al peronismo, dejando a la izquierda de lado. Y si algunos votos fueron para la izquierda, esos votos casi siempre los cosecharon sus vertientes moderadas: el Partido Socialista, el Partido Socialista Independiente. Para entender mejor este fenómeno creo que los estudiosos de nuestra izquierda debemos dialogar más abiertamente con lo que otros historiadores –de la sociedad, la economía, la política– han escrito en las últimas tres décadas, que nos muestran otros rostros de la sociedad argentina. Solemos prestarle demasiada atención a las autorepresentaciones de los grupos de izquierda, a las voces de su prensa y sus intelectuales, sin reparar lo suficiente en que estamos frente a actores, no frente a observadores. Es como si quisiéramos entender qué es la izquierda de nuestros días leyendo Prensa Obrera o La Izquierda Diario. No lo olvidemos: la izquierda representa un conjunto de piezas que deban encajar en un rompecabezas más grande. Para decirlo parafraseando a Gramsci: escribir la historia de la izquierda es equivalente a “escribir la historia general de un país desde el punto de vista monográfico.”
Entiendo que te referís a la necesidad de una suerte de reconversión de la mirada, a abordar el objeto histórico de las izquierdas con otro prisma. Incluso apartándose –aunque sí contando con sus aportes– de la por otro lado muy sugestiva matriz propuesta por estudios clásicos como los de Edward Thompson, Eric Hobsbawm o Geoff Eley, por citar algunos ejemplos de la historia social británica, usualmente tomados como modelos. ¿De qué modo debería darse este nuevo acercamiento desde la academia?
Sí y no. Me coloco en la huella de esos grandes historiadores, cuyos aportes expanden nuestro horizonte cognitivo. Son los gigantes desde cuyos hombros vemos más lejos. No podríamos avanzar sin su ayuda. Creo, por ejemplo, que la categoría de experiencia que nos legó Thompson tiene un potencial analítico formidable. Por eso lamento que a veces hagamos un uso demasiado acotado de ese concepto, muy sesgado hacia el estudio de aquellas dimensiones de la experiencia popular asociadas al conflicto de clase y la construcción de una comunidad –política, gremial, social, cultural– de los explotados. Me parece que debemos hacer apropiaciones más amplias y creativas del concepto de experiencia, toda vez que el antagonismo de clase, en sus diversas manifestaciones, sólo constituyó un aspecto –y creo que no siempre el más importante– de la experiencia popular en nuestro país. Argentina también fue un país que se movió al ritmo de las aspiraciones de movilidad social, y desde muy temprano un país con amplias clases medias. Tenemos que integrar estos fenómenos en nuestra visión del mundo en que la izquierda debió jugar su suerte. Y para avanzar por esta senda, y en línea con lo que veníamos diciendo, tenemos que darle mayor relevancia a preguntas como: ¿de qué modo los activistas de izquierda lidiaron con las dificultades que nacían de interpelar a un mundo popular que, en base a su propia experiencia, confiaba en las posibilidades de progreso en el marco del orden establecido? ¿En qué medida y de qué modos ese terreno poco fértil para la difusión del ideario igualitario condicionó, desde el comienzo, las opciones de socialistas y comunistas? ¿Cómo vivieron las clases populares la experiencia de convivir con una izquierda que muchas veces los interpelaba con argumentos que no terminaban de convencerlas, toda vez que desentonaban con aspectos centrales de su propia experiencia? En fin, tenemos que abordar los procesos de constitución de identidades populares –procesos sobre los que la izquierda incidió relativamente poco, sin duda menos que otras fuerzas políticas que no creían tanto en las virtudes de la lucha de clases- con la mente abierta. La antorcha de Hobsbawm o Thompson, con todo lo poderosa que es, no puede ser la única que ilumine nuestro camino.
Tu reflexión dispara la importancia de todo otro conjunto de obras de referencia clásicas. Por un lado, al provocador interrogante de Werner Sombart –retomado por el gran historiador norteamericano Eric Foner y aquí más recientemente por el sociólogo Juan Carlos Torre– sobre por qué no hubo un fuerte movimiento obrero socialista (o de izquierdas en un sentido amplio). Por otro lado, lo que decís se asemeja a lo que José Luis Romero planteara ya a mediados del siglo XX como el peso que tuvo en la experiencia histórica de los sectores populares de la “Argentina aluvial” lo que él llamó la “ideología del ascenso social”. No por nada ubicaba, por ejemplo, a socialistas y radicales en una misma corriente general de la “democracia popular”. ¿Tu propuesta implicaría entonces instalarse –con nuevas herramientas disciplinares y a la luz de los aportes historiográficos de las últimas décadas– en una perspectiva que se reconoce en ese planteo clásico?
La discusión que abrió Sombart nos ayuda a desprovincializar la trayectoria histórica de la izquierda, pues invita a dejar de lado la idea de que Europa debe ser el patrón de medida con el que juzgar su desarrollo. Su gran pregunta (“¿por qué al socialismo no le fue bien en Estados Unidos?”), mutatis mutandis, también nos interpela a nosotros. No me gustan tanto las formulaciones “¿por qué no?”, ya que remiten a la idea de una falta, o un desvío; me atraen más, en cambio, preguntas del tipo de: “¿en qué contexto tuvo que desenvolverse la izquierda y qué factores pusieron un techo de cristal a su expansión, o la llevaron en cierta dirección?” Y creo que Romero nos ayuda a responder estos interrogantes. Hay muchos elementos que rescatar en su visión de la Argentina liberal como una sociedad abierta, magmática, en rápida transformación, que creaba un contexto poco favorable para la cristalización del tipo de identidades de clase y del tipo de antagonismos que son tan importantes para la emergencia de una izquierda poderosa. Fue un gran historiador, no tengo dudas. Todavía hoy es un placer leerlo. Pero no fue el único de los que, habiendo forjado su mirada sobre el país antes de 1930, pensaba de esos términos. Creo, de todos modos, que ya no podemos mirar a la Argentina a través de sus ojos. Romero tenía una visión muy optimista sobre el futuro de nuestra sociedad, y confiaba en que el socialismo democrático era la fuerza político-cultural que, más tarde o más temprano, conquistaría a las masas para un programa de reforma de signo progresista y democrático. Y también pensaba que eso sucedería sin grandes conflictos o conmociones.
