El populismo es un fenómeno tan sobreanalizado como, la mayoría de las veces, juzgado. Entre las imprecisiones conceptuales y las tomas de partido, un llamado a analizar y comprender un fenómeno tan caro a nuestra contemporaneidad.
En los albores del siglo XXI distintas intervenciones académicas parecían haber encontrado, por fin, la piedra de toque del populismo en tanto fenómeno político contemporáneo. Se hablaba, es cierto, de la construcción de un pueblo, la dicotomización necesaria de un espacio comunitario, la equivalencia de demandas eslabonadas que confluyen en un símbolo o líder y, en general, de la puesta en cuestión del orden vigente. Todos estos eran, al parecer, los elementos primordiales de una configuración populista. Pese a lo anterior, y debido a su propia inercia, aquellos elementos del populismo sostenidos por diversos pensadores se tornaron en ejes de profundos debates. No era para menos, si tenemos en cuenta que muchos de los postulados mencionados antes, como fue el caso paradigmático de Ernesto Laclau, parecían decantar en una triple sinonimia: populismo-hegemonía-política. Así, quienes creían haber diseccionado molecularmente el populismo parecían también haberse dejado deslumbrar por sus hallazgos: el populismo terminaba siendo la política tout court o resultaba caracterizado como el deber ser de la política para sortear las distintas crisis que trajo consigo el capitalismo global.
A estas desalentadoras conclusiones ‒desalentadoras, digo, respecto a la especificidad del populismo y las cuales, ciertamente, suscitaron interesantes debates‒ se le sumó, por así decirlo, una triste y contundente realidad: para la mayoría de los habitantes del hemisferio occidental, lejos de significar “la construcción de un pueblo”, el populismo sigue siendo lo mismo que demagogia, entendida como irresponsabilidad política, mezclada con promesas siempre diferidas de redención económica, es decir, la irresponsabilidad fiscal. Para no ir muy lejos, la apelación al peligro populista y su “retorno” se vivió con gran intensidad en las pasadas elecciones presidenciales en Argentina. En este contexto, el populismo fue entendido como la conjunción de ambas irresponsabilidades (política y fiscal) que, en definitiva, promovería el regreso de una figura carismática y autoritaria.
Para la mayoría de los habitantes del hemisferio occidental, lejos de significar “la construcción de un pueblo”, el populismo sigue siendo lo mismo que demagogia, entendida como irresponsabilidad política, mezclada con promesas siempre diferidas de redención económica, es decir, la irresponsabilidad fiscal.
Ahora bien, ¿qué hacer frente a esta aparente devaluación generalizada del populismo como concepto para pensar procesos políticos? Las opciones al respecto, como sabemos, son múltiples. La respuesta más inmediata es, y con toda razón, la más tentadora: rechazar al populismo como un concepto ‒a lo Giovanni Sartori‒ “perro-gato”, cuyo alcance analítico y comparativo es limitado y por ende, lo mejor sería dejarle morir de una buena vez, componerle un réquiem y pasar la página para siempre. Una segunda opción, recurrente en el entorno académico latinoamericano, es tomar más bien una posición ‒peyorativa o reivindicativa, da igual‒ y buscar la forma de sostenerla de manera teórica: ya sea como la configuración de un pueblo contra una antipueblo, cuya efervescencia más próxima se evidenció en los conocidos “gobiernos progresistas” de hace algunos años en la región, o ya sea como la desviación del régimen presidencialista que pervive en la región. De las dos maneras, los artículos, libros, textos, conferencias y compilaciones vendrán a reafirmar un punto de vista que se precipita a nominar a diestra y siniestra quiénes son populistas. Unos y otros, por cierto, luchan inútilmente contra ese tsunami de la liviandad existente en torno a las reflexiones sobre el fenómeno populista.
Resulta pertinente entonces preguntarnos si existe alguna alternativa al desprecio o a tomar partido dentro del debate que el concepto mismo ha suscitado. Si agarramos a modo de ejemplo el reciente libro Por un populismo de izquierda de Chantal Mouffe (Siglo XXI, 2018), en el que se sugiere que las reflexiones teóricas sobre el fenómeno populista deberían limitarse a dar ‒por así decirlo‒ ánimos a ciertos proyectos progresistas latinoamericanos y europeos, volvemos entonces a interrogar: ¿queda alguna alternativa para pensar al fenómeno populista o, en cambio, deberíamos renunciar definitivamente a su especificidad, a su comprensión? De hecho, ¿en qué consiste precisamente comprender un fenómeno político?
