Recuperada la teoría del «empate» en la Argentina, con la polarización política y fractura social de trasfondo, nos preguntamos cómo salir de ese atolladero. La burguesía en el centro de la discusión de un empate en el que todos perdemos.
Nuestra literatura de ficción, pero también la política -la del siglo XIX, pero también la del XX y XXI-, tiene muchas páginas en las cuales se hace hincapié en las dificultades de la sociedad argentina de integrar a determinados sectores sociales. En realidad, era una dificultad de las clases dominantes de generar en esos sectores determinadas conductas sociales que fueran funcionales al modelo de sociedad que se intentaba construir.
Hasta el siglo XIX, fueron los indios, los negros, los gauchos. Sectores sociales que debían incorporar aquellos hábitos para ser aceptados -aunque sea parcialmente- en los circuitos sociales de los sectores que los consideraban fundamentalmente como mano de obra. Algunos lograron integrarse. Para otros hubo “balas para todos”, como dicen las hinchadas. Entonces (estoy simplificando, claro) se trajeron inmigrantes. Si bien en general aceptaban ser la mano de obra urbana -o probar suerte como propietarios en el pujante capitalismo agrario argentino- se sabe que algunos de ellos venían con un ideario social que los hizo mostrar su disconformidad ante determinadas situaciones. Y entonces la protesta fue más organizada: sindicatos, huelgas, boicots. Y si bien no hubo balas “para todos”, la represión fue uno de los expedientes a los que se recurrió.
Pero ya estamos en el siglo XX. El orden económico del “modelo agroexportador” tuvo las inversiones y trabajadores necesarios para funcionar y ser competitivo a nivel mundial. La construcción de un orden político requería algo más que balas o reemplazos de contingentes humanos. Se trataba ahora de construir consensos, lograr apoyos, y también votos.
Estamos ante un sector social poderoso, que no se muestra dispuesto a colaborar con proyectos ajenos, pero tampoco con capacidad organizativa para generar uno propio. Desprecia “la política de partidos” y su capacidad de lobby ha sido utilizada más bien para influir sobre otros “poderes”.
Durante años, la idea de un sector social que no lograra integrarse al juego político quedó olvidada, ya que a partir del yrigoyenismo (con su incorporación de sectores medios) y con mayor fuerza desde el peronismo con el masivo apoyo de los trabajadores la sociedad argentina construyó un sistema político en el cual todos los sectores sociales aceptaron -no sin idas y vueltas y negociaciones, préstamos y retaceos- participar de alianzas que dieran gobernabilidad y, con su más y sus menos, aseguraran el juego democrático.
Todas salvo una: un sector concentrado de la burguesía argentina, que apeló en muchas ocasiones a las Fuerzas Armadas -un sector del estado con alto nivel de autonomía y poder durante muchos años- para desbaratar escenarios político-sociales (bloques históricos podríamos decir) en los que no lograba convertir su enorme poder económico en capacidad de hegemónica. En todas esas ocasiones esgrimiendo algunos de sus leit motiv históricamente consolidados: libertad de mercado, no intervención estatal, victimización del empresariado, baja de impuestos, baja de las cargas salariales, productividad, entre otros.
Postulo que ese sector de la burguesía se trata de una clase antihegemónica o más bien -para inventar un neologismo- “hegemonifóbica”. Es decir, no sólo una clase que no puede construir consensos sociales amplios -dirección del conjunto social en el sentido gramsciano- sino que tampoco permite que nadie los construya. Quizás el gran mérito técnico de la política menemista fue no tanto “domesticar” a la clase trabajadora mediante la hiperinflación, primero, y desocupación, después, con pinceladas de represión cuando hizo falta (al fin y al cabo ese repertorio estaba en el manual del neoliberalismo), sino lograr alinear a esa burguesía detrás de un gobierno democrático que llevara adelante un plan económico-social que la tuvo como beneficiaria (en algunos sectores) o que le permitiera reconvertirse para entrar en el juego (otros sectores). Hubo incluso algunos que cavaron felizmente su fosa durante esos años, creyendo que el estallido de la burbuja del “uno a uno” podía postergarse indefinidamente.
Acá, desde el manual nos preguntarán: “¿pero cómo no van a participar activamente y dar su consenso a un modelo que los beneficia?” La respuesta -si existe- la puede dar Mauricio Macri. Los formadores de precios lo apoyaron, pero no colaboraron en absoluto en el control de la inflación (que mostró su mejor año en 2017 con un 24,8%). Las inversiones extranjeras nunca superaron el nivel de 2012 y estuvieron muy cerca del fatídico 2015. Parte del dinero que vino en concepto de deuda externa se utilizó para manejos especulativos y la “fuga de divisas” en el cuatrienio macrista llegó a los U$86.000 millones. Esas cifras no corresponden precisamente a una actitud “colaborativa”.