Una sociedad donde el conflicto de clase o no ocupaba un lugar de peso o, al menos, podía ser canalizado a través de fuerzas políticas que llevaban décadas disputándose una representación popular más que de clase.
Romero sólo ponía el conflicto en el centro de la escena para que luego apareciera el acuerdo, como momento analítico necesario para alcanzar una síntesis superior. Tenía fe en el progreso. Todos los que forjamos nuestra visión sobre el país luego de la barbarie de la década de 1970, y en particular de la barbarie de los años del Proceso, y del brutal retroceso socio-económico que vino después, ya no podemos compartir ese tipo de optimismo. Puede que a algunos nos anime la esperanza, pero ya el optimismo. Y me parece que este cambio de perspectiva nos obliga a plantearle otras preguntas al pasado. Interrogantes que obligan a dirigir la mirada no sólo hacia los costados más amables de nuestro pasado, aquellos que nos presentan a la historia argentina como una historia de ascenso. También nos fuerza a mirar aristas más desagradables. Su propensión al conflicto, sus bloqueos socio-políticos. En lo que concierne a los temas de esta conversación, creo, ello también obliga a interrogarnos, por ejemplo, por los costados plebeyos, violentos, machistas, jerárquicos, de la cultura popular. Ya no podemos pensarla como si todo eso no tuviera más destino que esfumarse con el paso del tiempo, derrotada por la fuerza del progreso sociocultural. Ya no podemos narrarla, como lo hacía Romero –o como otros de inspiración nacional-popular o clasista intentaron hacerlo–, con la convicción de que tiene un final feliz.
«En la Argentina, la palabra pública de los intelectuales nunca pesó mucho. Esto tiene que ver, por supuesto, con que desde muy temprano tuvimos partidos políticos y grupos de interés muy poderosos, bien arraigados socialmente, que rara vez necesitaron que los letrados les explicaran cómo es el mundo».
Esa mirada de Romero, se sabe, estaba animada por convicciones de una izquierda moderada, de carácter genéricamente progresista. Los que vinieron más tarde ya no serían tan optimistas. Pienso en los gramscianos argentinos como José Aricó o Juan Carlos Portantiero, quienes partían precisamente del fracaso del socialismo para convertirse en la fuerza hegemónica en el proceso de democratización (también relativamente fallido para buena parte del siglo XX) del país. Asociado a las motivaciones de los historiadores, en un libro de entrevistas de mediados de la década de 1990 que hiciste junto a Javier Trímboli, como recientes graduados universitarios postularon: “Nosotros somos partidarios confesos de implicar a la experiencia historiadora como experiencia política”. A la luz de tu propia evolución como historiador profesional, ¿cómo se vinculan los trabajos más recientes sobre las izquierdas con una más tradicional pero siempre presente “historiografía (+/-) militante” sobre dicho objeto?
Me sumergís en el arcón de los recuerdos. Cuando escribimos eso, en 1994, tenía una conciencia muy vaga de la complejidad de los problemas que implica la relación entre historia y política. Sobre el tema que me interpelaba más directamente, el del vínculo entre preferencias historiográficas y opciones políticas, entendía poco. Creo que siempre tuve un costado tolerante, y cierta curiosidad por conocer otros mundos, que me salvó de cometer más errores en mi vida, pero aun así entonces suscribía la idea de que para cada problema historiográfico hay una sola respuesta, en general asociada a un punto de observación superior, desde el cual se ordena el mundo. En parte por eso, las ventajas y virtudes del pluralismo en la vida académica las fui descubriendo muy de a poco. En ese aprendizaje, la carrera de Historia, que cursé en Filosofía y Letras de la UBA desde 1987, no me ayudó mucho. En las aulas y los pasillos de Marcelo T y Puan aprendí muchísimo, y conservo hermosos recuerdos de esos años, pero la lección sobre el valor del pluralismo no formaba parte importante del cursus honorum. O, si existió, yo me la perdí. En este punto, mi paso por una academia más diversa, libre y tolerante como la británica, que conocí como estudiante de posgrado, fue más importante. Poco a poco fui advirtiendo que uno aprende, ante todo, de quienes ven las cosas de otro modo, desde otros ángulos. Y desde entonces aprecio mucho esta lección. Me gratifica especialmente la posibilidad de aprender de los y las colegas que piensan distinto (y digo también “las” porque, si bien el lenguaje inclusivo no me sale espontáneamente ni me resulta cómodo, sí me interesa destacar que, por fortuna, tenemos historiadoras de primerísimo nivel, que son la vanguardia de la innovación historiográfica en varios campos). Esto me confirma en la convicción de que es muy importante construir un ambiente en el que esas diferencias puedan florecer, esto es, una academia menos facciosa y menos tribal, más abierta a escuchar otras campanas, y a convivir con los que, pensando distinto, quieren dialogar. Esto es central para ayudar a los jóvenes a ser mejores historiadores de lo que somos los que ya estamos hace un tiempo trajinando los castigados archivos de nuestro país.
¿No ves una academia plural en la Argentina de inicios del siglo XXI?
