El retorno a las aulas es un hecho, a pesar de los muchos asteriscos y «peros» que se ciñen sobre la decisión. Presión social, titubeo estatal y dudas con respecto a su puesta en práctica. Docentes y alumnos protagonistas de una historia de promesas e incertidumbre.
Se larga la carrera, por llamarla de alguna manera. Hacia el conocimiento, la educación, metáforas risueñas. 17 de febrero y 1 de marzo, las fechas definidas como la vuelta presencial a las aulas. Presencia que quiere ser cuidada en los enunciados. Que no nos paralicemos y habrá que convivir con el virus, dijo Alberto Fernández. Nicolás Trotta explicó todo el 2020 que no habría presencialidad hasta no tener a todos vacunados y ahora viró hacia la presencialidad «cuidada». La foto los mostró unidos con Soledad Acuña, la ministra de Educación de la Ciudad de Buenos Aires cuando Nación aprobó el protocolo presentado por los porteños.
Toda decisión es política. Primero arranca la Ciudad de Buenos Aires, que tomó de alguna forma la iniciativa del regreso a clases. A Trotta pareciera que se le escapó la tortuga o lo madrugaron los adversarios políticos. A fines de 2020, la Ciudad intentó burbujas fallidas escolares y, más tarde, anticipó las vacaciones docentes en diciembre haciéndolos volver a las tareas el 8 de febrero con una resolución. Nicolás Trotta pareció entonces yendo detrás de la Ministra de la Ciudad de Buenos Aires, en la disputa por ser pioneros en esa carrera hacia no sabemos dónde y donde no tardarán probablemente en surgir nuevos emergentes en un devenir enloquecedor. Reuniones y asociaciones de padres a favor y en contra de la presencialidad, hablaron también entidades médicas consignando la importancia de la educación y la socialización de los niños y cierto clamor social impulsó el retorno a las aulas.
El maestro, que ya era psicólogo, albañil pintando un aula, electricista cambiando la lamparita, deberá contar con conocimientos de infectología y decirles que no se acerquen a chicos que a veces buscan la aproximación física como parte del proceso de la propia constitución de su subjetividad.
De la urbe porteña, que arranca el 17 de febrero, puede decirse que el gobierno nunca facilitó recursos tecnológicos para sostener de mejor forma la virtualidad, además de la mantención a desgano del plan Sarmiento e incluso disminuyendo su presupuesto para el 2021. Nunca creyó en la virtualidad, ni siquiera en el 2020. No se preocupó en efectivizar la ayuda que ofrecía Nación de otorgar computadoras a los alumnos que no la tuvieran. Presencialidad o nada. Y un protocolo de 24 hojas que parece demasiado una forma de descentralizar la responsabilidad en las instituciones educativas y cuyas disposiciones son tan amplias para que sirva para todo, con el riesgo de que termine no sirviendo para nada. Los docentes serán empujados a sostener su labor pedagógica en un contexto adverso, sin ningún tipo de certeza ni pericia en el tema.
El maestro, que ya era psicólogo, albañil pintando un aula, electricista cambiando la lamparita, deberá contar con conocimientos de infectología y decirles que no se acerquen a chicos que a veces buscan la aproximación física como parte del proceso de la propia constitución de su subjetividad. Sucede en la educación común, en la educación especial mucho más. Chicos que incorporan el conocimiento, el límite, la consigna sanitaria de forma singular, personalísima, no siendo nunca uno igual al otro. Todos los chicos recibirán el saludo del docente con el puño, con el codo o un arqueo de las manos de lejos. Las sonrisas ya no se verán detrás de los barbijos.