Algunas pistas al respecto las brinda Hannah Arendt en un genial texto llamado “Comprensión y política”, de 1953. Allí la autora propone reflexionar sobre lo que para ella es una tarea interminable y que no produce resultados definitivos: la comprensión. En este sentido, la pensadora alemana se pregunta por cómo salir de los “atajos” que se le presenta al analista para comprender un acontecimiento determinado. Dichos atajos, según ella, son recurrentemente dos: en primer lugar, el adoctrinamiento, esto es, la reflexión como “arma” para disputas políticas particulares; de este adoctrinamiento no surgen reflexiones para comprender un fenómeno sino clichés (“las palabras usadas con el propósito de combatir pierden su cualidad de discurso; se convierten en clichés”); y los clichés son el compuesto principal de todo mal libro (“sólo los malos libros pueden ser buenas armas”). Un segundo atajo, nos dice Arendt, es la equiparación de los acontecimientos que pretendemos entender con conocidos “males del pasado”. Al encontrar explicaciones por medio de la “sabiduría” de antaño, la novedad del acontecimiento es obviada para, en cambio, caracterizarla como el retorno de problemáticas indagadas en el pasado (por ejemplo, equiparar el totalitarismo con el régimen político de la tiranía). Comprender para Arendt, entonces, tendría como objetivo general darle significado a los acontecimientos; y dicho significado no se puede encontrar a través de los “malos libros” ni tampoco permaneciendo en un lugar cómodo de reflexión que nos brindan las herramientas analíticas heredadas de tiempos pretéritos.
¿No pueden ser pensadas estas reflexiones de Arendt como un llamado de atención a la tarea de comprensión que aquí estamos indagando? En el caso que nos convoca, la comprensión del populismo se ha visto más que tentada a recurrir a los atajos antes remarcados. Sería necio desconocer la proliferación ‒durante las últimas tres décadas, por lo menos‒ de libros-arma para “combatir” el populismo, que sigue y seguirá dando réditos a reconocidas empresas editoriales. Dicha proliferación, creo, ha logrado establecer clichés como formas primordiales de entender y combatir a las experiencias políticas consideradas como populistas. Un ejemplo casi grosero de esta cruzada antipopulista quedó plasmado en el bestseller de la guatemalteca Gloria Álvarez y el chileno Axel Kaiser. En su célebre (mal) libro, El engaño populista de 2016, los autores afirman que existen, al menos, “cinco desviaciones que configuran la mentalidad populista”: el “desprecio por la libertad individual” y su correspondiente idolatría por el Estado; un “complejo de víctima”; la “paranoia” anti neoliberal; “la pretensión democrática” de una concentración del poder; y finalmente, una “obsesión igualitarista” que deviene en corrupción.
Si bien el enfrentamiento contra el populismo de Álvarez y Kaiser efectivamente parece una caricatura, no por ello deja de reflejar a cabalidad una más general renuncia a comprender del fenómeno populista. El nombre “populismo” sirve así para endilgarle la representación de todo lo malo, a saber: corrupción, autoritarismo, demagogia, restricciones de mercado, etc.
Si bien el enfrentamiento contra el populismo de Álvarez y Kaiser efectivamente parece una caricatura, no por ello deja de reflejar a cabalidad una más general renuncia a comprender del fenómeno populista.
Arendt asegura que el origen de todo ejercicio comprensivo tiene como base justamente una “comprensión preliminar”, esto es, una serie de juicios y prejuicios, propios del “lenguaje popular”. De este “lenguaje popular” que permea la comprensión primigenia, surgen los “clichés políticos” y eslóganes que de alguna manera revelan un grado de entendimiento de los acontecimientos. En el caso de esta autora, por ejemplo, la “comprensión preliminar” relaciona al totalitarismo como un fenómeno que coarta las libertades; esto vendría a ser “preliminarmente” cierto, pero aquel rasgo se podría equiparar también con la coacción de ciertas monarquías o con el despotismo del Antiguo Régimen. Al parecer, si en la “comprensión preliminar” se gesta un camino hacia la iluminación de los acontecimientos, permanecer en ella no alcanza para dilucidar la especificidad de nuestros objetos de estudio.