Mucho menos de lo que me gustaría. Desde hace algo más de una década, desgraciadamente, hemos retrocedido varios casilleros en este camino, y por momentos veo a muchos colegas enfrascados en disputas que no son las nuestras y que tampoco ayudan a construir una mejor historiografía. El deterioro que se observa en la discusión pública y que señorea en otros campos, como el periodismo, donde abundan los predicadores de uno y otro bando, también nos afectó a los historiadores. Espero que pronto podamos tomar distancia de alineamientos político-ideológicos estériles, reproducidos por los que, a veces sinceramente, viven la fantasía de que las instituciones universitarias son un campo relevante de la lucha política. La política de los posicionamientos y los pronunciamientos sólo tiene verdadero impacto, y casi siempre negativo, hacia adentro de la profesión, y no sirve para mucho más que para deteriorar las instituciones donde se desarrollan la enseñanza y la instigación. Rebajan nuestro prestigio público y suman poco. Recordemos: nuestra política es muy plebeya, aprecia poco lo que los intelectuales –o, más modestamente, los profesores, que es lo que somos todos nosotros– tienen para decir. Ningún actor político de nuestro país está esperando a ver qué se proclama desde la cátedra universitaria para decidir en qué dirección avanza. El uso que se hace de nuestras ideas, en el caso de que se haga alguno, suele ser bastante instrumental.
Tu afirmación puede dar pie para muchas hipótesis, reflotar algunas más viejas por ejemplo de Tulio Halperin Donghi u otras más próximas en el tiempo, cuando la figura del intelectual –si es que sigue existiendo como la conocíamos– parece haber perdido el aura profética u orientadora que muchas veces se autoasignara. Pero, ¿en qué ejemplos estás pensando?
En la Argentina, la palabra pública de los intelectuales nunca pesó mucho. Esto tiene que ver, por supuesto, con que desde muy temprano tuvimos partidos políticos y grupos de interés muy poderosos, bien arraigados socialmente, que rara vez necesitaron que los letrados les explicaran cómo es el mundo. ¿Cuándo fue la última vez que algo que se dijo en algún círculo intelectual tuvo verdadero impacto en la manera en que la sociedad concibe su orden político? Creo que fue en 1983, cuando la Argentina repensó el significado de la palabra democracia. Desde entonces me cuesta pensar en voces muy escuchadas, capaces de redefinir un problema de cierto relieve, de incidir sobre el curso del drama que se despliega en el centro del escenario político. La estrella de Ernesto Laclau comenzó a brillar con fuerza después, no antes, del conflicto con el campo de 2008; lo suyo fue utilizado para justificar y luego alinear a la militancia más que para iluminar. ¿Cuáles fueron los aportes de Carta Abierta a la definición de la agenda política kirchnerista? Por momentos era cómico verlos acomodarse, a las apuradas, a los giros y contramarchas de la Casa Rosada. Una anécdota personal: un amigo kirchnerista que contribuyó a escribir el guión de los festejos del Bicentenario me comentó que, en las vísperas del 25 de Mayo, Cristina Fernández los recibió y conversaron un rato. ¿Sabés de qué les habló la presidente en esa noche en la que el kirchnerismo aspiraba a definir cuál era su lugar en la Historia? Su visión histórica estaba matrizada por lo que Jorge Abelardo Ramos había dicho en los años ‘60, y que ella había absorbido como estudiante. Ni Laclau ni Carta Abierta la habían movido mucho de allí. ¿Y las contribuciones del Club Político o de los intelectuales afines al PRO? Me parece que su incidencia sobre el gobierno Macri y Cambiemos no fue mucho mayor que la que tuvo Carta Abierta sobre el gobierno anterior. A Alfonsín le gustaban los intelectuales; a todos los que vinieron después, bastante menos. Contra lo que a veces se dice, no veo que Macri le haya prestado mucha atención al pasado del que, me parece, ni siquiera tiene una visión medianamente coherente. Le basta con la idea de que descarrilamos “hace 70 años”. Alguna vez le escuché a Tulio Halperin Donghi esta sentencia: nuestras disputas son como batallas navales en un vaso de agua. A veces pienso que concedía demasiado: en un país como la Argentina, fuera de nuestro mundo, esos combates se entienden poco y se les presta muy escasa atención.
¿Entonces pensás que intelectuales y poder o, más precisamente, historia y política…?
No tan rápido. Me considero fiel a esa formulación que citabas hace un momento. No del modo en que lo hacen los historiadores militantes (de uno u otro signo), esos que ya tienen la respuesta a todos los problemas, o que ya están alineados. La inspiración de esos historiadores no me parece mejor que la de los colegas que están dominados por el carrierismo, esos que eligen sus temas y su manera de abordarlos de acuerdo a cómo perciben que se estructura la demanda académica. Pero sí en el sentido de que nuestra tarea como historiadores sólo puede justificarse en la medida en que contribuya a enriquecer la discusión pública, a comprender mejor dónde estamos parados y, de este modo, a expandir las fronteras del debate ciudadano. Con todas las mediaciones que quieras, ésta es para mí su principal función, la que vuelve razonable que algunos de nosotros recibamos un salario (bastante magro por cierto, sobre todo en estos días) que sale de los impuestos que pagan los contribuyentes. Por supuesto, también está el hecho de que somos parte de la maquinaria del sistema de educación superior, un sistema que tiene sus propias funciones (capacitar, seleccionar y establecer jerarquías, ampliar el horizonte intelectual de los estudiantes) que no viene a cuento discutir acá. Me interesa, en todo caso, referirme a aquellas zonas de nuestra actividad que involucran más directamente nuestra condición de actores (es cierto que de reparto) de la vida pública. En este sentido, creo que nuestra tarea tiene, además de una inspiración política, una función política: ofrecer insumos con los que enriquecer la conversación sobre temas de relevancia pública. Allí radica mucho de su valor social, y estoy convencido de la necesidad de defender esto. Y para servir bien esa función política creo que, además de dejar caer algunos adjetivos aquí y allá, nuestras reconstrucciones tienen que estar informadas por preguntas relevantes, asociadas con ciertos valores, y conectadas con cierta manera de pensar el mundo social. Pero advierto bien que no siempre es sencillo estar a la altura de esa exigencia, y no podría decir si yo estoy a la altura. A veces dudo. No es fácil en ninguna parte y menos en la Argentina, entre otras cosas por la manera en que está estructurada nuestra discusión ciudadana, y por el lugar periférico que los académicos tenemos en ella.