Ahora que se habla de la rebeldía de las derechas (como nos recuerda Pablo Stefanoni), pareciera que esas rebeldías no son patrimonio de ciertos sectores medios desencantados del estado de bienestar o simples aspiracionales lectores de Ayn Rand. Estamos ante un sector social poderoso, que no se muestra dispuesto a colaborar con proyectos ajenos, pero tampoco con capacidad organizativa para generar uno propio. Desprecia “la política de partidos”, al menos tal como se entiende hasta hoy, y su capacidad de lobby ha sido utilizada más bien para influir sobre otros “poderes” (prensa, justicia, p.e.) sin encaminarse a una construcción de un (pasemos del neologismo al arcaísmo) «proyecto de país».
Si en los ’70 se había acuñado la idea del “empate hegemónico”, que parece renacer en estos días en la mano de varios de los mejores articulistas del momento, la gran burguesía argentina parece más bien ver desde afuera el partido con las bengalas siempre listas para hacerlo terminar o hacer que le quiten los puntos al local. Incluso cuando el resultado parece favorecerle, y todos creemos que va a apoyar a un equipo -al que identificamos con su impronta por muchas razones- la burguesía detona el sistema económico, imposibilitando la construcción de un orden político duradero (¡incluso dirigido por sus uno de sus personeros!) sumiendo a todos los demás espectadores en la angustia de correr por su vida. Las “puertas 12” sociales se cobran cada día nuevas víctimas en una cancha que no goza de las mejores condiciones de seguridad. En este contexto, que la política esté empatada o ganen unos u otros, no interesa a quienes están buscando zafar del desastre que se genera en el espacio social, en el que la capacidad de daño de estos sectores es muy grande, y donde no hay empate a la vista.
Como barrabravas, ellos están inmersos en su propia disputa territorial y de negocios, prescindiendo por momentos de lo que ocurre en el campo de juego y “pudriéndola” cuando la ocasión les pinta, si es que de allí obtendrán algún beneficio: hacer prosperar sus negocios, mostrar su capacidad de presión “a los dirigentes”, y un largo etcétera.
No se puede construir una sociedad sin ellos: están aquí, a su manera, invierten, son actores principalísimos de la economía. Pero, a su vez representan un gran desafío para quien quiera construir un sistema político que funcione con cierta estabilidad por unos años.
Desde cierta óptica -digamos sociológica- este sector es el heredero -social y en muchos casos biológico- de los grandes hacendados y estancieros patricios, de la patria financiera, de la patria contratista, los capitanes de la industria. Pero en cuanto a su disposición para participar en la arena política y sumar su apoyo un determinado proyecto hegemónico que desde la política construya consensos sociales, este sector tiene más en común con aquellos marginados del siglo XIX , que no comprendían los formatos de integración que les eran propuestos desde los centros de poder. Atenti: esta caracterización puede gustarles a los monotributistas de la alt-right, pero no cuadraría mucho para quienes se autoperciben como los grandes hacedores de la argentina. Del pasado y del futuro, pero nunca del presente.
Pero entonces ¿qué hacer con esta gente? No pagan impuestos, no aceptan reglas, no necesitan localizarse ni arraigarse. «¿Y si el problema son los ricos?«, se preguntaba hace algunos años el recientemente fallecido José Nun.
No se puede construir una sociedad sin ellos: están aquí, a su manera, invierten, son actores principalísimos de la economía. Pero, a su vez representan un gran desafío para quien quiera construir un sistema político que funcione con cierta estabilidad por unos años, gracias a esta característica de autoexclusión social pero con una reserva de altísimo poder de volteo.
Con un costo social inmenso, Menem lo hizo. El kirchnerismo -con viento de cola- logró darle estabilidad a su proyecto, con una convivencia más o menos pacífica hasta que se generó un contexto de máxima conflictividad sobre todo a partir de 2008. Y la desastrosa performance de Macri demuestra que no era tan fácil domesticar -mediante premios y prebendas y un clima de negocios favorable- a estos rebeldes que prescinden del sistema social en el que viven. Quizás porque, como dijo Capusotto, gobiernan un país al que odian. En cualquier caso, es un empate que huele cada vez más a derrota.