Carlos Menem fue un político central del siglo XX argentino, su muerte abre un tiempo de revisiones. Detrás del Menem más conocido, el presidente de las privatizaciones y la convertibilidad, hay una larga trayectoria dentro del peronismo.
El ascenso de Carlos Menem al poder fue explicado de muchas maneras. Algunas de ellas, que parten del momento en que su candidatura presidencial estaba definida tras derrotar a Antonio Cafiero, asocian su llegada al gobierno con un discurso cargado de promesas de «salariazo» y «revolución productiva» que luego traicionaría, o fincan el ascenso al poder a su carisma y sus prácticas populistas. Otras, por su parte, complementan esas razones con la deslegitimación del alfonsinismo que, afirman, había quedado a mitad de camino en materia de política de derechos humanos y hacia finales de su gobierno transitaba la experiencia extrema de la hiperinflación. En cuanto a la interna peronista a la hora de definir esa candidatura, hay quienes aducen que hubo amenazas extorsivas, en torno a la fragmentación del peronismo, si no se cumplían ciertas condiciones que resultaban favorables al gobernador riojano. Ninguna deja de manifestar cierta sorpresa ante el candidato que no debía ser.
Al explicar el porqué de la llegada de Carlos Menem a la presidencia se subestima su trayectoria, la prolongada construcción de su liderazgo y su rol en el proceso de recomposición del peronismo durante los años ochenta.
Por detrás de esas lecturas, subyace el supuesto que Antonio Cafiero, gobernador de la provincia de Buenos Aires -principal bastión del peronismo- y presidente desde enero de 1988 del Movimiento Nacional Justicialista, tendría que haber sido el candidato. En todas ellas, al explicar el porqué de la llegada de Carlos Menem a la presidencia, se subestima su trayectoria, la prolongada construcción de su liderazgo y su rol en el proceso de recomposición del peronismo durante los años ochenta. En ese largo trayecto, las excepcionales elecciones internas del 8 de julio de 1988 marcaron un punto crucial para la consagración de su figura, pero incluso ese mojón insoslayable debe ponerse en perspectiva.
CARLOS MENEM, DE LA RIOJA A LA RENOVACIÓN PERONISTA
Cuando en las elecciones presidenciales de 1983 el peronismo fue derrotado por la Unión Cívica Radical encolumnada tras Raúl Alfonsín, Menem alcanzó la gobernación de La Rioja con el 50,47% de los votos. Durante la apertura democrática sucesiva a la guerra de Malvinas, Menem contaba con un capital político acumulado en veinte años de permanencia en el peronismo. Ya en 1973 había logrado acceder a la gobernación de su provincia y fue depuesto y encarcelado por la dictadura instaurada tras el golpe de Estado en 1976.
A su posición en el gobierno y al recurso simbólico de haber sido un preso político, este abogado recibido en la docta universidad de Córdoba, sumaba grandes dotes de articulador, un recurso que desplegó con habilidad. Líder de la agrupación Lealtad y Unidad, después de triunfar en las internas partidarias en su provincia, incorporó en su armado a dirigentes de las otras dos líneas del PJ riojano: Línea Nacional y Mesa de Confraternidad. Los lazos personales y amicales favorecieron esa unidad; en efecto, su hermano Eduardo controlaba uno de los sectores, ubicado a la derecha de ese espacio partidario. Por fuera del partido, integró al democristiano Erman González quien se desempeñaría como funcionario de su segundo gobierno provincial. La cooptación de dirigentes a cambio de cargos fue de la mano de la formación de coaliciones no formalizadas con integrantes del Frente de Izquierda Popular, el Partido Socialista Popular, el Partido Comunista y el Partido Demócrata Cristiano. En una provincia y una capital de provincia «chicas», las relaciones interpersonales eran (y son) instrumentos políticos por antonomasia y Menem sabía manejarlas con gran habilidad.
En su discurso de campaña, Menem sostuvo el lema “gobernar es dar trabajo” y en el de asunción comunicó sus aspiraciones presidenciales. Esa meta orientó su construcción política, que trasvasó las fronteras provinciales. Dentro de la rama política del Movimiento Nacional Justicialista contaba con sólidos vínculos con dirigentes tradicionales. Formaba parte de la llamada Liga del Norte, junto con el catamarqueño Vicente L. Saadi, caudillo tradicional a la vez que dirigente de la fracción de izquierda Intransigencia y Movilización Peronista, y el salteño Julio Mera Figueroa, quien tendría un papel fundamental como intermediario en su armado político. Entre sus vínculos históricos, también se incluía a Eduardo Bauzá, su exsecretario de Desarrollo Social durante su primera gobernación. Por fuera del partido, mantuvo cierta independencia. Muestra de su autonomía fue el apoyo que brindó a Alfonsín en el plebiscito convocado a raíz de la resolución del diferendo limítrofe con Chile por el Canal de Beagle.
En una provincia y una capital de provincia «chicas», las relaciones interpersonales eran (y son) instrumentos políticos por antonomasia y Menem sabía manejarlas con gran habilidad.
Pero fue la Renovación Peronista (RP) la que, finalmente, habilitó su carrera nacional desde una provincia periférica. En efecto, su llegada a la presidencia puede ser observada como la deriva de esa corriente interna que devolvió al PJ la competitividad perdida en las elecciones presidenciales de 1983. Hija de ese traspié vivido como un fracaso (dado que el peronismo nunca había sido derrotado en comicios sin proscripción), la renovación reivindicó al peronismo como movimiento nacional, popular y revolucionario, aggiornó el discurso partidario y democratizó a la organización mediante elecciones internas con voto directo y secreto del afiliado y dando representación de las minorías en los órganos partidarios.