En cuanto a esa función política en un sentido amplio, como en otras latitudes, una buena cantidad de historiadoras e historiadores –al igual que sus colegas de las Ciencias Sociales en general– mantienen en Argentina una intervención sostenida en medios de comunicación o publicaciones de cierta circulación, digamos, extramuros. Entendiendo que son voces necesarias y que también se nutren de ese debate como motivación para su métier, ¿considerás que en los últimos años estos actores han aportado positivamente a ese debate o, por el contrario, han solido caer en su degradación? ¿Formatos actuales como las redes sociales en sus diversas variantes favorecen ese compromiso con el debate público de los académicos o, al volverlo más inmediato y hasta reactivo, los hace caer en lo que parecen ser las generales de la ley?
Me he sumado a Twitter muy recientemente, empujado por el encierro que impone la pandemia, y recién me estoy formando una visión de primera mano sobre cómo funcionan las redes sociales. Llego muy tarde, y no sé si puedo agregar algo novedoso a la conversación sobre este tema. Refiero, sí, mi experiencia. Soy consciente de que el mundo de las redes tiene varias caras, no todas ellas agradables. Sin embargo, no cierro filas con los pesimistas que creen que el signo de la época es la degradación de la discusión pública. No quiero negar que hay fenómenos muy preocupantes en el horizonte, y transformaciones muy negativas en la manera en que funciona la esfera pública, que irritan en particular a los sectores más dotados de capital cultural. El mundo intelectual dominado por emprendimientos como el suplemento cultural de La Nación, o por Punto de Vista, o Les Tempes Modernes o la New Left Review, o Le Débat [no de forma casual, recientemente terminada por sus directores], o las publicaciones que quieras poner en esta lista, donde había mucho control (de calidad y del otro), ya no existe más. Y con eso algo muy importante se perdió, sin duda. De todos modos, prefiero nuestra disputa ruidosa y agresiva, y muchas veces sometida a manipulación, que los regímenes de debate más restrictivos, más jerárquicos y menos participativos que imperaron en épocas que se supone mejores. A veces es difícil ver todo lo bueno que ofrece el mundo de nuestros días al mirar el panorama desde nuestro país, que ha retrocedido tanto en estas últimas décadas en tantos planos, y que tiene un sistema de medios de comunicación politizado de maneras tan lamentables, con medios públicos y privados de tan baja calidad. Pero si sacamos el lente de la Argentina que, además de medios muy degradados, ha sido incapaz de aprovechar mucho de lo que la era de la globalización tiene para ofrecer, y prestamos atención a lo que nos dice el gran panorama, es difícil no concluir que nunca en toda la historia de la humanidad tuvimos una ciudadanía más educada y más informada, y mejor dotada de instrumentos para formar sus propios juicios. Gracias a las redes sociales, hoy casi todos leemos y compartimos información, escribimos y opinamos. Esto nunca antes había sucedido, al menos en esta escala, y me parece difícil no ver lo que significa como conquista democrática. No lo cambio por aquellos tiempos dorados en que Sartre o E.P. Thompson inspiraban a sus seguidores. ¿Qué lo que circula no siempre es de nuestro agrado? ¿Que la incorporación más plena de las mayorías a la conversación pública tiene costos para la ciudad letrada? ¡Claro! Lo supimos siempre, y yo estoy dispuesto a pagarlos. No me convence la postura de los que dicen lamentar, a la Hobsbawm, la erosión de las comunidades cerradas donde se forjaba una cultura obrera o popular, y hoy denuncian que las redes no nos ofrecen sino aquello que proviene de gente que piensa o siente como nosotros. Me inclino más por ver los aspectos positivos que ofrece la cultura de nuestro tiempo. ¿Qué hay duelos que hacer, y mucho trabajo por delante para mejorar para elevar la calidad del debate ciudadano, y el lugar de la historia en él? Por supuesto. Como ves, no soy tan optimista sobre la Argentina, pero creo que, en conjunto (y el conjunto comprende no sólo lo que sucede en las naciones más prósperas de Europa y América sino también en Asia y África, donde cientos de millones de personas salieron de la pobreza en las últimas décadas, están más educadas y tienen más control sobre sus vidas) el mundo hoy está mejor que hace medio o un siglo. Con todos los peros y todos los grises que quieras ponerle. En este sentido, vale la pena prestarle atención a contribuciones como las de Branko Milanovic. El único tema en que claramente estamos peor, mucho peor, es el de la crisis climática. En relación con todo lo demás, y dejando de lado el penoso caso de nuestro país –un país en retroceso económico y social, cuyo único logro relevante de este último medio siglo es el régimen democrático–, los que creen que el mundo ha empeorado en las últimas décadas deberían dejar de mirarse el ombligo.
«Además de ayudarnos a entender mejor la política popular, el ejercicio de ampliar la mirada también nos va a permitir entender mejor la travesía de la izquierda. Nos va a permitir tener visiones menos alienadas sobre qué significó este proyecto y, por tanto, sobre qué podemos esperar de él en el futuro».