Respecto a lo anterior preguntamos de nuevo: ¿qué nos dice la “comprensión preliminar”, en tanto “sentido común” ‒que para Arendt remite más al sentido de lo comunitario, lo que viven de común los hombres‒, del fenómeno populista? A primera vista, nos atrevemos a decir que el populismo reenvía constantemente a la relación directa (o inmediata) entre masa y líder carismático. Sin embargo, el problema de permanecer en esta reflexión ‒propia de la “comprensión preliminar”‒ es que nos retendría en los clichés políticos y nos limitaría a reconocer viejos “demonios políticos” en el populismo (un importante historiador argentino diría en 1956, por ejemplo, que el peronismo es “la máxima dosis” que puede aguantar la Argentina de un mal ya conocido: el fascismo). Efectivamente, son muy comunes los intentos por explicar al populismo a partir de “la sabiduría del pasado” referida por Arendt, es decir, como una variación actualizada de “males conocidos” del pasado. Así pues, no es difícil encontrar disquisiciones sobre el populismo latinoamericano que, pretendiendo auscultarlo a partir de lo que podrían evocar, lo relacionan con fenómenos tales como el cesarismo o, incluso, con el bonapartismo. De tal manera, la relación entre Lumpemproletariat ‒en tanto sinónimo de masa desorganizada‒ y un líder carismático aparece ante el analista como el escenario populista que, de tanto en tanto, se repite.
De tal manera, ‒como, por ejemplo, lo afirman varios historiadores de análisis de larga duración, como Waldo Ansaldi y Verónica Giordano‒ el populismo no vendría a ser más que una variante contemporánea del caudillismo latinoamericano (un “mal del pasado”), que remontaría sus raíces en el siglo XIX. Los vestigios oligárquicos se podrían encontrar en el populismo, específicamente como amplificación política de la relación “patrón-cliente”, propia de la unidad económica preponderante de la región: la hacienda. En síntesis, el populismo daría muestra de continuidad casi inmutable, yendo en detrimento de pensar sus rasgos novedosos.
Sobre la dificultad de comprender la novedad de un acontecimiento, se pregunta luego Arendt: ¿cómo es posible evaluar algo sin un patrón de medición? Si traducimos este interrogante al tópico populista, es claro que Ernesto Laclau buscó superar la “comprensión preliminar” existente sobre el fenómeno populista, sin embargo, transformar la carga negativa del fenómeno por su inevitable reivindicación analítica terminó llenando su obra más reciente de clichés propios de una comprensión primigenia. De hecho, que Chantal Mouffe hable de populismo de izquierda y de derecha en términos celebratorios y denigratorios respectivamente, sólo puede significar una resignación –de cuño diferente, es cierto‒ a una comprensión preliminar del fenómeno en aras de un proyecto político particular.
Que Chantal Mouffe hable de populismo de izquierda y de derecha en términos celebratorios y denigratorios respectivamente, sólo puede significar una resignación –de cuño diferente, es cierto‒ a una comprensión preliminar del fenómeno en aras de un proyecto político particular.
Por supuesto, la forma de encauzar reflexiones analíticas para desdibujar la especificidad del populismo no es exclusiva de Mouffe ‒recordemos que ella misma aclara, en su texto de 2018, que no pretende contribuir al “campo ya pletórico” del estudio sobre el populismo‒. Recientemente, en el ámbito académico argentino, se pueden encontrar autores que indagan sobre el funcionamiento del populismo a partir de la relación entre el líder y el “mito populista”. Al respecto, en su libro Por qué funciona el populismo, María Esperanza Casullo afirma, a grandes rasgos, que lo que caracteriza al populismo no es su anti-elitismo sino el carácter vacío del significante “elite” y la falta de voluntad de los líderes populistas de superar la división entre pueblo y anti-pueblo; de esta manera, los populismos no plantearían “una instancia superadora” de la confrontación que proponen. Lo que no queda claro del planteamiento de Casullo, sin embargo, es si toda tensión necesaria entre una identidad y su alteridad devendría en una experiencia de tipo populista. ¿La erradicación del “mito populista” supondría, por ejemplo, que es posible una política de disputas bienintencionadas por el poder? Incluso, nos preguntamos también, ¿se podría hablar de solidaridades políticas que apunten a “superar” las fronteras respecto a sus otredades? De nuevo aquí, me parece, la especificidad del populismo se nos escurre entre los dedos.
Lo mismo sucede con la diada izquierda y derecha, tal como la presenta Mouffe, para entender procesos y proyectos políticos actuales. Esta diferenciación recubre su argumentación teórica en una serie de “tautologías autoevidentes”: la xenofobia y el nacionalismo es del otro; lo nuestro es la ciudadanía y la fortaleza del Estado, definiendo a los buenos, rechazando a los malos, ubicando actores ‒de nuevo‒ a diestra y siniestra. Este ejercicio, lejos de aportar elementos para entender la especificidad del populismo, termina condenándolo a su aparición constante en discusiones celebratorias y, por consiguiente, exacerbando el rechazo de sus más ácidos contrincantes teóricos ‒el ataque de Pierre Rosanvallon contra Mouffe, en su más reciente libro El Siglo del Populismo, es un ejemplo vivido de esto‒.
