La denuncia de adoctrinamiento y la sospecha sobre los contenidos escolares y los manuales de texto son el resultado de una mirada simplista y lineal. En la práctica, predominan la diversidad, la combinación de lógicas heterogéneas y una recepción mucho más crítica de lo que se presume.
A raíz de las declaraciones de la Ministra de Educación de la Ciudad de Buenos Aires, en las últimas semanas volvió a instalarse en los medios el tema del supuesto adoctrinamiento escolar, una cuestión que no deja de hacerse presente en forma cíclica. Lejos de atribuírsele específicamente a un sector, el tañido de las campanas de denuncia se realiza desde posiciones ideológicas de lo más diversas, y siempre en relación con las posiciones coyunturales de las fuerzas políticas en pugna. En este nuevo ricorso, algunas de las intervenciones en diarios, radio y televisión pusieron el acento específicamente en la cuestión de los llamados manuales escolares, con especial énfasis en la cuestión de la enseñanza de la historia. De acuerdo con algunas lecturas muy escuchadas en los últimos días, estos materiales suelen concebirse como herramientas instrumentales al servicio de intereses políticos claramente determinados, y se construyen en torno a ponderaciones sesgadas y silencios intencionados. Como no podría ser de otra manera, y en consonancia con un conocido adagio historiográfico, el panorama siempre «es más complejo».
ALLÁ LEJOS Y HACE TIEMPO
Durante largo tiempo, los manuales escolares han sido libros poco requeridos por los bibliófilos, ya que, por sobreabundantes, eran vistos como textos demasiado familiares y carentes de interés: lo contrario del incunable. Más extraño aún es que hayan sido poco visitados por los historiadores, sobre todo tratándose de obras impresas de a cientos de miles, como en el caso de algunos países de América y Europa, o incluso de a millones, como en el caso chino. Pese a esto, a menudo se los ha considerado como parte de un género menor, pese a que, por lo menos hasta comienzos de la década de 1990, muchos títulos conocían constantes reediciones y eran reimpresos una y otra vez convirtiéndose en verdaderos bestsellers, incluso intergeneracionales. En las últimas décadas, aquello comenzó a cambiar, y los libros de texto fueron fuentes de análisis de innumerables investigaciones vinculadas a la enseñanza de la historia en la escuela. Aunque también es cierto que son muchas menos las que se centraron en los usos que adoptan en el aula, tanto por profesores como por estudiantes.
Un elemento predominante en el discurso sobre el adoctrinamiento es que el punto de partida tiende a ser bastante simplista: una concepción unilineal y errónea sobre la recepción, como si los libros de texto funcionaran a la manera de una jeringa hipodérmica aplicable sobre estudiantes completamente pasivos.
Antes de la renovación, predominaban en el campo del libro de texto de historia los autores que tenían experiencia como docentes de nivel medio, como Juan Carlos Astolfi, Alfredo C. Rampa o José Cosmelli Ibáñez, quienes, desde mediados de siglo, habían desplazado en ese campo de producción textual a los libros de académicos como Ricardo Levene o José Luis Romero. La predominancia de algunos de esos títulos por momentos pareció eterna. A modo de ejemplo, el libro de Julio César Raffo de la Reta, publicado originalmente en 1941, todavía se seguía utilizando en la década de 1980. En todos los casos, al ser aquellos libros escritos mayormente por un único autor, conservaban cierta unidad de criterio, cuestión que empezó a modificarse sobre todo a partir del retorno democrático.
Desde los años 80, pero sobre todo a partir de la década de 1990, la Argentina comenzó a ponerse a tono con la concepción manualística predominante en países como Francia. La aceleración de las transformaciones socioeconómicas, la irrupción de nuevas tecnologías y, sobre todo, la democratización y la ampliación del campo profesional de la historia, alentaron la renovación de la producción local. Así, los antiguos títulos monoautorales dieron paso a un tipo de texto mucho más colaborativo, que casi siempre era el resultado de la interacción entre historiadores y equipos de edición de cada empresa editorial. Comenzó a configurarse así lo que en el ambiente editorial solía denominarse informalmente el modelo Santillana. Este modo novedoso de concebir los libros de texto también modificó la vida útil de cada obra. Desde entonces, no fue extraño –al contrario, fue más bien la regla– encontrar a reconocidos historiadores profesionales en las grillas de autores, coordinadores y asesores de contenidos de las empresas texteras, desde José Carlos Chiaramonte y Fernando Devoto, hasta Luis Alberto Romero, Marcela Ternavasio, Raúl Fradkin, María Inés Tato, Alejandro Cattaruzza, Patrico Geli, Judith Farberman o Juan Suriano, o, en épocas más recientes, Esteban Campos, Boris Matías Grinchpun, Agustina Rayes, Alejandro Galliano o Juan Pablo Bubello. Un común denominador ideológico posible entre todos esos nombres sería el rechazo a la última dictadura. Y poco más que eso.