Volviendo específicamente a tu trabajo como historiador, en tanto indagaste hace algunos años el tema desde la historia social, caso de tu Historia del turf argentino (Siglo XXI Editores, 2014), ¿qué relación de paralelismo o convergencia guardan la historia de las izquierdas con la historia de los sectores populares, que ha tenido un desarrollo importante desde la renovación académica de las décadas de 1980 y 1990? Teniendo en cuenta, además, el peso histórico en el país de movimientos nacional-populares que no se definían de izquierdas, para recordar el planteo de Romero.
Cuando comencé a orientarme hacia el estudio de las clases populares me interesó mucho el mundo del hipódromo. ¿La razón? Es historiográfica, no personal, porque con el turf no tengo nada que ver. Me atrajo porque, para los hombres del común de la era del caballo, el hipódromo era tan fascinante como hoy es el futbol para las mayorías de nuestro tiempo. Fue el espectáculo más popular de nuestro país por más de medio siglo. Una verdadera pasión de multitudes. Y esto es así porque si hay un país donde la cultura ecuestre popular tiene vigor es el nuestro. Argentina es “el” país del caballo: uno de los pocos en que el emblema y héroe nacional, el gaucho, es un pobre a caballo, donde todos andaban a caballo. Pero el turf es importante como objeto de indagación porque en el hipódromo, al igual que en la sociedad que lo alojaba, las clases populares observan y aplauden, pero no mandan. Mandan los de arriba. Ese hipódromo al que concurrían miles y miles de personas era un espacio de encuentro de clases, pero dominado por los de arriba. Los señores del Jockey Club eran, junto con sus caballos, los grandes protagonistas del espectáculo; sólo muy lentamente y con gran esfuerzo los jinetes pudieron ganarse un lugar central en el espectáculo, en parte gracias al aliento que bajaba de la tribuna. En esa sociedad no había nada similar, a la vez elitista y popular, y es por ello que cuando comencé a pensarlo me llamó la atención que nadie lo hubiese investigado hasta entonces.
Ese tipo de estudio te permitió comprender entonces fenómenos vinculados a los sectores populares y a una cultura del entretenimiento que podríamos calificar de policlasista, aunque con claras jerarquías, que a veces escapan a los trabajos más estrictamente políticos. ¿Qué explica eso entonces de las investigaciones sobre las izquierdas? ¿Lo que proponés sería ver algo así como una películas más amplia y superpuesta que la ofrecida por los fotogramas de los estudios focalizados en las variantes de las izquierdas?
Tenemos decenas de estudios sobre letrados de izquierda de poca monta, sobre pequeñas bibliotecas socialistas y periódicos anarquistas, sobre conflictos y huelgas que no tuvieron mayor incidencia ni para la izquierda ni para la vida pública… pero no teníamos nada sobre ese gran teatro del poder que fue el hipódromo, sobre el principal espacio público de interacción de clases de la Argentina preperonista. Y si esto es así es, en gran medida, por prejuicios ideológicos: la historia que cuenta el turf no puede encuadrarse fácilmente en las narrativas que describen a la historia de la sociedad argentina como la historia de dos conjuntos sociales (el pueblo trabajador y la oligarquía) en tensión, enfrentados. En síntesis: esta ausencia es una buena metáfora de los sesgos de nuestra historiografía sobre las izquierdas. Esto es, de una historiografía que tiende a concebir la experiencia popular como una experiencia de formación de una cultura de clase, de creación de organizaciones populares, de lucha y resistencia. Por supuesto, hubo mucho de esto, y no quiero menospreciarlo ni sacarlo del cuadro. Pero es importante reconocer que esto es sólo un aspecto del problema, y no siempre el más relevante, sobre todo en una sociedad en las que sólo una parte muy menor de las clases populares se sintieron o votaron a la izquierda, o vivieron en un mundo donde la izquierda tenía peso. Esto significa que la huella que dejaron las izquierdas en la cultura popular no puede ser nuestra principal guía para entender a las clases trabajadoras realmente existentes. De allí que necesitemos abrirnos a una agenda más amplia, que reconozca que los movimientos nacional-populares que mencionás, el yrigoyenismo y el peronismo, conectan con dimensiones de la experiencia popular muy antiguas, con una historia que hunde sus raíces en el siglo XIX, que tiene poco que ver con la izquierda. No lograremos capturar esa historia si enfocamos nuestra atención, de manera predominante, en el mundo de la izquierda y sus creaciones políticas, gremiales y culturales. Además de ayudarnos a entender mejor la política popular, el ejercicio de ampliar la mirada también nos va a permitir entender mejor la travesía de la izquierda. Nos va a permitir tener visiones menos alienadas sobre qué significó este proyecto y, por tanto, sobre qué podemos esperar de él en el futuro.
Parecería que la historia política tiene aún mucho que aprender, por ejemplo, de la riqueza de abordajes que propone la historia cultural y que, de hecho, jugó un papel significativo en la renovación de aquella. Algunos de estos enfoques “híbridos” se conocen como “historia cultural de la política” o de las “historia de las culturas políticas” precisamente por el imperativo de encontrar puntos de contacto, tensiones y resignificaciones de esos espacios políticos. Desde que se emprendió ese camino de aggiornamiento en nuestro país, existe un diálogo teórico y disciplinar de las investigaciones locales con desarrollos historiográficos de otras latitudes. Ello en tanto las izquierdas constituyen en su definición clásica un tema de alcance transnacional y hoy día diríamos global, para apelar a un prima cada vez más importante en espacios historiográficos como el anglosajón, el alemán o el francés. Lo mismo ocurre actualmente con otros objetos de estudio como las derechas, el reformismo o, en un sentido más amplio, la historia intelectual. Al respecto, ¿qué escuelas, corrientes o teorías han sido las más recorridas y las más fructíferas para direccionar estas indagaciones?
