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Entre el culto al macho y la new age: la salud mental en cuestión

por | Feb 8, 2021 | Deportes, Opinión

La salud mental es un tema difícil y todavía más en el mundo del deporte profesional, repleto de imposturas y mandatos implícitos. La conmoción que provocan las muertes jóvenes es proporcional a la oclusión de un debate y una problemática tan urgente como importante.

El último año con vida de Diego Maradona se especuló mucho con “cierto cuadro depresivo”. Su entorno, siempre listo para mantener una narrativa inmaculada, declaraba con ligereza “está medio bajón, algo depre, extraña a sus viejos, la cancha, tiene que descansar”. Ese daño recurrente de acomodar en una misma fila diferentes emociones con la depresión no puede tapar el ninguneo mayor, no hay tal cosa como “algo depre”. La depresión no es tristeza, no es cansancio, no es extrañar, no es estar “bajón”. La diferencia entre una y otras no solo que no son sutiles, sino que también pueden (y deberían) funcionar como llamadas de atención.

Diego, que siempre se caracterizó por una honestidad emocional arrasadora, dejó muy en claro desde que sus padres murieron que se le hacía insoportable vivir: “solo quiero volver a ver a mis viejos”, “quiero ir a donde estén mis viejos”, “doy la vida por abrazar a mis viejos”. Las declaraciones de Diego se cruzaban constantemente con la ausencia de Don Diego y Doña Tota y se coronaban con un detalle no menor: “lo único que me hace feliz es el fútbol”, “tienen que entender que solo soy feliz cuando estoy con una pelota”, “el fútbol nos da vida”, “el fútbol me mantiene vivo”. La fórmula no parece difícil de configurarse como una alarma si ese entramado comienza a convivir con un escenario pandémico de aislamiento y suspensión de la vida tal como se la conoció hasta ese momento, algo que tiene que hacer mayor ruido si el paciente tiene antecedentes, ¿o hace falta todavía subrayar que las adicciones son un tema de salud también?

A la deshumanización absoluta que padecen los ídolos, a la falsa épica de fortaleza y masculinidad que se empuja a los atletas, Diego fue morfado por una narrativa sagrada que, además de quitarle el don de persona, lo empujó a una profunda soledad.

Justamente, al Diego deprimido se lo quiso hacer pasar por un adicto a las pastillas y al alcohol, cuadro-excusa que calzaba justo para un entorno amante de desligarse de responsabilidades, pero también con una sociedad y cultura que utiliza el cuerpo maradoniano como un gran depósito para tirar en él todas las malas y no inocentes lecturas —ignorantes, morales, estigmatizantes, criminalizadoras, etcétera— sobre las adicciones. Al Diego deprimido se lo quiso culpabilizar diciendo que su carácter era bravo, prácticamente imposible. Pero también se lo revictimizó queriéndolo abrazar con el paternalismo habitual con el que se lo adoraba, un paternalismo que funciona como leña al fuego y al que le fue imposible incorporar la idea de un Maradona deprimido, de un Maradona con problemas de salud mental no abordados, no atendidos, ni siquiera posibles de pensar porque ahí la trampa del endiosamiento, del hombre que deviene en mito, del hombre al que se lo piensa siempre estampita. A la deshumanización absoluta que padecen los ídolos, a la falsa épica de fortaleza y masculinidad que se empuja a los atletas, Diego fue morfado por una narrativa sagrada que, además de quitarle el don de persona, lo empujó a una profunda soledad.

Él mismo lo decía, de manera literal y desgarradora, echándolo en cara al mundo, y también eso mismo nos decía cuando nos recordaba a cada rato la falta de sus padres: la necesidad de volver a ser hijo, de reencontrarse él mismo con su cuerpo territorial. Porque nada nos marca más nuestra humanidad que el cuerpo, es nuestra frontera con el mundo y desde donde asimilamos el anclaje social, político y cultural. Por eso portarlo no es cosa fácil, por eso dominarlo es imposible: digamos que nosotros somos del cuerpo, no a la inversa. Si el odio es otra forma de desear, el endiosamiento no es más que otra forma de dominación, porque es una manera de configurar demandas frente a lo que nos trasciende, lo que nos resulta humanamente imposible y ese otro endiosado, en cambio, puede hacerlo posible para nosotros. Ergo, ¿cómo iba a estar deprimido el que siempre todo lo pudo?

