El anarcocapitalismo es uno de las corrientes que talla en este nuevo viraje a la derecha que se percibe en nuestro país y el mundo. ¿Cuáles son sus ideas y críticas? ¿Qué proponían Rothbard y Hayek, los pioneros de esta corriente?
En esta nota me interesa cuestionar la validez de los fundamentos del anarcocapitalismo, perspectiva que ha derivado en el liberalismo-libertario, cuyo máximo exponente local es el economista Javier Milei. Esta vertiente, además, hoy se inscribe en lo que el Pablo Stefanoni analiza como parte de un proceso más amplio de apropiación de la rebeldía, llevada a cabo desde la derecha.
Para avanzar en la comprensión crítica se ha optado por indagar en un análisis histórico del naciente sistema bancario estadounidense, en línea con lo que John Maynard Keynes planteó en Treatise on Money (1930), esto es: observar la cuestión de las alteraciones en el valor del dinero en primera instancia, en otras palabras, tomar una muestra genética.
Vayamos a los orígenes. Cuando se revisa la Parte Primera del libro A History of Money and Banking in the United States (2002) de uno de los principales autores de esta corriente, Murray N. Rothbard, se verá que está consagrada a los orígenes del dinero y la banca en Estados Unidos y que, básicamente, tiene encriptado y deja planteado el problema de la necesidad de instituir a la libertad de empresa y al mercado como dos (¿cómo llamarlas?) instancias, dominios, dispositivos, instituciones. Digamos instancias, palabra que no tiene tanta sobrecarga semántica como las otras, esta posición teórica y política, entonces, considera a la libre empresa y al mercado como instancias capaces de ofrecer a la sociedad un ordenamiento óptimo.
Las motivaciones individuales y el estricto apego al derecho de propiedad constituyen, a su vez, las dos piedras basales de la civilización que imaginan. Se trata, por consiguiente, de un anarquismo con plena vigencia del derecho constitucional.
Las motivaciones individuales y el estricto apego al derecho de propiedad constituyen, a su vez, las dos piedras basales de la civilización que imaginan. Se trata, por consiguiente, de un anarquismo con plena vigencia del derecho constitucional.
El argumento central del análisis de Rothbard, referido a los orígenes del sistema financiero bancario estadounidense, es tributario de la ley de Gresham, en la que se postula que el dinero de mala calidad, el dinero no saneado, triunfó y se impuso como resultado del uso compulsivo legal que hizo el gobierno federal de su poder para privilegiar una moneda en detrimento de otra.
El contexto explicativo está circunscripto a la época de las expediciones a Québec (1690, 1744) y al prolongado ciclo de guerras llevado a cabo desde 1690 hasta 1815 entre Inglaterra y Francia. Disputas por la hegemonía de Europa y del Imperio, conocidas como período de la Primera Gran Guerra.
Las colonias británicas en Norteamérica, a saber, Massachusetts, New Hampshire, Rhode Island, Georgia, Carolina del Sur, Carolina del Norte, Virginia, Maryland, Delaware, New Jersey, Pensilvania, New York, Connecticut y Providence, se mantuvieron prácticamente al margen de estas conflagraciones, pero obtuvieron beneficios. El más importante fue su independencia, conseguida luego de la guerra contra Gran Bretaña (1812-1815). 126 años separan a las primeras expediciones continentales de la emancipación nacional. Sin embargo, los acontecimientos parecen estar unidos por un inequívoco signo de los tiempos contemporáneos, un hilo sutil, acaso más resistente que el acero: la producción fiduciaria de dinero estatal. Y eso es lo que cuestiona el anarcocapitalismo: la estatalidad del dinero, el poder autoritativo del Estado —impresión, circulación y aceptación— sobre el dinero.
El tema es que, hasta no hace mucho, el argumento lo esgrimían economistas circunspectos y aquiescentes, pero la irrupción en la esfera pública de personajes con vocación circense, como el mencionado Milei, le han dado una notoriedad inusitada a estas prerrogativas, un nuevo impulso, cuyo alcance es incierto, como casi todo en este mundo (¿pos?) pandémico y en este bendito país.
Sea como fuere, lingotista de pura cepa, Rothbard, el teórico que Milei identifica como su referente, dice claramente que nunca hubo necesidad de que el gobierno monopolizara el circulante. Bastaba con el oro y la plata para garantizar los intercambios. De hecho, la moneda de curso legal en la era colonial fue el dólar de plata español y fue esta denominación la que el Estado de Massachusetts comenzó a depreciar para volver más atractivas sus exportaciones. El incremento de dinero nominal requerido para tal devaluación infló los precios domésticos, horadando, progresivamente, la presencia del metálico de las transacciones corrientes. Además, el papel moneda empezó a escasear entre el público, ante lo cual Rothbard argumenta que fue el gobierno, y no la gente del pueblo, el más beneficiado por la impresión de dinero fiat.