No quisiera formular un decálogo de escuelas o autores, entre otras cosas porque pretendo que esta conversación sea amigable con lectores que no son historiadores profesionales. Esto es La Vanguardia, no el Boletín de la Academia Nacional de la Historia. Pero sí me parece importante llamar la atención sobre dos aspectos. Al primero ya me referí: la necesidad de que los estudios sobre la izquierda dialoguen más con los trabajos que nos presentan visiones globales de la sociedad argentina, que es donde debemos insertar nuestros estudios sobre la izquierda. Y en segundo lugar, cuando miramos hacia afuera de nuestras fronteras, creo que es importante poner en nuestro radar a la historiografía que explora casos nacionales o regionales que presentan similitudes. Esto significa, por ejemplo, prestar más atención a la literatura sobre los países o regiones que en la Primera Globalización tuvieron capitalismos muy expansivos, estados liberales, altas tasas de urbanización, mercados de trabajo dominados por la oferta y fuerte presencia inmigrante. Creo que mirando más a en esa dirección aprenderemos tanto o más que mirando las grandes experiencias socialdemócratas o anarquistas europeas que nuestra izquierda tanto apreciaba. Invito, por tanto, a hacer un esfuerzo mayor para escribir historias más situadas, más sensibles no sólo a la “oferta” de la izquierda sino también a la “demanda” popular. Y para ello es fundamental poner muy de relieve el contexto de recepción de las propuestas de izquierda. El impacto de ideas, tradiciones y formas de organización está muy determinado por las características del ambiente en el que se insertan. Como ves, yo creo que el cuadro tiene más poder explicativo que el perfil de la figura que está en primer plano.
¿El campo académico argentino y el sistema de publicaciones nacional e internacional han potenciado o favorecido esta producción historiográfica sobre las izquierdas? ¿O, como bien decís, la misma generalidad de alcance de las revistas más importantes del país privilegian menos el nicho que una producción temáticamente más dialógica?
En nuestra cultura académica impera el progresismo, en sus distintas ramas o familias: la de izquierda clasista, la nacional-popular, la de izquierda democrática, etc. Me estoy refiriendo, claro, al universo de las ciencias sociales y las humanidades, y en particular a lo que sucede en las universidades y el sistema de investigación públicos. No extraña que, dada esta preferencia, la producción historiográfica sobre la izquierda ocupe un lugar relevante, de hecho más importante que el que la izquierda posee en la sociedad, el mundo sindical, la política. Esto se observa tanto en la producción académica como en el sistema de publicaciones, cuyo público es, en esencia, el universitario. La importancia de la producción académica sobre las derechas –que, como sabemos, tampoco tiene gran peso social y político en nuestro país– creo que se explica en gran medida por el mismo fenómeno. Nos gusta hablar de nuestros temas, así como de nuestros rivales en el plano de las ideas, y solemos darle una envergadura mayor a la que en verdad tienen. El medio, en cambio, está más desatendido.
«Deseos y esperanzas, promesas y visiones de futuro, son factores centrales en la vida pública. Pero la oferta política no actúa en el vacío. No fue azaroso que la Argentina sobre la que estamos conversando tuviera una política de signo moderado y reformista, y que le diera la espalda a las ofertas más extremas, tanto de derecha como de izquierda».
Sobre esto último, ¿a qué ejemplos podrías referir?
¿Cuántos trabajos tenemos sobre el pensamiento de Juan B. Justo, y cuántos sobre figuras como Rodolfo Rivarola, José Nicolás Matienzo o Moisés Lebensohn que, todo indica, no fueron menos influyentes sobre las elites dirigentes o en la vida pública nacional? Mucha más gente ha escrito sobre el sacerdote Gustavo Franceschi que sobre Rodolfo Moreno. Y como, además, los letrados nos sentimos cómodos hablando de ideas, con frecuencia exageramos la relevancia de las ideas y de los productores culturales. No siempre tenemos en cuenta que, para los grupos que ocupan posiciones marginales en el campo del poder, la cultura suele ser bastante más amigable que la política. Pongo un ejemplo, tomado de otra familia: se habla mucho del eco popular de FORJA, del revisionismo histórico, de la importancia de autores como Arturo Jauretche. Formaron a generaciones enteras, se dice a veces. Pero no nos engañemos. En 1961, cuando era una verdadera celebrity, y sus libros se vendían de a miles, Jauretche se presentó de candidato a senador por la Capital Federal. ¿Cómo le fue? No lo votó casi nadie: esa elección la ganó Alfredo Palacios (cuyos libros e ideas estaban más cerca del mundo de Roca y Pellegrini que del de Fidel Castro), con unos 320.000 votos, mientras que la voz más afilada y potente del pensamiento nacional sacó quince veces menos. Con apenas el 1,5 % de los votos, Jauretche protagonizó el episodio freak de esa elección. Esa humillación le sirvió para corroborar que lo suyo eran la pluma y la palabra, y que aspirar a una banca en el Senado de la Nación le quedaba grande. Si hubiera tenido capacidad de reírse de sí mismo, su paso en falso podría haberle servido para ilustrar algún argumento del Manuel de zonceras argentinas que publicó pocos años más tarde. Ojo: lo que le pasó a Jauretche vale para todos. Para los que están del lado derecho de la cerca, pero sobre todo para los que nos simpatizan y en particular para los que están en la franja izquierda que, dada su conocida condición de tradición amante de la letra de molde, siempre tuvieron más palabras escritas que votos esperándolos. Creo que esto explica por qué nuestro mapa del conocimiento sobre los productores de ideas insertos en el campo político cubre con mayor densidad algunas zonas que, cuando uno analiza el resultado de las elecciones o las preferencias de las mayorías, no son tan relevantes. Si queremos entender mejor a la Argentina, eso tenemos que corregirlo.