YO ADOCTRINO, TÚ ADOCTRINAS: EL ETERNO RETORNO DE LA JERINGA HIPODÉRMICA
Un elemento predominante en el discurso sobre el adoctrinamiento es que el punto de partida tiende a ser bastante simplista: una concepción unilineal y errónea sobre la recepción, como si los libros de texto funcionaran a la manera de una jeringa hipodérmica aplicable sobre estudiantes completamente pasivos. Esa lectura, que fue acuñada a la luz de los totalitarismos de masas del siglo pasado, incluso ya resultaba inadecuada entonces. Ni que hablar de cuánto tiene aquel paradigma para decir en nuestras realidades multitarget e infinitamente pluridiscursivas del siglo XXI. Para estas concepciones no hay reelaboración ni reformulación creativa posible por parte de los estudiante. La interpretación del mensaje se reduce al mínimo o, en el peor de los casos, no existe: es mera asimilación pasiva. Así, cada estudiante parece marchar inexorablemente hacia la picadora de carne del adoctrinamiento. Como en el clásico video de Pink Floyd, pero sin que nadie grite We don’t need no thought control. Nadie que haya estado al frente de un curso cree que esto de algún modo pueda ocurrir de esa manera.
Por otro lado, los contenidos trabajados en el aula pueden no ser de la preferencia de todos, pero es inevitable que así sea. Como señala la especialista en didáctica de la historia Gabriela Carnevale, “lo que se enseña en el aula puede o no ser de la preferencia de todos los ciudadanos y las ciudadanas. Responde a un currículum nacional, que es algo necesario en todo sistema educativo moderno. Por ello, qué se enseña en la escuela nunca puede ser neutral, y responde a proyectos políticos más amplios. Un ejemplo es el primer libro de texto, Orbis Sensualium Pictus. El mundo en imágenes, de Comenio, que respondía al ideal pansófico de enseñar ´todo a todos´”.
Como vemos, a lo largo de la historia, la dimensión ideológica ha sido inherente a la educación de masas. Por lo tanto, los libros orientados al trabajo en el aula no han estado exentos de cosmovisiones y posicionamientos específicos, como puede constatarse también en el caso argentino. Por ejemplo, a principios del siglo pasado, el vínculo fuerte entre destino nacional y generalización de la instrucción militar se traducía pedagógicamente en la idea de que “el ejército nació con la patria”. Por el contrario, a partir de la segunda mitad de la década de 1980, los libros escolares de historia comenzaron a hacer hincapié en temáticas como el valor de la democracia y la necesidad del respeto por la libertad y la Constitución.
Pero hay más: las clases siempre se organizan en torno a planificaciones construidas en base a los diseños curriculares de cada materia. Lógicamente, cada docente se apropia y trabaja esos contenidos desde una posición muy propia, pero mayormente lo que predomina es el intercambio con los estudiantes, que siempre son mucho menos “adoctrinables” que lo que esta lectura simplista del proceso de circulación de mensajes tiende a creer. Como los modos de apropiarse de los textos son siempre dinámicos, la discusión habilita intercambios pedagógicamente valiosos. En todo caso, aunque existan lineamientos muy generales que orienten el proceso de enseñanza y aprendizaje (ningún libro de texto justificaría hoy la expansión del imperialismo tal como se lo concebía a fines del siglo XIX, o la segregación racial, o la negación de los derechos electorales de las mujeres), aquellos están bastante lejos de las rencillas político-partidarias del día a día y su versión hiperbólica en las redes sociales.
Los diseños de todas las áreas se elaboran bajo las mismas pautas y no hay una diferencia sustancial en la renovación de una u otra, todas se rigen por un calendario de renovación similar y previsto de antemano. Es decir que los diseños curriculares de Ciencias Sociales no se modifican de manera más frecuente que los de otras áreas, ni con una lógica a priori diferente.
EL LIBRO DE TEXTO: UN PRODUCTO MEDIADO
Aunque en el discurso público suele utilizarse de modo bastante genérico, el significante “manuales escolares” suele aludir a una serie de productos heterogéneos, desde los libros de texto elaborados por editoriales de capitales privados hasta materiales que producen cada uno de los ministerios de Educación (Nación, provincia de Buenos Aires, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, provincia de Córdoba, etcétera). En general, los procesos de elaboración de los contenidos dentro de cada jurisdicción varían de sector en sector, pero el enfoque ideológico no cambia de manera sustancial, ya que los contenidos escolares se rigen por los diseños curriculares vigentes en cada una de ellas. Estos diseños son elaborados y reformulados en períodos que no se corresponden específicamente con los cambios de gobierno ni con los sesgos que pudieran tener cada uno de ellos. Por lo tanto, sostener la idea de una “bajada de línea” a gusto de los oficialismos de turno resulta, cuanto menos, problemático. Además, los diseños son debatidos y consensuados por profesionales y técnicos de cada una de las áreas educativas a través de procesos que están bastante alejados de las disputas políticas más urgentes de la agenda partidaria. Asimismo, los diseños de todas las áreas se elaboran bajo las mismas pautas y no hay una diferencia sustancial en la renovación de una u otra, todas se rigen por un calendario de renovación similar y previsto de antemano. Es decir que los diseños curriculares de Ciencias Sociales no se modifican de manera más frecuente que los de otras áreas, ni con una lógica a priori diferente.
