La historia de luchas ha puesto a la IVE en el centro de la escena. Una demanda social que reclama a la política una ley, tan urgente como necesaria. Una ley que marcará un cambio de época.
Me viene una imagen borrosa de la puerta de la basílica de San Carlos, siendo pibe saliendo con mis viejos, mis hermanas y unas señoras repartiendo panfletos contra el divorcio en esos años 80. El padre de la democracia se enojó con la Rural, desafió al catolicismo recalcitrante pero no pudo gobernar la economía, que se lo llevó puesto. Pero dejó el Juicio a las Juntas, también el divorcio vincular. Derechos humanos y derecho a disolver lo que Dios había juntado en matrimonio. El hombre tenía derecho, finalmente, a separar lo que Dios había unido.
Años después, nadie podría impugnar la pertinencia de esa ley, y llamarían a risa incluso los cuestionamientos de aquellos momentos si se repitieran ahora. Las sociedades evolucionan en un torbellino acrisolado de pensamientos y nuevos paradigmas. Una cultura que reinventa cada generación, respetando el legado y superándolo con nuevas incorporaciones que son vistas a veces como afrentas por la cultura tradicional.
Las sociedades incorporan valores a través de la acumulación de luchas, recrean su cultura y reinventan su sentido común. Y, es importante señalarlo, no todo pasa por el bolsillo, aunque sea importante.
En el 2010, se aprobó la ley de matrimonio igualitario. El entonces obispo de Buenos Aires, Jorge Bergoglio, se opuso a la medida. Otra disposición que casi nadie osaría discutir una década después, que se incorporó como un valor, como sentido común a la sociedad. En ese debate en el Senado, recuerdo a Hilda «Chiche» Duhalde oponiéndose y diciendo que se trataban esos temas menores mientras en la misma plaza del Congreso había familias en situación de calle. Enunciaba la intención de ocultar situaciones sociales apremiantes con conquistas de derechos de las minorías, considerados cortinas de humo para tapar lo que de verdad importaba. No se abre juicio de valor sobre sus dichos, me limito a consignar que una cosa no tiene que ver con la otra. Y lo cierto es que si esperamos a que no haya situaciones sociales apremiantes en la Argentina para tratar otros temas, esto nos llevaría a una parálisis de no sabemos cuánto tiempo. Las sociedades incorporan valores a través de la acumulación de luchas, recrean su cultura y reinventan su sentido común. Y, es importante señalarlo, no todo pasa por el bolsillo, aunque sea importante.
Este tipo de pensamientos sesgados, simplistas, renacen en el debate de la interrupción voluntaria del embarazo. Se dice, otra vez, que es un modo de tapar los problemas económicos. Que hay crisis, no hay ninguna duda; que las leyes deben acompañar idealmente la transformación de los paradigmas sociales, tampoco.
Recuerdo otra imagen en la casa de mis viejos, católicos practicantes. Ellos miraban con simpatía a los partidos de izquierda, a veces votaban a Luis Zamora, al Partido Obrero. Y mi querida vieja, Mecha, me decía enarcando las cejas: «siempre hablan del aborto, qué piantavotos». Y ese dicho tan simple reflejaba cierto conservadurismo social, que impregnaba a su modo el sentido común general, y que volvía prácticamente imposible a los partidos con intención o posibilidades de llegar al poder tratar ese tema de modo explícito. Era patrimonio de los pequeños grupos de izquierda, desde la Unidad Socialista hasta el trotskismo.
La mayoría de las veces, primaba el silencio y, cuando se expresaban, argumentaban que la vida empezaba con la concepción y no mucho más. En general, evitaban pronunciarse aquellos partidos con posibilidad de ganar una elección. Sin embargo, veinte, treinta años después, la sociedad maduró para dar el debate, e incluso en las recientes campañas electorales los candidatos se vieron casi obligados a expresar su parecer, develar si eran verdes o celestes. Creció mucho la marea verde, cuando anteriormente había casi solo rojos levantando esa bandera. Vaya mi reconocimiento a esas mujeres y hombres, pero sobre todo mujeres, que se atrevieron a cuestionar el sentido común dominante. Desde la soledad, piantando votos coyunturales y viendo maltratada, en pleno sentido, en los medios de comunicación hegemónicos su discusión.
Aprobado en la Cámara de Diputados por segunda vez en dos años, llega una vez más el turno del Senado. El voto conservador del interior en puja con la visión más cosmopolita de las grandes urbes, aunque estos clivajes no sean ni tan nítidos ni tan rígidos (recordemos que los senadores de la Capital votaron 2 a 1 en contra en 2018, por ejemplo). Argentina es toda, la tradición y lo nuevo. Lo importante es rescatar la secularización de la sociedad: cada uno tiene derecho a tener sus creencias, pero las leyes las define el poder civil del Estado en forma democrática.
Parece una reedición de aquél debate que perdiera el conservadurismo católico encarnado entre otros por Pedro Goyena. La ley 1420 determinó que la educación iba a ser, además de obligatoria, laica y gratuita. La salud de la persona gestante también debe tratarse laica y gratuitamente, habida cuenta de la situación de clandestinidad que las puso durante mucho tiempo en situación de víctimas de un sistema hipócrita, negándoles no sólo el derecho a decidir sobre sus cuerpos, sino las condiciones sanitarias adecuadas para su ejercicio.
El derecho civil y la convivencia con las creencias. Una secularización que respete también la libertad individual de elegir. En ese sentido, es importante rescatar la figura de la objeción de conciencia incorporada a la propuesta: se respeta la voluntad del médico de no realizar la interrupción del embarazo si colisiona con sus principios morales, éticos o religiosos. Puede derivar a la paciente a otro profesional en ese caso, lo que constituye una buena práctica en el sentido de respetar la voluntad individual del profesional sin afectar el derecho de la persona gestante. Será preciso ver cómo se implementa en la práctica y que, en caso de aprobarse, no sea una coartada para su no implementación. Pero está claro, la ley no obliga a nadie a hacer lo que no quiere.
La salud de la persona gestante también debe tratarse laica y gratuitamente, habida cuenta de la situación de clandestinidad que las puso durante mucho tiempo en situación de víctimas de un sistema hipócrita, negándoles no sólo el derecho a decidir sobre sus cuerpos, sino las condiciones sanitarias adecuadas para su ejercicio.
No tardan en aparecer teorías conspirativas que denuncian el intento de controlar la natalidad en los países pobres, la misma clase de enfoques que atribuyen el origen de la pandemia a otro capítulo de la guerra comercial entre Estados Unidos y China. A cada medida o suceso, nunca faltan los que pretenden develar las presuntas verdades ocultas.
Este escriba vio las ecografías de sus hijos, a Santiago que parecía un muñeco de plastilina en la semana nueve, a Guadalupe con su futuro corazón galopando en la semana seis. Pero comprende que el derecho de la mujer a disponer libremente de su cuerpo y poder decidir sobre su maternidad cobra primacía, aunque no se hubiera visto nunca en la situación particular de ese tipo por ser hijos deseados, buscados, amados. Pero entiende que no puede obligarse a una mujer a ser madre, ni abandonarla a sus propios medios para hacer una interrupción del embarazo clandestina en condiciones deficientes que incrementan el riesgo y mucho menos criminalizarla por el acto.
Se entrecruzan los deseos, la disposición de la libre subjetividad, y la responsabilidad de la salud pública de velar por todos y todas. Y el derecho a decidir voluntariamente, sin coerciones y sin las prescripciones del actual sistema normativo. Una ley que venga de alguna forma a reparar heridas lacerantes de varias generaciones. Que sea ley.