Me interesa volver luego sobre esa afirmación final. Ahora bien, hacia 2001, en un balance de la producción de la disciplina publicado en la revista Punto de Vista, aseguraste que “en muchos terrenos, antes que una renovación sustancial de las problemáticas que vuelcan a los historiadores al análisis del pasado, los estudios contemporáneos no hacen sino volver (es cierto que de modo más erudito e informado) sobre preguntas y problemas que ya marcaron etapas previas de la reflexión histórica argentina”. Hoy día, con dos décadas de diferencia respecto de dicha reflexión y a la luz de tus respuestas anteriores, ¿cuáles serían aquellas vetas temáticas que todavía deben ser exploradas con mayor profundidad y cuáles lo son potencialmente a futuro sobre este tipo de fenómenos históricos?
Lo que entonces escribí no hizo justicia a toda una serie de novedades que por entonces estaban teniendo lugar en la historiografía. Esas novedades eran muy importantes, ya que desafiaban los relatos construidos en las dos o tres décadas previas. Por suerte, algunos colegas se ocuparon de reparar mi error. Muchas de esos desarrollos ya han cobrado forma madura, y están sobre la mesa. La narrativa política del siglo XIX ha cambiado completamente. Pero antes que señalar qué vetas y caminos se han abierto (lo que puede dar lugar a un balance sesgado o complaciente, o a injustas omisiones), me gustaría poner de relieve algunas implicancias para nuestro trabajo de historiadores de la izquierda. Creo que las novedades más importantes se despliegan en dos planos. Por una parte, hoy vemos a la política del siglo XIX bajo el prisma de la historia de una república en construcción, que desde muy temprano estuvo marcada por la presencia popular. El estado no se construyó a espaldas o contra las clases populares. De la independencia a Yrigoyen, la política –en la era de las guerras civiles, en la rosista, en la liberal– fue más consensual e inclusiva de lo solían pensar los historiadores de otros tiempos.
¿Y el otro?
El otro plano relevante se refiere a algo que ya mencioné, y que ayuda a explicar por qué el orden político pudo ser generoso con la participación de las mayorías. Esas demandas pudieron ser tramitadas, las más de las veces, por las instituciones políticas. A grandes rasgos, eran compatibles con el tipo de nación que los grupos dirigentes aspiraban a construir. Y eran compatibles porque, como hoy sabemos, el capitalismo agrario tuvo desde temprano un gran poder integrador, que desde muy temprano dio forma, en el campo y sobre todo en la ciudad, a una sociedad muy abierta y muy dinámica, al menos para los estándares del siglo XIX. Todo esto es importante porque nos invita a concluir que la experiencia popular se forjó en el molde que le ofrecieron una economía y un orden político-institucional mucho más amigable para las clases populares que el que describieron, para mencionar algunos nombres importantes, un poco al azar, José Aricó y Ricardo Falcón, o el propio Juan Carlos Torre. Creo que la historia de la izquierda todavía no ha sacado todas las conclusiones que se derivan de estas premisas.
En tu perspectiva, los procesos socio-económicos –estructurales podría decirse– parecen operar de forma más o menos directa sobre las opciones políticas de los distintos períodos en tanto determinan las características de la “demanda” de los distintos sectores de la sociedad. ¿Ello no pone límites o al menos matiza a los análisis que plantean una mayor autonomía de la política (como fenómeno en general y como objeto histórico en particular)?
Creo que el análisis de los actores del campo político es, en sí mismo, insuficiente para entender cómo funciona la política y, en particular, para explicar por qué ciertos proyectos son más exitosos que otros, y por qué las sociedades se transforman en ciertas direcciones y no en otras. La comprensión de estos fenómenos obliga a poner en relación la dimensión programática e identitaria de la política con el otro hemisferio, el determinado por aquello que una sociedad reclama o hace posible. Por supuesto, esto no significa que esa demanda debe verse como algo que pre-existe a la constitución de una interpelación política, o que puede reducirse a cuestiones de tradición o interés. Deseos y esperanzas, promesas y visiones de futuro, son factores centrales en la vida pública. Pero la oferta política no actúa en el vacío. No fue azaroso que la Argentina sobre la que estamos conversando tuviera una política de signo moderado y reformista, y que le diera la espalda a las ofertas más extremas, tanto de derecha como de izquierda.
¿Considerás que existe actualmente, por un lado, una cultura de izquierdas y, por otro lado, un público general capaces de dar una buena acogida a estos trabajos desde la divulgación histórica?
Por lo que decía antes, no sólo creo que existe una cultura de izquierdas sino que esa cultura está bien representada en nuestras instituciones de educación superior, que le dan una plataforma para expresarse, y que le aseguran un lugar muy visible en el sistema de medios de comunicación. Por supuesto, parte de su vitalidad también le viene del hecho de que es, por tradición, de todas las culturas políticas, la más amante de la letra: se llega al conocimiento a través del libro. Es una cultura minoritaria pero que por momentos alcanza un gran influjo en el debate público porque logra sintonizar con el humor antielitista que domina en otras culturas políticas que valoran menos la ilustración libresca, como la nacional-popular. Todo esto le da una irradiación muy considerable. Respecto a la relación de la cultura de izquierda con la divulgación histórica, creo que enfrenta problemas similares a los de otras tradiciones. En ese terreno entran a tallar, por una parte, la lenta y siempre problemática construcción del campo intelectual de la disciplina, y la debilidad de las instituciones académicas, que tienen poca incidencia en la regulación de la producción destinada al gran público. Eso hace que, a veces, falte control de calidad en la producción histórica. Y luego, la divulgación debe acomodarse a un terreno donde el bagaje de los lectores cuenta mucho. En general, los lectores argentinos no tienen tanta versación histórica. En estas circunstancias, no debería extrañarnos que la pelea de fondo por el dominio de ese terreno en las últimas décadas se haya librado entre figuras como José Ignacio García Hamilton, Pacho O’Donnell o Felipe Pigna.