Un caso reportado de COVID no implicará el cierre de la escuela, manifestó Soledad Acuña, como atajando una pronta reversión de la marcha en la carrera. Trotta, más precavido, planteó la posibilidad de una vuelta atrás si se espiralizaran los contagios. El retorno a la presencialidad importa recargar el transporte público con los consiguientes riesgos sanitarios y un trabajo grande de adaptación de las familias para cumplir con los horarios más reducidos en comparación a la jornada educativa normal, dando lugar también a la modalidad mixta de alternar presencialidad y virtualidad. Uno imagina a los gobiernos nacional y porteño teniendo en una mano las cifras de contagios y la cantidad de camas de UTI disponibles, información relevante para ordenar la eventual vuelta a los cuarteles de invierno. Las cifras sanitarias en una mano, pero en la otra no estarán las instituciones educativas. Porque cada escuela es un mundo, a veces demasiado autogestivo porque no les queda otra, porque la mediación entre lo que ocurre y el tiempo de resolución a veces saltea la tranquilidad normativa de los protocolos de acción. Cada escuela es una efervescencia. A cada problema, una determinación que a veces precisa ser instantánea, que se va el tiempo, que las excepciones son muchas veces la regla y el riesgo.
Estuve en reuniones con compañeros docentes y me quedo con algunas frases para ponernos en el lugar de los que van a estar en la escuela concretamente acompañando a los niños mientras las cámaras se quedarán con ministros y funcionarios. Una docente expresó tener miedo, logrando la adhesión de los participantes de la reunión instantáneamente. Su miedo es el de todos y no sólo al contagio. El miedo pareciera formar parte de la nueva normalidad que esbozaran algunos, convivir con el virus y hacer que los padres firmen declaraciones juradas sin una resma ni tinta en la impresora de la escuela. Es el emergente del pibe que no trajo barbijo, de los padres que llegaron tarde a buscar a los alumnos resquebrajando la organización escolar sostenida con alfileres, de los que abrazan al docente porque lo extrañaron. De los que se retiran solos o acompañados y hay que firmar esos documentos, esas autorizaciones. De los padres o alumnos que tosen. Con una ventilación dudosa en las aulas, distanciamiento de un metro y medio ordenado. Hice la primaria en los 80, la formación tenía lugar y casi de modo castrense tomábamos distancia extendiendo el brazo. La práctica se fue abandonando con el relajamiento de las costumbres para resucitar imprevistamente ante las necesarias precauciones de los cuidados sanitarios. El vínculo pedagógico tan necesario en el aprendizaje deberá recrearse con una mirada a los ojos, con el tono de voz y la distancia.
El miedo pareciera formar parte de la nueva normalidad que esbozaran algunos, convivir con el virus y hacer que los padres firmen declaraciones juradas sin una resma ni tinta en la impresora de la escuela.
Y se larga, se larga la carrera que esperemos y rogamos que no sea como la de las gallinitas corriendo hacia el precipicio. Con el barbijo, la pluma y la palabra. Con un deber pedagógico casi sentido como imposición, como parte del contrato social que legara el maestro coronado en el bronce pero mortal como cualquiera Domingo Faustino Sarmiento. Desde el billete de cincuenta pesos, se viralizó su estampa en las redes sociales pidiendo la vuelta a las escuelas. Sombra terrible de Sarmiento, sacralizada figura en las escuelas de la Ciudad de Buenos Aires, donde se entona su himno no sólo los once de septiembre sino cuando no hay canciones en otras fechas patrias. Sarmiento en todos lados, pero el plan Sarmiento de entrega de computadoras desfinanciado y una asignación presupuestaria a Educación menguante. Sueldos docentes e infraestructura escolar por el piso que embarran la pista de la carrera enloquecedora que se va a largar. Alcohol en gel, lavandina, pero no alcanza.
En otra de las reuniones de las que participé hace poco, un docente de una escuela suburbana, de un barrio pobrísimo de sur de la Ciudad de Buenos Aires, dijo “y bueno, empezaremos hasta que estalle la bomba atómica”. Sentir que están tirando nafta al fuego. Pataleando en el aire, sin saber cómo se empieza y mucho menos cómo va a terminar. Un baile de aquéllos, pero no de carnavales cariocas como los que Los Fabulosos Cadillacs animaran con su recordado tema Gitana, y que duraban toda la noche. Al ritmo de la banda, se larga la carrera. Hasta que explote.