¿Cómo se duela con una pandemia en trámite? ¿Las cifras se duelan? De lo que se trata es de pensar la idea de la muerte. Y su realidad.
¿Cómo hablar de la muerte entonces
sin haberse muerto?
Tamara Kamenszain.
El único maestro auténtico es la muerte. A partir de ella empieza todo: el conocimiento se empieza a cifrar cuando conocemos nuestra (in)existencia y se termina de constituir cuando conocemos al otro, nuestro otro, un ser que habita dentro nuestro: el inconsciente. El miedo a la muerte es el comienzo de Todo o, digámoslo sin más, el miedo es la pasión política. Franz Rosenzweig inicia La estrella de la redención (1921): “Por la muerte, por el miedo a la muerte, empieza el conocimiento del todo”.
¿Qué pensar o qué decir sobre la muerte? Es difícil abordarla porque nos conmueve, nos moviliza y, al mismo tiempo, nos deja perplejos. La muerte mueve nuestro espíritu y nos deja quietos en la pura materialidad, pero con ella no termina nada. Anne Dufourmantelle en Elogio del riesgo (2020) escribe: “La muerte es quien se arriesga en nosotros”. Nosotros no nos arriesgamos, no nos asomamos ni tambaleamos en el umbral entre vida y muerte, sino la muerte se arriesga en ese lugar y se lanza llegando como un acontecimiento inviable. Jacques Derrida en La desconstrucción en una cáscara de nuez (2009) dice: “Esperamos algo que no desearíamos esperar. Ese es el otro nombre para la muerte”. Ese algo, ese acontecimiento, que no desearíamos esperar es la muerte porque ella se arriesga por nosotros y ahí comienzo todo tanto el conocimiento como el miedo, nuestra pasión política.
La muerte mueve nuestro espíritu y nos deja quietos en la pura materialidad, pero con ella no termina nada.
La muerte tiene su contraparte que, en este caso, es la superación dialéctica: el amor. El Cantar de los Cantares lo expresa muy atinadamente: “Más fuerte que la muerte es el amor, más fuerte que la sepultura es la pasión”. El amor por la muerte, la pasión por la sepultura: el amor supera en su anverso a la muerte y la pasión, la pasión política, por la muerte despierta al miedo. Así se funda la soberanía de los Estados-modernos, así se origina la figura del soberano, por el miedo a la muerte. Esta noción ya está presente en el Leviatán, o la materia, la forma y poder de un Estado eclesiástico y civil (1651) de Thomas Hobbes. Muerte y silencio son aliadas tal como amor y vida. Retornamos a la muerte como volvemos al amor. ¿Qué tienen en común amor y muerte? Podemos llamarlo acontecimiento. El amor se nos (a)parece, nos vuelve dar vida y nos sorprende: no lo esperamos y viene, es nuestro por-venir, para inocularnos su pasión. Pero la muerte también es acontecimiento: la esperamos, pero no la desearíamos. No lo desearíamos -no porque nuestra existencia se acabe-, sino porque le pertenecemos a ella. El ser humano es autónomo, siempre y cuando, la muerte no se nos aparezca. Vivimos bajo su sombra porque nos signa en su sentido. La muerte es algo que nadie nos puede quitar o, como la define Emmanuel Lévinas, “es la paciencia del tiempo”. La muerte como alguien que espera su propia Mesías: el ser humano. Una mesianicidad que trae el alivio para la muerte.
La pregunta que nos planteamos es: ¿adónde nos lleva la muerte? ¿Qué nos motiva? ¿Qué despierta? Podemos decir, de nuevo, el amor. El amor como philia, eros o ágape, es decir, se pone en juego el vivir. Acaso, ¿cómo amar sin la muerte? ¿Cómo pensar que todo se puede terminar? ¿De dónde puede surgir tanto afecto? Lo que propongo son una serie de preguntas. Yo, y sólo yo, puedo amar a través de la muerte: amar a pesar de la muerte del otro o, mejor aún, amar más allá de la muerte. Por eso, el amor es más fuerte que la muerte porque resquebraja la lógica, transita a pesar de la muerte del otro, lucha contra sus límites. El amor, de alguna manera, deconstruye a la muerte: afrontar a la muerte, pese al dolor y el sufrimiento, es llevarla a su punto límite encontrándose encarado por el amor. El amor por el cual sucede todo, se hace acto y se vive en presente. ¿Cómo amar a un amigo, a una persona sin comprometerse con él? El amor como la muerte nos lleva, nos toma por la fuerza y nos arrastra hacia el acontecimiento: salimos al encuentro con el amor con las defensas bajas.