Cuando hizo su aparición la libra bostoniana ya circulaban el oro, la plata, la libra esterlina, el dólar de plata español y sus fracciones, y, ocasionalmente, el tabaco, el arroz y los cereales como medios de intercambio. La Commonwealth de Massachusetts empezó a emitir dinero y dio lugar a la primera experiencia que podríamos tipificar como un primigenio espacio monetario soberano y las consecuencias inflacionarias son planteadas, sin eufemismos, como una pulsión orgiástica, lo que traducido a estos páramos sería la condena al imperativo de “darle a la maquinita”, de Roberto Cachanosky, de quien nos hemos ocupado en otro momento.
En efecto, para Rothbard la depreciación y la emisión decidida por los bostonianos, luego seguida por New England y el resto de las colonias emancipadas, resulta casi comparable a lo que hizo Pandora en el mito helénico. Y emplea series de datos sobre emisión y precios que parecen validar su idea: que no hay necesidad de un gobierno dotado de poder autoritativo para producir dinero. En base a eso, nos informa que se imprimieron en 1690 ₤ 5000 unidades, al año siguiente ₤ 40.000; ₤ 240.000 en 1711 y otros ₤ 500.000 ese mismo año. Este dinero estuvo destinado, sobre todo, al pago de los salarios de los soldados y se depreció un 30% respecto de la plata. Y cada nueva expedición significaba una nueva expansión del circulante, que en 1744 alcanzó un volumen de ₤ 2.5 millones. Los controles de precios y los intentos por restablecer los intercambios en metálico o especies se revelaron infructuosos y ocasionaron recesión y deflación.
Eso es lo que cuestiona el anarcocapitalismo: la estatalidad del dinero, el poder autoritativo del Estado —impresión, circulación y aceptación— sobre el dinero.
En aquél complejo escenario financiero, el gobierno federal introdujo ₤ 660 millones en certificados de deuda, necesarios para financiar su oferta de papel moneda. Este dinero de cuenta empleado por el gobierno fue aceptado por los comerciantes en virtud de que eran esas notas de crédito o nada, notas de crédito que, vale aclararlo, también se depreciaron rápidamente al entrar en el circulante. Capitalismo de especulación financiera contante y sonante, digamos.
Lo cierto es que, hacia 1815, se habían fundado 240 bancos y en medio de aquel fervor y de aquella efervescencia monetaria. Alexander Hamilton, el Secretario del Tesoro, se había propuesto la creación de un banco central, objetivo cumplido, en parte, en 1791, con la creación del primer banco de Estados Unidos, que todavía estaba lejos de presentar la complejidad y la sofisticación del diseño de la Reserva Federal. No obstante eso, este primer banco estatal cumplía funciones fundamentales, como, por ejemplo, acordar relaciones cambiarias, autorizar pagos, otorgar aceptabilidad a los diferentes dineros de cuenta e imprimir papel moneda.
Esta era una situación caracterizada por el bimetalismo, es decir un contexto en el cual, al mismo tiempo que se expandía la base del dinero de cuenta corriente, se reducía el volumen de la unidad más preciada, esto es: el metálico. Rothbard observaba que esto era “una de las más flagrantes violaciones a los derechos de propiedad de la historia estadounidense” al momento de permitírsele a los bancos renunciar a sus obligaciones de cancelación de deudas en metálico y, a la vez, dejar que expandieran sus operaciones de crédito, incluso forzando “a sus propios deudores al repago de sus deudas corrientes”.
Este escenario histórico fue el sustrato fértil en el cual surgió una élite de accionistas, banqueros profesionales, tenedores de bonos, terratenientes, plantadores, comerciantes y congresistas, élite interesada en obtener beneficios en la producción de dinero de crédito bancario.
Hacia 1817 la banca sufrió su primer colapso y se desató una crisis aguda, conocida como «Pánico de 1819». Y es preciso en cada crisis, en lugar de desatar la lengua venenosa del reptil o las floridas plumas de los pavos reales, aguzar la inteligencia y pensar el problema del precio del dinero como un asunto estatal, pero, sobre todo, sociológicamente estructurado, algo que, evidentemente, a los liberales, pero sobre todo a los liberales- libertarios, se les escapa por completo.