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Mirko Saric tenía 21 años cuando su madre lo encontró ahorcado en su pieza. Jugaba en San Lorenzo. Mientras se veía envuelto en un ida y vuelta con el Real Madrid, las lesiones, los tires y aflojes con el DT, los imprevistos habituales de la vida cotidiana y una situación sentimental-familiar dramática compusieron un clima muy complicado a su alrededor. Cualquiera que haya estado mucho tiempo en el club por esos años y haya conversado con él a lo largo de ese tiempo podía notarlo diferente en sus últimos meses. Mirko realmente manejaba un nivel de amorosidad, de registro del otro que era un placer encontrarlo y conversar aunque más no sea al paso. La distancia entre ese Mirko habitual y el otro, el cabizbajo, era notoria aún para los que no éramos íntimos. Pero, aun si no fuera notoria, pareciera que la sucesión de acontecimientos golpeando duro no alcanzan para elaborar nuevas condiciones de contención más allá de las exigencias deportivas. ¿Cómo se les pide a los hinchas que vean a los jugadores como personas si ni los clubes los ven así, si no hay ningún actor en el mundo del fútbol que no esté alimentando esa constante separación del jugador de la persona?

Cuando se conoció el suicidio de Mirko las conversaciones en el club se llenaron de asombro y, a la vez, no fueron pocos los involucrados institucionales o con responsabilidades deportivas que tomaban distancia rápidamente: “imposible saber lo que pasa por dentro de la cabeza de todos”, “son temas personales, no te podés meter”. Casi dos décadas después, Ruggeri, quien era el DT de San Lorenzo en aquel momento, goza hoy del trono superficial de lo que se percibe como cultura viril, aún a riesgo de terminar siendo una caricatura de aquello masculino que se busca evocar, y puede torcer su sonrisa y con un tono ahogado de cancherismo ningunear la salud mental en unos de los principales programas deportivos. Ningunearla y rozar la homofobia, y cuanta fobia ande suelta por el aire, asociándola a un signo de lo que su mediocridad entiende como debilidad, como tontera, como algo que no es cosa de hombres. ¿Es culpable Ruggeri del suicidio de Mirko? No, solo es uno de los tantos estúpidos responsables por ser parte activa de un problema mayor, el que alimentan, banalizan, acosan, arrasan y, principalmente, del que viven. En palabras de la madre de Mirko, “si ni la psiquiatra se dio cuenta de cómo estaba mi hijo, menos puedo pedirle a un técnico, pero sí tengo pendientes con él, porque nunca se comunicó, aunque haya dicho que lo hizo”.

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Hay una tensión constante entre el pedir ayuda y el dejarse ayudar, pero esa tensión es justamente lo que nos dice, también, que la salud mental es, justamente, un tema de salud, es decir, no una simple pulseada de voluntades.

Entre Mirko y Diego pasaron más de veinte años, por supuesto que las historias no son parecidas. Pero las relecturas y el trasfondo son tan iguales que la triste noticia del suicidio del Morro García nos deja de nuevo frente a la misma película, las mismas reacciones, poses y excusas. “Conmoción en el fútbol argentino”, nos dicen con la frivolidad a flor de piel. ¿Cuánto más se va a conmocionar el fútbol argentino? ¿Cuántas veces más le va a explotar en la cara el mundo real al fútbol argentino y todo lo que esconde laboriosamente bajo su alfombra? No te puede conmocionar algo que, más allá de las señales, se construye cotidianamente desde los cimientos, algo que sostenés como tu columna vertebral. 