Este proceso le permitió a los renovadores desplazar a la conducción de la derrota, renovar los cuadros partidarios y presentarse como una opción electoral atractiva ya en 1987. En ese proceso, tuvo una centralidad indiscutida Antonio Cafiero, presentado como el renovador por excelencia y principal referente en la formación de un frente opositor a la lista oficialista del PJ en el bastión de ese partido, la provincia de Buenos Aires, para las elecciones legislativas de noviembre de 1985. Su triunfo sobre el sector oficialista ortodoxo, cuyo emblema era Herminio Iglesias, fue fundamental para recomponer al peronismo.
En comparación con la figura de Cafiero, los doce gobernadores peronistas electos en 1983 pasaron mucho más desapercibidos en esa reconfiguración partidaria. Sin embargo, fueron ellos quienes desde el comienzo le dieron legitimidad a la Renovación en la que, aun dubitativamente, jugaron un papel fundamental en la conquista y el mantenimiento de base de apoyos territoriales.
Menem participó en la RP desde su formación. Se enfrentó con la dirigencia ortodoxa en el congreso del Odeón (diciembre de 1984) y estuvo presente en el congreso de Río Hondo (febrero de 1985), hitos en el proceso renovador. Del cónclave santiagueño resultó electa una terna de referentes nacionales formada por Antonio Cafiero, Carlos Grosso y el propio Menem. Pero Menem no tardaría en manifestarse en disonancia, en función de sus aspiraciones que lo llevaban a comprender la necesidad de renovar y, al mismo tiempo, reunificar al peronismo. Se desacopló de la corriente cuando, a diferencia de lo dispuesto por la conducción, asistió al congreso partidario celebrado en Tucumán (1986). Allí, sostuvo haber “logrado” de forma concreta el sufragio directo por distrito único para elegir candidatos presidenciales, mecanismo por el que bregaba la RP desde su fundación. Es decir, cuando sus credenciales renovadoras eran cuestionadas por el sector cafierista, supo construir una ventaja frente a sus posibles contrincantes de cara a la carrera presidencial.
Si se aguza la lente y se suma a lo anterior la construcción política llevada a cabo a lo largo de su extensa trayectoria, con foco en la configuración de su red de vínculos políticos, se comprenden mejor los cimientos de su liderazgo y se desvanecen las interpretaciones que aluden a Carlos Saúl Menem como el candidato que no debió ser. Tenía sus credenciales como peronista y, también, como renovador, más allá de su idiosincrasia y peculiaridades.
Sancionado y cuestionado por sus pares, organizó la línea Federalismo y Liberación (FyL), una coalición intrapartidaria de alcance nacional desde la que se lanzó a la conquista de la candidatura presidencial. Los mencionados Saadi, Mera Figueroa y Bauzá fueron puntales en esa formación. No eran apoyos menores si se tiene en cuenta que Saadi condujo al MNJ entre 1985 y 1988 e intervino el partido en la provincia de Buenos Aires -del que los renovadores querían desplazar a la ortodoxia- colocando a su frente a Mera Figueroa. El interventor ralentizó el cronograma, permitió que los desplazados por el cafierismo -en gran medida ligados a la rama sindical y a los grandes gremios- se sumaran a la recientemente desembarcada FyL y contribuyó a generar disidencias internas entre los renovadores. Entre ellas, la conducida por Eduardo Duhalde, un renovador de la primera hora que después de ser desairado por Cafiero en sus aspiraciones de ser vicegobernador y primer candidato a diputado nacional, y de medir sus posibilidades minuciosamente, decidió acompañar a Menem en la fórmula. Desde entonces, emprendió un arduo trabajo político para fusionar a los compañeros y conseguir las adhesiones indispensables que garantizaran la difícil tarea de vencer a Cafiero en la provincia que gobernaba. Por su parte, Bauzá jugó un rol importante para conseguir el apoyo de los renovadores mendocinos de la Lista Naranja, liderada por Bordón. También viejos caudillos peronistas jujeños, como José Humberto Martiarena y Carlos Snopek, en 1988 volcaron el padrón de su provincia a favor del riojano. En Córdoba, ya en 1986, formalizó un acuerdo con la minoritaria ortodoxia del PJ a través de su delegada personal, Leonor Casari de Alarcia. También en Misiones logró el apoyo de la minoría encabezada por Osvaldo Torres. En cada distrito, y apelando a las más diversas estrategias, logró algunos respaldos y construyó así su sustento político.
Ciertamente, no se puede dejar de asociar el ascenso de Menem a la candidatura del partido y a la presidencia con el armado de un aparato nutrido por sindicalistas, ortodoxos y renovadores destratados, su estilo populista y carismático, la recuperación del discurso y de la simbología tradicionales del peronismo, las amenazas de fragmentación del PJ durante las elecciones internas. Tampoco es posible desprenderlo de los desaciertos de sus adversarios internos y externos al partido, de la desilusión con el alfonsinismo ni del descalabro económico de finales de la década. Pero si se aguza la lente y se suma a lo anterior la construcción política llevada a cabo a lo largo de su extensa trayectoria, con foco en la configuración de su red de vínculos políticos, se comprenden mejor los cimientos de su liderazgo y se desvanecen las interpretaciones que aluden a Carlos Saúl Menem como el candidato que no debió ser. Tenía sus credenciales como peronista y, también, como renovador, más allá de su idiosincrasia y peculiaridades. El giro que imprimió a su gobierno, las políticas neoliberales que aplicó y sus efectos forman parte de otra historia.