A su vez, Javier Franzé también considera que “hay un populismo de izquierda y otro de derecha”. Ambos compartirían una forma particular de hacer política, es decir: “la distinción pueblo-oligarquía y la impugnación de ésta por negar los valores de lo popular”. Si esta es la forma del populismo, dice Franzé, entonces sus contenidos pueden ser múltiples: mientras que los de izquierda, “organizan la vida colectiva alrededor de valores e identidades incluyentes”, los de derecha son excluyentes, es decir, expulsan “del demos legítimo a colectivos antes incluidos o no dejando entrar a otros nuevos”. En síntesis: “mientras un demos legítimo amplio excluye determinadas conductas públicas, el fascismo, por ejemplo, un demos estrecho deja fuera a lo que previamente define de modo esencialista por lo que ‘es’: la condición inmigrante, étnica, religiosa, etc.”.
Si bien podríamos estar de acuerdo con que el populismo permite una configuración permanente del demos legítimo –la inclusión y exclusión del adversario al campo solidario considerado como popular‒, no estoy tan seguro de que podamos calificar de populista a una organización de la vida comunitaria que construye al pueblo como una encarnadura estable (en términos raciales, religiosos, por ejemplo). Dicho a modo de pregunta: ¿son, en definitiva, los “populismos de derecha” realmente populistas? ¿qué trabajo analítico nos está ahorrando nominar a Trump, Bolsonaro ‒incluso a Thatcher o a Macri‒ como “populistas de derecha”? Finalmente, llamar a todo líder que nos genere incomodidad como populista hoy: ¿no termina abonando a la renuncia definitiva de comprender al populismo y así soslayar las posibilidades analíticas que este tipo de procesos puedan tener para pensar la política contemporánea?
De cualquier modo, resulta al menos apresurado y problemático llamar a los actuales discursos de odio y de rechazo a la alteridad política ‒ya sea en términos raciales, de proscripción política o religiosa‒ que vemos en la actualidad, como fenómenos populistas. Considerar que nuestro siglo es del populismo ‒que es lo mismo que ver populismos hasta debajo de las piedras‒, ¿no vendría a ser esta equiparación una apología a la concepción preliminar del populismo (relación libidinal del líder demagógico con sus masas irresponsables)? ¿no resulta analíticamente impertinente para el estudio del populismo seguir apelando a ciertos lugares comunes y comodidades analíticas harto maniqueas?
Finalmente, llamar a todo líder que nos genere incomodidad como populista hoy: ¿no termina abonando a la renuncia definitiva de comprender al populismo y así soslayar las posibilidades analíticas que este tipo de procesos puedan tener para pensar la política contemporánea?
Lo anterior, en efecto nos lleva a plantear muchas más preguntas que respuestas acerca de cómo indagar acerca de la novedad de los acontecimientos, evitando caer en atajos, clichés y en lecturas normativistas sobre el populismo. Si bien creemos que hay varios avances en esta tarea nunca finita –y siempre fallida‒ de comprensión del fenómeno populista, y que evitan justamente entenderlo como una sumatoria de elementos o como repetición ad nauseam de la historia (hablamos de, por ejemplo, las críticas de Emilio de Ípola y Juan Carlos Portantiero al trabajo inicial de Ernesto Laclau y de los trabajos de Benjamín Arditi, Sebastián Barros, Gerardo Aboy Carlés, Julián Melo), lo cierto es que la saturación de lugares comunes y reflexiones apresuradas empujan a las antípodas de la comprensión este tipo de reflexiones sobre el populismo.
Al final del citado texto de Arendt, la autora sugiere que para comprender la novedad y para superar viejas fórmulas y atajos es fundamental apelar a la imaginación. Es a partir de la imaginación que se pueden “ver las cosas en su adecuada perspectiva”, es la que nos permitiría, pues, entender “sin predisposición y sin prejuicio” . En este sentido, tal ver populismo en todas partes, de derecha o de izquierda, rentista o xenófobo, etc., nos esté llevando a una discusión estéril y carente de toda inventiva, de toda imaginación.
Lo cierto es que un uso de los postulados teóricos sobre
el tema en aras de una intervención de signos políticos dispares, estaría
revelando nuestra falta de creatividad para pensar fenómenos políticos que, al
parecer, están excediendo las herramientas que tenemos hoy para comprenderlos. Quizá
preguntarnos por aquello que no
remite el nombre populismo pueda ayudarnos a salir de la precariedad actual para
entender la contingencia, hibridez y novedad de ciertos fenómenos políticos
contemporáneos.