Es que la emergencia de la estatalidad monetaria moderna está inextricablemente unida al crecimiento cualitativo y cuantitativo de la cualidad fiduciaria del dinero y a la plétora de formas de dineridad que la creciente complejidad de las finanzas ha generado. Esta, como tantas otras experiencias, deberían inscribirse entre las típicas del desenvolvimiento del capitalismo financiero, sistema que es, de alguna manera, un territorio de opacidad en la cual el propio capitalismo ha emplazado su verdadero hogar. Y hay más: contra aquellos que desde la pulcritud de sus oficinas de consultoría o desde la incorrección política condenan la propia estatalidad del dinero, hay que considerar que este complejo dispositivo es lógicamente anterior e históricamente previo al mercado. Asunto que ha sido subestimado por la mayoría de los economistas, tanto ortodoxos como marginalistas. Más aún, si nos centramos en el caso de la hiperinflación de Alemania, en 1922, veremos que todavía no hay consenso definitivo en torno a la supuesta validez que el sentido común le concede a las teorías cuantitativas del dinero, a saber, que la emisión produce, necesariamente, inflación, es decir, no se ha podido establecer con suficiente rigor científico si la cantidad de dinero determina los precios o es determinada por ellos.
Otro de los impulsores de un capitalismo sin Estado fue Friedrich Hayek. Quien sugirió en su libro La desnacionalización del dinero (1978) un sistema bancario y monetario estrictamente privado. Cuestión sobre la cual los anarcocapitalistas han mostrado cierta proclividad. Pero Hayek se equivoca en varios puntos, en especial al indicar que un sistema monetario de naturaleza estrictamente privada no se ha registrado nunca, cuando hay evidencia suficiente para mostrar que una situación muy similar ya se registró tras la caída del Imperio Romano. En esos tiempos pretéritos las diferentes formas de dinero pudieron competir sin trabas estatales de ningún tipo por su aceptabilidad, no obstante lo cual, las jefaturas bárbaras se mostraron incapaces de establecer un sistema monetario eficiente, debido a que no lograron consolidar un sistema fiscal eficiente.
La cuestión fiscal es de sumo interés. Más aún, el federalismo fiscal es acaso tan urgente como la consolidación de una democracia social. En pocas palabras, el federalismo fiscal y la construcción de una democracia social podrían darle a la Argentina la posibilidad de consolidar un espacio monetario soberano, de recuperarlo donde se haya perdido, de re-diseñarlo donde muestre falencias y, en este punto, la teoría monetaria moderna de Randall Wray tiene mucho para decirnos, invito a los economistas progresistas a conocerla o darle otra mirada.
Es que la emergencia de la estatalidad monetaria moderna está inextricablemente unida al crecimiento cualitativo y cuantitativo de la cualidad fiduciaria del dinero y a la plétora de formas de dineridad que la creciente complejidad de las finanzas ha generado.
Finalmente, fue el genio prusiano Max Weber quien estableció la idea según la cual los precios son el resultado de la capacidad de los hombres para luchar por la supervivencia económica, por la preeminencia, podríamos decir. A partir de su teoría, Geoffrey Ingham ha desarrollado un corpus histórico conceptual sobre el problema bancario, monetario y financiero que resulta imprescindible para pensar seriamente la estatalidad y la profunda naturaleza sociológica del dinero. Para exorcizar a tanto rebelde de derecha que cree que hace una revolución y, siguiendo a los Milei, lo único que consigue es empeorar las cosas.
Ingham advierte que el dinero es una fuerza no neutral y los precios vienen determinados por el balance de poder en las relaciones sociales. Su administración eficiente, por lo tanto, en el sentido de crear condiciones necesarias para el desarrollo económico en un espacio monetario soberano, atiende a los niveles de racionalidad imperante en esas relaciones de poder y a su cristalización institucional en los bancos centrales. En otras palabras: lo que se necesita es más coherencia, más acuerdo, más consenso y menos panelismo político.
No obstante, en la moral individual debemos concederle algún crédito a Rothbard y su interpretación. Este autor rescata una carta que el abogado de Filadelfia, Condy Raguet, le envió al célebre economista inglés David Ricardo en abril de 1821 en la que intenta explicarle algo que a Ricardo le resulta difícil de comprender: ¿por qué había personas que se tomaban tanto tiempo en reclamar el pago de sus notas de crédito en metálico?. El joven letrado le escribió que había personas que eran a la vez accionistas y deudores de los bancos y que “el hombre independiente, que no es ni accionista ni deudor, que habría de aventurarse en obligar a los bancos a actuar con justicia, habría sido perseguido como un enemigo de la sociedad”. También, huelga decirlo, la mayoría de los liberales libertarios también están casi siempre de los dos lados del mostrador.
El problema no es, entonces, el Estado, la estatalidad del dinero, tal como piensan Rothbard y Hayek, autores cuyas resonancias teóricas vocifera rudimentariamente Milei. El problema es, por el contrario, el muy escaso, incluso nulo, nivel de racionalidad formal imperante en las instituciones soberanas y la invisibilización a la que es sometido el territorio en ellas. Un problema abierto y cada vez más complejo que nos obligan, antes que nada, a evitar la soluciones fáciles, los eslóganes efectistas y las consignas vociferadas a los gritos.