Hablar de conmoción es negar no solo el maltrato que el jugador recibió los últimos tiempos de parte de dirigentes que hoy se lavan las manos, es también negar las declaraciones del propio jugador hablando de depresión, de diferentes dificultades anímicas, de las exigencias deportivas y sus responsabilidades, es elegir deliberadamente ignorar lo que el Morro puso sobre la mesa. Con la tragedia entre nosotros, además de los homenajes que solo mantienen el statu quo, aparecen los chantajes emocionales. Un desfile interminable de artículos que, tan pretenciosos como burdos, buscan la señal, el anticipo, como si se tratara de una obra cuyo final ya estaba preanunciado. Pero no hay anticipo ni predicción. Hay un abanico de posibilidades que se abre entre las tantas formas de configurar llamadas de atención y el pedido de ayuda, que no siempre es explícito, que no siempre tiene que decir necesariamente “ayuda”, pero, principalmente, también hay una cuestión de tiempos, del tiempo que lleva poder llegar a esa pronunciación, un tiempo que viene después de entender que sí necesitamos a otros, que no podemos solos.

Ese tiempo no es un tiempo fácil porque posiblemente presentimos lo que luego confirmamos: no hay otros ahí para nosotros en un mundo que anula la otredad y goza de una exaltación yoica, moviendo siempre las agujas de lo privado y lo íntimo hacia lo público, con una noción de lo público espectacularizada. La agonía de la conversación se encuentra en que cuando uno cuenta –o intenta contar algo– el otro responde con una experiencia propia, la agonía se funda en que eso se comprenda como empatía, y que la empatía se comprenda como una solución. Pero, incluso cuando sí hay otros con nosotros dispuestos a acompañarnos sin invadir nuestro espacio de situación, ese es solo el comienzo de un recorrido largo y hostil, intermitente, de curvas y pozos, que va a contramano de la inmediatez y el resultadismo que rigen nuestro tiempo.

Es cierto que hay una tensión constante entre el pedir ayuda y el dejarse ayudar, pero esa tensión es justamente lo que nos dice, también, que la salud mental es, justamente, un tema de salud, es decir, no una simple pulseada de voluntades. Por eso mismo, tampoco es un tema para que se convierta en las masitas de carroña con la que se alimenta el panelismo y sus protagonistas. Un panelismo que ya no es solo un formato televisivo, es una manera de (no) leer, opinar y de relacionarse con el mundo, los otros y los hechos. Pero, también, porque se configuran conceptos errados. Alguien se suicida y se busca enseguida una normativa. Más allá de este caso puntual, porque el Morro sí habló de depresión, la asociación inmediata entre suicidio y depresión es peligrosa: no todo suicidio implica depresión ni viceversa, por supuesto.

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De una manera o de otra, más temprano que tarde, la salud mental se reduce a una noción de lo que es posible o no, de incapacidad. Es decir, se la toma con la lógica autogestiva, se la aborda con la comprensión del emprendedurismo. Es importante quebrar estas comprensiones reduccionistas, efectistas, demagógicas y profundamente mercantiles porque son las que facilitan la expansión de una filosofía que en nombre de la espiritualidad y un falso don de renacimiento nos individualiza hasta la deshumanización y mantiene la maquinaria andando. Atrás del “lavate la cara, vestite, salí al sol, disfrutá el día, todo es una oportunidad”, entre otros tantos slogans motivacionales, está el mandato de la producción, está la idea de una vida humana que vale ser vivida de acuerdo con su utilidad, de acuerdo a su relación capital con su uso del tiempo y su manera de ocupar un espacio.

Pero también hay otras narrativas que aportan aún más banalidad, daño y, sobre todo, estigma. Narrativas que los últimos tiempos cobraron vuelo, como la utilización del término psiquiátrico frente a todo aquello que nos resulta extraordinario, extravagante, ridículo. Frente a lo que se nos manifiesta como algo desconocido, como si la manifestación de nuevas expresiones no fuera el signo más importante de la vida en un planeta, que no significan algo necesariamente novedoso, pero que sí exigen lecturas por fuera de la caja habitual y, por lo general, cada vez más agudas. Si no viviéramos en un constante presente emocional lo recordaríamos bien, la historia vital funciona así.

De una manera o de otra, más temprano que tarde, la salud mental se reduce a una noción de lo que es posible o no, de incapacidad. Es decir, se la toma con la lógica autogestiva, se la aborda con la comprensión del emprendedurismo.