«Lo que Binner representó entre su llegada a la gobernación de Santa Fe en 2007 y ese segundo puesto en las elecciones presidenciales de 2011 fue muy valioso. Ojalá los próximos años nos brinden la oportunidad de reconstruir un proyecto inspirado en ese legado y en esos valores».
En las elecciones presidenciales de 2011 un granado conjunto de intelectuales y académicos, en donde revistaban varias historiadoras e historiadores de peso, firmó una solicitada en favor de la candidatura del socialista Hermes Binner. En comicios más recientes algunos de ellos, como parece haberse hecho costumbre, también se pronunciaron pero no en apoyo de referentes políticos de izquierdas. A tu entender, ¿tienen todavía las filiaciones y afinidades políticas –identitarias, ideológicas o incluso partidarias– un lugar legítimo y visible en las motivaciones de los historiadores? ¿Cómo tramitás esta dimensión subjetiva –si existe– en tu caso personal? Algo que era más evidente para posturas socialdemócratas cuando existían revistas como Punto de Vista o espacios como el Club de Cultura Socialista.
En torno a la figura de Binner cobró forma una esperanza: la de recrear una fuerza de centro-izquierda capaz de ganarse un lugar importante en el escenario político nacional. No tan grande como para constituir un partido mayoritario, y tampoco un partido de gobierno. Pero sí una fuerza capaz de arrastrar un cuarto o un quinto de los votos que, llevando como bandera el ejemplo de su buena gestión en Rosario y luego en la provincia de Santa Fe, se insertara entre el peronismo y una coalición de centroderecha y, desde ese lugar, tuviera incidencia en la construcción de la agenda política nacional. Una fuerza capaz de poner coto a las tendencias autoritarias, decisionistas y corruptas del peronismo kirchnerista (la “democratización de la justicia”, la destrucción de capacidades estatales y la falsificación de la estadística pública, los negocios sucios que manchan a la cúpula del poder y que la causa de los cuadernos puso de relieve) pero que lo acompañara en la tarea de restañar las heridas sociales que fueron dejando varias décadas de retroceso económico y aumento de la pobreza, acentuadas por el colapso de la convertibilidad. Y que lo obligara a proponer un programa económico menos miope y anacrónico que el que llevaban adelante funcionarios como Guillermo Moreno, esto es, más atento a la necesidad de atender los muy serios problemas de crecimiento que desde hace mucho tiempo caracterizan a nuestra economía. En fin, que pudiera poner de relieve el valor del uso transparente y eficiente de los recursos públicos (en contraste con el lamentable récord del gobierno kirchnerista en este campo) sin desmedro de la vocación por atenuar la desigualdad social (la diferencia con la coalición de centroderecha). Que ese proyecto no lograra despegar, y que fuera desplazado por otro armado en torno a la figura de Macri, fue una de las grandes frustraciones de esta última década. Un sistema político articulado en torno a tres polos -aun admitiendo que el socialista iba a ser considerablemente más chico- hubiera hecho mejor a la Argentina. Le tocó jugar su suerte en un momento difícil, cuando el gobierno de Cristina Kirchner hizo muchos esfuerzos para embellecer el presente de las clases populares a costa de hipotecar su futuro. Cuando Macri llegó a la presidencia, muy poco de lo que Binner representó en 2011 quedaba en pie. Yo fui de los que firmé esa solicitada a la que hacés referencia y, hace un tiempo, al volver a leerla, advertí que allí había nombres que luego fueron en direcciones muy distintas, y que poco y nada tenían con lo que Binner quería hacer. De hecho, varios de ellos luego se sintieron atraídos por la propuesta de Macri. En alguna medida, eso muestra que lo de Binner en 2007-2011 (en particular su segundo lugar, con el 17 %, en las elecciones presidenciales de 2011) fue un producto tardío de la crisis política de 2000-2002 y del derrumbe del radicalismo, y habrá que ver si es posible reconstruir una fuerza de centro-izquierda de cierta envergadura una vez que se ha consolidado una oferta como la de Juntos por el Cambio. Ese tercer espacio del campo político es por definición muy inestable, sobre todo en una cultura política como la nuestra, que una y otra vez tiende a articularse en torno a dos polos. Pero no nos adelantemos. Lo que Binner representó entre su llegada a la gobernación de Santa Fe en 2007 y ese segundo puesto en las elecciones presidenciales de 2011 fue muy valioso. Ojalá los próximos años nos brinden la oportunidad de reconstruir un proyecto inspirado en ese legado y en esos valores. Si esto sucede, si aparece una figura que otra vez recoja esas banderas, creo que puede volver a concitar tantas adhesiones entre los profesores universitarios con alguna vocación pública y convicciones democráticas y reformistas como las que Binner en su momento concitó. Es difícil, pero el futuro está abierto. Siempre.
La cuestión a la que aludís es fascinante, al menos como referías más arriba para quienes estamos inmersos en los debates académicos pero mantenemos una mirada estrábica hacia la política, pero nos estamos quedando sin tiempo. Finalmente, me interesa saber después de este recorrido por dónde discurren actualmente tus inquietudes historiográficas, sobre qué te encuentra produciendo y cuáles son tus proyectos a futuro.
Estoy intentando darle forma a una historia de la política popular en la Argentina que va de Roca a Perón. Si los archivos vuelven a abrirse pronto, y si el trabajo avanza bien, en algunos años tendré un libro para sumar a la conversación.