La muerte como el amor nos excede, pero también aparece un tercer elemento que nos termina de problematizar el asunto: el lenguaje. El amor, la muerte y el lenguaje son verdades que están fuera de nuestro alcance. Ese excedente está en un lugar que no es posible llegar: el silencio. Un lugar que no puede ser dicho: nos encontramos entre la limitación y la superación. Roland Barthes en Fragmentos de un discurso amoroso (2011) sostenía: “(Inversión histórica: no es ya lo sexual lo que es indecente; es lo sentimental —censurado en nombre de lo que no es, en el fondo, más que otra moral—)”. En este sentido, está presente la represión del sentimiento en la actualidad, pero también en la muerte. Roland Barthes lo escribe en Cómo vivir juntos (2003): “Muerte=aquello en lo que se piensa, pero tabú de verbalización”. Tanto en el sentimiento (amoroso) como en la muerte se piensa, pero no se dice. El tabú está allí y, si queremos extenderlo para pensarlo más allá, la nueva moral circundante en la sociedad: no decir y pensarlo; reprimir(se) y callarlo; silenciarse y tenerlo en presente. En la muerte pensamos, soñamos y soportamos por el amor: el amor del cual también provenimos. Nuestra supervivencia, nuestra biografía, está inscripta en el amor. León Rozitchner se pregunta en Lenguas vivas (2009): “¿Cómo no soportar la muerte si habíamos aprendido de ella [de su madre] que la vida era breve porque es intensa y bella? Esa sabiduría no era sólo de mi madre: hasta Freud cuenta que la suya también se lo hacía”. Soportamos la muerte por amor, por amor seguimos viviendo y seguimos resistiendo pese a tanto sufrimiento. Entonces antes que la muerte llegue, ¿volveremos a encontrarnos con ella, con lo no-pronunciable, con la lengua materna? Ahí, y sólo ahí, se expresa la alteridad de la muerte: el amor.
Nosotros extraemos el néctar de la vida a través de la muerte, del miedo a la muerte, para sobrevivir en una vida repleta de riesgos y peligros, pero allí se encuentra el amor.
Volviendo a nuestra época y nuestra actualidad, ¿cómo se duela con una pandemia en trámite? Emmanuel Taub se pregunta: ¿las cifras se duelan? Quizás esta es la pregunta que subyace en este texto y en la pandemia: ¿se puede duelar una cifra? ¿Cómo se duela una cifra? Sin embargo, como afirma Jacques Derrida en La hospitalidad (2000): “El duelo correcto es el duelo imposible”. No hay modo correcto de hacer un duelo, entonces ¿lo habrá para duelar una cifra? Duelamos, vivimos y amamos, así sin más, por el otro porque, como sostiene Franz Rosenzweig, “El amor sólo es completamente dulce para el mortal”. Nosotros extraemos el néctar de la vida a través de la muerte, del miedo a la muerte, para sobrevivir en una vida repleta de riesgos y peligros, pero allí se encuentra el amor. El amor, como sostiene Alexandra Kohan en Y sin embargo, el amor (2020), “es un acontecimiento en el decir”. Estamos en la cuerda floja de la vida, de los riesgos y del amor, aunque el lenguaje nos excede. Si el lenguaje nos excede es porque necesitamos regresar a nuestra patria: el Libro. George Steiner en Lecciones de los maestros (2003) escribe “La patria judía es el Libro”. Es una patria extendida que alcance al lector, al escritor y, sobre todo, al enamorado. Roland Barthes en El placer del texto y lección inaugural (1993): “El libro hace el sentido, el sentido hace la vida” para luego volver a Fragmentos de un discurso amoroso donde afirma: “Amamos a partir de un libro. Amamos porque ha habido libros. El libro precede al amor, lo conduce. El amor empieza siendo escrito”. La muerte se sobrelleva por el amor que termina siendo escrito (e inscrito). La muerte como la circuncisión se vive una sola vez y en un lugar, pero no en un tiempo. No lo decimos nosotros, lo dice Paul Celan.
La muerte es una flor que florece una sola vez.
Pero cuando florece, florece sólo ella.
Florece cuando quiere, no florece en el tiempo.