Utilizar psiquiátrico como adjetivo, además de revelar la incapacidad frente al acontecimiento y frente a lo que implica en sí lo psiquiátrico, hace fácil la tarea para todo aquello que se quiere combatir. Esta operación termina tarde o temprano desplazando de la discusión todo lo propiamente político de la querella. Se habla de psiquiátricos para hablar de neofascismos, conspiraciones, discursos nefastos y delirantes, pero también para descalificar ideologías opuestas a las propias o deslegitimar oposiciones. En vez de desarticularlas, en vez de generar el conflicto y dar la batalla, optamos por salidas fáciles, recursos triviales y un pretendido humorismo que poco tiene de tal.

“Más que una marcha fue un aluvión psiquiátrico”, dijo Axel Kicillof en una entrevista con Víctor Hugo hace unos meses atrás, como si fuera un tuitero más. Difícil ejercer demandas reales sobre salud mental con estados que no la toman como prioridad y los políticos que adoptan ciertos términos estigmatizantes como chicana. A ningún “psiquiátrico” se le ocurría pedirles a ciertos sectores que respeten medidas sanitarias en el medio de una pandemia caricaturizando otra pata fundamental de la salud pública, una que justamente va a quedar aún más vulnerable —y manipulada— por la pandemia. Por otro lado, desayúnense, parafraseando a Chris Kraus, los problemas de adicciones y salud mental también pueden derivar de una profunda lucidez, de una noción demasiado en carne viva del mundo, de lo ajeno, del contexto, es decir, de lo político. El paciente psiquiátrico no tiene una incapacidad de lectura, su salud mental puede manifestarse también como un gesto de intolerancia frente a la comprensión de lo que lee, vive, padece.

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“No importa todo lo indestructible que nos veamos, al final del día todos somos humanos, todos tenemos sentimientos”, dijo DeMar DeRozan en una de sus conversaciones sobre su lucha, así lo llama él, contra la depresión y la ansiedad. Esa expresión quedó como bandera del tratamiento que viene dándose dentro de la NBA sobre salud mental. El actual 10 de los Spurs revolucionó una madrugada de febrero cuando tuiteó “esta depresión saca lo mejor de mí”. Ese fin de semana, All Star 2018, estaba todo preparado para ser una fiesta, sin embargo, él decidió no disfrazar lo que estaba viviendo. La inmediatez de la red social le devolvió un apoyo monumental. Pero ninguna reacción se hizo esperar demasiado y, lejos de retrotraerse, a partir de ahí, DeMar dio un paso al frente empujando un cambio histórico y apreciado por sus compañeros, colegas y diferentes actores sociales. 

“Quiero hacer mi parte. Me quiero asegurar de que no haya vergüenza ni estigma a la hora de hablar de salud mental. Hay mucho trabajo por hacer para que la salud mental sea prioridad”, explicó frente a varios estudiantes en una escuela de San Antonio sobre la decisión de hacerlo público siendo él tan reservado. Y acá lo más interesante y, quizás, una de las razones por las cuáles ese impacto inmediato no se esfumó, no fue utilizado con morbo y hoy es tomado de ejemplo por deportistas y organizaciones de diferentes disciplinas: DeRozan parte de su experiencia, pero su posición pública no es vivencial y la convierte fácilmente en una demanda política, cultural y social, según corresponda, según quién esté enfrente de él escuchándolo.

La negación o minimización de lo que ellos mismos van sintiendo fue y es uno de los principales problemas a enfrentar. Sin embargo, esta camada de jugadores viene demostrando que no se van a achicar frente a ningún desafío que implique romper mandatos.

Incluso, si quisiéramos arriesgar de acuerdo con escenarios que son conocidos de su vida personal, él empuja la conversación hacia otro lado, hace de su yo una voz de muchos. Así, habla de las experiencias traumáticas atravesadas principalmente por el racismo, las pone en diálogo permanente con las dificultades de clase y, en consecuencia, con las dificultades de acceso a tratamientos de salud. Opuesto a ese culto al macho invencible, habla de vulnerabilidad y fuerza como dos caras de una misma moneda que se necesitan mutuamente para poder soportar el ritmo, tanto el atlético como el de la vida. “Siempre lidié con esto, desde muy chico. A algunos nos tocan vidas en las que constantemente estamos empezando desde atrás y podemos revertirlo, podemos una y otra vez pasar al frente. Bueno, a algunos no nos queda otra opción, en realidad. Pero eso te está afectando, es cierto que te hace cada vez más fuerte y te vas preparando para todo lo que venga, pero también te aísla más y te golpea duro. Un día miré a los ojos a mis hijas y me di cuenta de que no tenía que empujarlas a ellas a lidiar con eso. Ahí me di cuenta de que iba a necesitar ayuda. Y cuando pude pedirla sentí que perdía el peso de toda una vida”.