Cuando se habla de adoctrinamiento la mirada está puesta con mucho énfasis en el área de las Ciencias Sociales y, especialmente, en la Historia y, en menor medida, en la Geografía y en la Formación Ética y Ciudadana. Otras áreas o disciplinas que también incluyen los manuales escolares, como la física o las matemáticas, en general son menos debatidas en la agenda pública, porque se presupone que en ellas la carga ideológica es inferior. Así, un diario nacional puede titular una nota aludiendo al menosprecio de la figura de tal o cual presidente (Roca), el supuesto silenciamiento sobre determinado hecho histórico (el bombardeo de Plaza de Mayo durante el gobierno de Perón) o las escasas referencias a intelectuales relevantes en el proceso de formación nacional (Alberdi). En cambio, es muy poco probable que se le dé gran visibilidad al hecho de que la teoría de conjuntos sea retirada del diseño curricular de matemáticas de la provincia de Córdoba.
MÁS ALLÁ DE LA CONTIENDA: LA PATA COMERCIAL
En tanto producto orientado a fines pedagógicos, pero también comerciales, los manuales no escapan a las generales de los productos destinados al mercado, no solo nacional, sino también global. Por lo tanto, aunque cada país tiene miradas propias y respuestas particulares en lo que hace a la producción de textos escolares, también es importante analizar el modo en que esas miradas específicas se vinculan e influyen recíprocamente, tanto en el aspecto intelectual como en la concepción física del producto: diseño, maquetación, recursos incorporados, etcétera. Hay un “saber hacer” del oficio que estandariza las prácticas y los productos, y facilita su internacionalización. A modo de ejemplo, la situación de precariedad laboral y el escaso valor de la moneda argentina ha hecho que en los últimos años muchos autores y editores hayan realizado manuales escolares para mercados como los del Uruguay o los Estados Unidos. Para los grandes sellos editoriales, la primacía no es otra que la de la viabilidad del negocio.
En atención a sus necesidades de mercado, las propuestas de las editoriales se renuevan aproximadamente cada dos años. Las empresas encargan las autorías según una mirada pedagógica, pero también de acuerdo con las necesidades comerciales impuestas por el producto. Enfocadas hacia mercados amplios, las texteras tienden a evitar trasladar a los docentes polémicas potencialmente innecesarias: la búsqueda comercial de llegar a la mayor cantidad de usuarios hace que, en general, las obras den cuenta de una pluralidad de opiniones. Toda empresa editorial sabe que un libro inequívocamente sesgado es un libro con menor capacidad de venta.
Enfocadas hacia mercados amplios, las texteras tienden a evitar trasladar a los docentes polémicas potencialmente innecesarias: la búsqueda comercial de llegar a la mayor cantidad de usuarios hace que, en general, las obras den cuenta de una pluralidad de opiniones. Toda empresa editorial sabe que un libro inequívocamente sesgado es un libro con menor capacidad de venta.
Tampoco existe una instancia de aprobación o corrección de los contenidos de los libros de texto por parte de los funcionarios de los gobiernos. En general, los nuevos títulos salen al mercado y son ofrecidos por los promotores directamente a los docentes, que son quienes eligen según múltiples variables. De manera muy esquemática, se puede decir que en los ciclos inferiores los docentes se inclinarán más por la propuesta pedagógica y en los superiores valorarán más el índice de contenidos, aunque una variable no anula a la otra. A menudo, un equipo de promotores eficaces suele ser tan importante como las características del libro en sí.
La única instancia del proceso de producción en la que participa una institución ajena a la editorial es en la aprobación de la cartografía, que corresponde al Instituto Geográfico Nacional (IGN). Esta entidad verifica que los límites de los mapas de la Argentina sean los adecuados y, si fuera necesario, los observa e indica su corrección para su aprobación y posterior publicación. Los gobiernos sí participan a menudo en la instancia de compra de libros, que se producen periódicamente. En ese caso se realizan licitaciones en las cuales las editoriales envían diferentes series para que sean recomendadas para la compra de las diferentes jurisdicciones provinciales, pero los funcionarios solo hacen una recomendación y no proceden a la compra directa. En general, esas elecciones suelen variar con un criterio casi rotativo.