Pocas semanas después del tuit de DeMar, y luego de que ampliara su testimonio con un medio de Toronto, habló Kevin Love. “No había escuchado nunca a un atleta profesional hablar de salud mental y no quería ser el primero. No quería parecer débil”, confesó. El jugador narró con detalles cómo fue sufrir un ataque de pánico durante un partido, lo que lo obligó a abandonar el juego y primordialmente su propia actitud reacia frente a eso que él percibía como débil. “No sabía que podía existir algo así, no lo creía posible, pero ahí estaba sin poder respirar y temblando”, confesó.

Love hoy dedica su tiempo a trabajar en que la salud mental dentro de la formación temprana sea prioridad. Tiene una fundación, visita escuelas, organiza programas y sus publicaciones siempre son una invitación que resuena como un volver a los básicos vinculares. Love plantea la importancia de la escucha como elemento principal, desde el escucharse uno a escuchar al otro. Hay una pauta para este punto en su propia experiencia: “Escucharlo a DeMar fue para mí el primer paso para pedir ayuda. Tuve que agradecérselo de manera personal, porque lo escuché y cada palabra me fue sacando de mi propia idea sobre mí. Fue liberador. Ese hombre se paró ahí y se abrió de una manera que realmente sentí que me estaba hablando a mí, aunque estaba hablando para todos. ¿Cuántos de nosotros necesitábamos algo así y no lo sabíamos?”.

DeRozan y Love no se quedaron hablando solos. La rueda empezó a girar y a marcar el camino. Jugadores y ex jugadores unieron sus experiencias, expectativas, visualizan las faltas, reconocen el avance y proyectan cuánto más por hacer. Paul Pierce, Kelly Oubre, Blake Griffin, Justise Winslow, Jay Williams, Royce White, Markelle Fultz, Metta World Peace, Kenyon Dooling, entre otros tantos, fueron aportando lo suyo. Esto ocurre mientras se consolida una tendencia realmente enriquecedora, la de los protagonistas iniciando la comunicación con la gente. Podcasts, publicaciones con sus firmas, transmisiones en las que se entrevistan unos con otros, conversaciones que nos dejan ver otra forma de la complicidad, del lenguaje compañero, hermano, del código entre colegas, lo que permite otro tipo de declaraciones. O simplemente apretando el botón correspondiente en una red social para hablarle en cualquier momento y de manera directa a ese público que lo sigue. Tanto más favorable es esta tendencia con Stephen Jackson, el entrañable Captain Jack, a la cabeza y The Players’ Tribune redefiniendo todo concepto sobre portales y conversación pública, rompiendo todo puente convencional y mano a mano con la prensa para llegar a seguidores y a quienes quieran oírlos. Por fuera, obviamente, de las obligaciones que la NBA impone, estas iniciativas acompañan con potencia, sin amarillismo y con honestidad emocional un cambio de paradigma tan urgente como importante. 

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Pensar en términos de legado, yendo contra el olvido, no es más que hacer de la memoria una política de demanda, tal vez la manera más fértil y reparadora de homenajear a todos los violentados por las estructuras.

Luego de que DeRozan agitara las aguas, el veterano ex jugador y entrenador John Lucas dijo para una serie de entrevistas de ESPN que el 40% de los jugadores de la liga había sufrido o estaba sufriendo algún problema de salud mental. Menos del 5% había pedido ayuda. La negación o minimización de lo que ellos mismos van sintiendo fue y es uno de los principales problemas a enfrentar. Sin embargo, esta camada de jugadores viene demostrando que no se van a achicar frente a ningún desafío que implique romper mandatos. Organizados, despiertos, a disposición de las demandas sociales, la NBA ya se vio obligada a hacer, deshacer y rehacer más de una vez sus estructuras, algunas que parecían intocables, gracias a un trabajo sólido y colectivo de los jugadores, siempre respaldados de manera contundente por el gremio que preside Chris Paul.

A pocos días de cumplirse tres años de aquel tuit de DeRozan, la salud mental no solo se convirtió en una conversación pública obligada, sino que se volvió estructural en cada negociación, habiendo superado su prueba de fuego en la Burbuja de Orlando, ese “experimento” de aislamiento total que la NBA sacó de la galera para retomar la temporada a mitad del año pasado. Con DeMar afuera, Jamal Murray y Paul George, por nombrar solo algunos, mantuvieron la voz en alto sobre estos temas hasta el final. Y el comienzo de la nueva temporada partió desde ahí: “cada paso que damos buscamos que no sea solo para cubrirnos, estamos tratando de elevar los pisos de cada negociación, no podemos permitirnos volver atrás ni que todo lo que venimos haciendo se caiga sin nosotros y quede en el olvido. Nuestras luchas están más allá de nosotros y esto es algo que todos estos jugadores tenemos en claro, ese es nuestro principal objetivo en términos de legado y estamos hermanados en esto”. Esta declaración de Chris Paul, que llegaba entre el balance por la experiencia en la Burbuja y cómo se posicionarían frente a lo que en ese momento parecía lejano de suceder, el pronto comienzo de esta nueva temporada, podría ser prácticamente de cualquier jugador activo hoy en la liga, una liga que acontece bajo el pulso de “más grande que el básquet”, consigna en sintonía con diversos movimientos sociales que, de no tenerlos entre los integrantes de las mesas chicas fundacionales, los tienen de protagonistas.

Pensar en términos de legado, yendo contra el olvido, no es más que hacer de la memoria una política de demanda, tal vez la manera más fértil y reparadora de homenajear a todos los violentados por las estructuras. Una memoria que tiene demasiados nombres y situaciones que, aunque no tengan trágico final, tuvieron un duro mientras tanto, endurecido más aún por los tratamientos que cayeron sobre ellos.

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Nuestro fútbol está muy lejos de lo que se vienen dando en la NBA, entendiendo lo tedioso de las comparaciones, pero la actualidad no solo invita a hacerlo por el caso del Morro. Los que definen el destino del fútbol se la pasan mirando a la NBA, le mal copian varias de sus iniciativas e innovaciones, siempre pensando en el negocio. En este caso puntual, el punto valioso que propicia la comparación sería desde una perspectiva social y desde lo que siempre se destaca de nuestras asociaciones deportivas: si este cambio, y otros tantos, fueron posibles en franquicias privadas, ¿cómo no se va a poder mejorar las condiciones de clubes sin fines de lucro?

Responder esa pregunta es enfrentarnos con la realidad más cruel, una realidad atravesada por varios motivos que son tanto extra-futbolísticos como futbolísticos. Tal vez empezando por la falta de un sindicato a la altura y de una organización entre los jugadores nula (otro enorme contraste con la NBA). Pero hay más. Porque partiendo de una sobrerrepresentación social, que es negada, también podríamos comenzar a plantear demandas para construir clubes como espacios seguros para los adolescentes y jóvenes. Sin embargo, el fútbol y los clubes como elementos fundacionales y fundamentales de nuestra cultural fueron llevados puestos por las políticas neoliberales y las utilizaciones especulativas, tanto de sus instalaciones como de sus cuerpos institucionales y los alcances sociales. Tenemos un fútbol que tiene más de tabúes y vampiros que de fútbol. Un fútbol totalmente desculturizado en su condición social, pero también en su condición deportiva, porque los clubes están destinados a operar como búnkeres, nicho de corruptos e inescrupulosos.

La indiferencia organizada a la sobrerrepresentación social que hay en nuestro fútbol, definida principalmente por el trazado racial, de clase y el tipo de fluir migratorio que sostiene, nos está contando varias historias a la vez. En términos de salud mental, pero también frente a las diferentes violencias dirigenciales e institucionales, el impacto de esa indiferencia suma peso a lo que cargan sobre las espaldas los protagonistas, lo que se pretende de ellos, lo que no resuelven por el hecho de ser futbolistas y, de la noche a la mañana, volverse figuritas y millonarios, mucho menos el precio que pagan por ese “volverse figuritas y millonarios”. Esto se exalta cuando “el mundo real” se mete en la agenda, desde las sucesivas denuncias por violencias de género o abusos a los entornos del futbolista hasta las situaciones de violencias y atentados a su integridad por “la cultura del aguante”.