LA VOZ DE LOS INVESTIGADORES: UN PANORAMA VARIOPINTO
Consultado sobre las implicancias de la escaramuza mediática del manualesgate, el investigador del CONICET Martín Vicente sostiene que “el debate rearticuló un problema mayor, largamente anclado en la historia argentina y reformulado en tiempos de grieta: que narrar esa historia es un acto en tiempo presente. Cada sucesiva crisis argentina del siglo XX actualizó esa polémica que, tras el quiebre de 2001, fue cobrando forma cada vez más agonal, en la medida que las voces de políticos, intelectuales, artistas o periodistas expresaban una lógica paulatina pero irrefrenablemente renuente al reconocimiento del pluralismo y del intercambio democrático real, basado en aceptar la legitimidad de quien piensa o vota distinto”.
Para Camila Perochena, profesora en la Universidad Torcuato Di Tella y coautora de diversos materiales educativos orientados a la enseñanza, “cuando nos proponemos hacer un manual, los historiadores intentamos plasmar los avances que hizo la historiografía académica en las últimas décadas. En mi opinión, el principal dilema reside en encontrar el punto justo que permita transmitir las complejidades del proceso histórico y que, a la vez, sea entendido por los niños o adolescentes a los que los manuales van dirigidos. El propósito es poder contar una historia que no caiga en maniqueísmos, que no se presente como una lucha entre buenos y malos, pero que pueda ser a la vez rigurosa, entendible y entretenida”.
Por su parte, la ya mencionada Gabriela Carnevale, profesora en la cátedra de Didáctica Especial y Enseñanza de la Historia de la Universidad de Buenos Aires, sostiene que “con la consolidación de los sistemas educativos modernos, el libro de texto fue una herramienta clave que permitió sistematizar y organizar los saberes garantizando (cierta) homogeneidad. Sin embargo, esa (cierta) homogeneidad se vincula a la decisión sobre qué enseñar, y no sobre los modos en los que se trabaja con el libro de texto”. Según la especialista, la tarea de los investigadores es “indagar sobre las tácticas y estrategias que estructuran el modo en el que los sujetos negocian permanentemente con esos materiales impresos”.
Tampoco existe una instancia de aprobación o corrección de los contenidos de los libros de texto por parte de los funcionarios de los gobiernos. En general, los nuevos títulos salen al mercado y son ofrecidos por los promotores directamente a los docentes, que son quienes eligen según múltiples variables.
En cuanto a los manuales introductorios orientados a la enseñanza universitaria, el investigador y docente en la Universidad Nacional del Litoral Francisco Reyes sostiene que “quienes hablan de adoctrinamiento parecen no haber pisado un aula (o en este año, atendido a una clase virtual)”. Para Reyes, en el nivel introductorio universitario, lo que predomina es un tipo de texto a tono con la renovación de una historiografía profesional discutida previamente en congresos, jornadas y publicaciones científicas. Y agrega que, contra lo que suele creerse, los manuales universitarios intentan ser cada mes más matizados, algo a tono con ámbitos en los que todavía predomina la libertad de cátedra, y en los que los estudiantes, aunque más no sea tímidamente, cuestionan, hacen preguntas y contrastan con sus memorias.
Como se ve, el panorama es complejo, variopinto, y difícilmente reductible a lecturas deterministas que, al fin y al cabo, no se corresponden con la realidad.
PARA TERMINAR
Como no podría ser de otro modo, los antagonismos de la hora también impregnan la discusión en torno a la enseñanza de la historia y los materiales implicados en ese proceso. Sin embargo, creemos que para dar cuenta de él es necesario superar los discursos unilineales que suelen replicarse acríticamente por diferentes medios. Por un lado, la vigencia de una vieja y poco fecunda cantinela revisionista en torno a la predominancia de una supuesta “historia oficial” de cuño liberal y perenne, que manuales y docentes replicarían para reproducir un status quo siempre inalterable. Por otro, el de un discurso que pretende concebir a la educación desde un lugar aséptico y puramente técnico, que ve la paja en el ojo ajeno –casi siempre peronista o de izquierdas– al tiempo que niega la viga propia. Un republicanismo selectivo que, en el mejor de los casos, sorprendería a los pioneros de aquella tradición. Para Martín Vicente, las intervenciones sobre el “affaire Acuña” ponen en primer plano el modo en el que el actual debate público termina reducido a discursos para auditorios redundantes. Como advierte el entrevistado, ese procedimiento está cargado de una peligrosa moralización identitaria de la política. Una moralización que descansa en la apariencia de una certeza: que el adoctrinador, finalmente, siempre es el otro.