El vivir haciendo “como si nada” o tomando medidas hipócritas —como abrir una comisión de género, sacar comunicados de repudio, promover castigos y multas, etcétera— genera climas falsos que dan la sensación de cambios cuando en realidad se están disimulando fallas estructurales. Una suma de poses y gestos no hacen a una discusión de fondo ni, mucho menos, aportan soluciones, pero mantienen saludable al clickbait. Cada acontecimiento que viene a mostrarnos algo mucho más grande que la noticia en sí, se vive como un caso aislado y se lo condena rápidamente al olvido, solo vuelve a escena cuando el morbo paga la invitación, entonces, diferentes nombres y duelos son agrupados bajo el titular “los suicidios más famosos”. El jugador no es persona ni siquiera estando muerto.

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El vivir haciendo “como si nada” o tomando medidas hipócritas genera climas falsos que dan la sensación de cambios cuando en realidad se están disimulando fallas estructurales. Una suma de poses y gestos no hacen a una discusión de fondo ni, mucho menos, aportan soluciones, pero mantienen saludable al clickbait.

Los protagonistas del fútbol argentino, principalmente de primera e internacionales, no parecen estar incorporados a ninguna realidad social, no parecen tener vinculación alguna con sus lugares de nacimiento, con sus barrios, parecen no tener historia. Parecen nacidos futbolistas y también quedan atados a la lógica del presente permanente, porque ni siquiera parecen tener historia con los clubes donde se forman, ni con sus compañeros de formación ni con sus colegas a lo largo de su trayectoria ni de otras disciplinasEl jugador de fútbol es un ente aislado y reducido a lo que hace o no hace con la pelota, completamente arrancado de todo cuerpo social, cultural y político. Un cuerpo al que, tarde o temprano, van a volver, con más dolores y penas que el éxito de otrora permitía aventurar.

Lo preocupante es que el jugador de fútbol argentino se acomoda ahí, quizás porque sabe lo que puede perder si no lo hace. Esto no es culparlo, es, de nuevo, una invitación obligada a pensar el fútbol desde la sobrerrepresentación social y la estructura problemática que se levanta en su negación, la que deviene en el peor aislamiento posible, el que no se percibe como tal, y configura a un jugador estrella. Como si el estrellato no fuera una intermitencia, como si el estrellato, a su vez, no fuera otra cara de una inminente caída.

Porque cuando la matriz falla y alguno expone gestos sociales, es decir, humanos, de la índole que sea, el linchamiento y el descarte son la respuesta. Dirigencias y periodismos sacan y ponen a los futbolistas de las cajitas de cristal según lo que el mercado y el pulso político indique. Cuando los sacan de esas cajitas de cristal son tirados a las barras como alimento a los leones, a los hinchas que todo el día consumen discursos jugosamente arreglados que no piensan más allá del jugador como portador de una pelota. Por eso, cuando algo rompe la matriz, algo que sucede todos los días, todo el tiempo, en total silencio, algo que delicadamente se invisibiliza y se trabaja en esa invisibilización con un esfuerzo criminal, se conmocionan.

Pero la pose, como la conmoción, no se puede sostener para siempre. Es más, ni siquiera funciona por repetición. Cuánto tiempo más hay que esperar para que finalmente no perdamos de vista el hueso: lo que los conmociona no es el suicidio, no es que finalmente el jugador se humaniza, incluso en un gesto definitivo y fatídico, lo que los conmociona es que el jugador se les escapó del relato y los expone a todos tal cual son. Individualistas, carroñeros, mercenarios. Responsables, que no es lo mismo, por supuesto, que ser culpables.

Bárbara Pistoia

Bárbara Pistoia

Comunicadora y artista visual. Edita Delivery, un newsletter de arte. Dirige Hiiipower Club, un sitio sobre hip hop y black arts. Escribió "¿Por qué escuchamos a Tupac Shakur?", editado próximamente por Gourmet Musical Ediciones.