Tensiones y distenciones, idas y venidas, el ritmo de la política lo marca el coronavirus. Con la escuela en el centro de la discusión, tras un año de cierre, la segunda ola emerge amenazante. Un intríngulis sin soluciones sencillas.
Cadena nacional del 14 de abril del Presidente Alberto Fernández. Decreto y ruptura con la Ciudad de Buenos Aires. Cacerolazos en la quinta de Olivos y en los balcones porteños. Y el estallido por los aires del triunvirato de la primera ola, ese que reunía a la Nación, la Provincia y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Las clases presenciales, esa es la cuestión.
Intento de diálogo el día después entre el Presidente y el Jefe de Gobierno. Pero uno ya tenía firmado el decreto y el otro ya había enviado la presentación a la Corte Suprema de Justicia. Como dos generales que se juntan a parlamentar pero habiendo dado antes en el llano las órdenes a los ejércitos de romper lanzas y avanzar sobre el rival (que me resulta demasiado duro decir «enemigo» en esta coyuntura que debemos atravesar entre argentinos).
La escena pone en exposición el intríngulis que llevarán aparejadas las medidas sanitarias en un contexto de crecimiento espiralado de los casos en una situación de una sociedad desgastada por la extensión y los efectos secundarios nocivos del resguardo ante el virus.
Decreto presidencial. No hay clases presenciales. Uno a cero arriba el Gobierno, en cuanto a la imposición de su estrategia sanitaria y en un partido imaginario. Fallo de la Cámara de Apelaciones en lo Civil de la Ciudad de Buenos Aires. Uno a uno, todo está como era entonces y hay clases presenciales. Habla Fernández, habla Rodríguez Larreta. Hay clases, no hay clases. Fallo de la Justicia Federal ordenando la suspensión de las clases presenciales. No hay clases. Los padres que hacen la mochila, que la desarman. Los docentes mandan el link de Zoom y lo desestiman al ratito. Pero el Gobierno de la Ciudad no reconoce ese fallo. Hay clases presenciales. Dos a uno arriba el Gobierno, pero no es reconocido por el rival, como en esos partidos de potrero en que te dicen que no fue gol porque pasó por arriba del buzo que hace de arco o fue demasiado alto el tiro. Hay clases presenciales entonces en la Ciudad y define la Corte Suprema de Justicia, que hará de árbitro entre las partes y decidirá no sólo si continúan las clases presenciales sino hasta dónde llegan (en contexto de pandemia) el poder de imposición de un Decreto Nacional y la autonomía de la Ciudad consagrada por la reforma constitucional del 94. Pero, al margen de la definición en sí de la problemática, la escena pone en exposición el intríngulis que llevarán aparejadas las medidas sanitarias en un contexto de crecimiento espiralado de los casos en una situación de una sociedad desgastada por la extensión y los efectos secundarios nocivos del resguardo ante el virus. Es la enfermedad y el remedio rudimentario de la limitación de circulación, y, por supuesto, todo lo que acarrea.
En su definición coloquial, intríngulis es la dificultad o complicación que tiene una cosa, en este caso la gobernanza de la pandemia. La disputa en torno a las clases presenciales aparece como un evento inaugural de la disrupción abierta de estrategias que puede llegar a reproducirse en otros eventos o, por el contrario, retomar el tiempo de las coincidencias, de los entendimientos. Nos situamos en arenas movedizas sociales, políticas y de la curva de contagios que vuelven a la realidad tan dinámica y efervescente que hasta el Presidente contradijo con su disposición la opinión que habían sostenido dos de sus ministros unas horas antes del anuncio.
Además de la disputa electoral y jurídica, se vislumbra otra en la arena simbólica. Los que acuerdan con las clases presenciales lanzaron consignas en las redes: sin escuelas no hay periodistas, sin escuelas no hay médicos, sin escuelas no hay abogados. Y así. Del otro lado, los que defienden la suspensión de la presencialidad postularon que sin vida no hay educación. Todas las razones son atendibles y tienen su parte de verdad, a las dos posturas los asisten también fundamentos sanitarios: las escuelas no serían lugares de contagio demostrarían las evidencias. Pero, advierte el gobierno nacional, las clases presenciales dan lugar a un aumento importante de la circulación y, en consecuencia, de los riesgos en un contexto de aumento vertical de la cantidad de contagios.
La derecha en la Argentina, aún con la simplificación que entraña esa denominación a veces discutida, ha levantado la bandera de la educación presencial. Rodríguez Larreta largó primero el ciclo lectivo, el 17 de febrero y plantea fuerte que las escuelas serán lo último que se cierre. Mauricio Macri comparte en las redes sociales que está haciendo un curso sobre los viajes de Domingo Faustino Sarmiento que dicta Laura Alonso. En la Ciudad de Buenos Aires, desde hace una década la marcha de Sarmiento se canta en las escuelas en todas las fechas patrias que no tengan su propio canto alusivo. Se puede discutir acerca de la sinceridad de la declamación sobre las preocupaciones educativas, habida cuenta del recorte en el presupuesto de la Ciudad. Uno podría decir, mirando retrospectivamente la gestión del anterior gobierno nacional, que la educación hubiera sido lo último en convertirse en Secretaría. Pero la estrategia política puede contrastarse con datos duros -presupuestos en infraestructura menguantes, por ejemplo- y también verse en la dimensión simbólica con la Ministra de Educación y el Jefe de Gobierno sentados en una salita de jardín de infantes. Doña Rosa no suele detenerse a mirar presupuestos, cifras, sino que ve a los niños calzarse el guardapolvos e ir a la escuela.
Y aquí es interesante plantear que la defensa de las clases presenciales apunta simbólicamente a una idea de futuro. La educación como promesa de un porvenir mejor, intentando abrir así sea en el imaginario un horizonte al que es más fácil dotar de un relato épico y movilizador.
La defensa de las clases presenciales apunta simbólicamente a una idea de futuro. La educación como promesa de un porvenir mejor, intentando abrir así sea en el imaginario un horizonte al que es más fácil dotar de un relato épico y movilizador. El sanitarismo necesario para preservar vidas tiene mucha mayor dificultad en encontrar una imagen en torno a la cual demostrar su legitimidad, su éxito, porque dicha meta se basa en lo que no es, a lo que no se quiere llegar: al colapso sanitario, que sin embargo se insinúa.
En contraste, el mayor desafío del gobierno nacional, en este sentido, es poder dotar a las medidas de restricción o cuidado sanitario de un sentido épico. Los que postulan las clases presenciales pueden tomar la imagen de los chicos vestidos de guardapolvos yendo a aprender, a capacitarse para el futuro. El sanitarismo necesario para preservar vidas tiene mucha mayor dificultad en encontrar una imagen en torno a la cual demostrar su legitimidad, su éxito, porque dicha meta se basa en lo que no es, a lo que no se quiere llegar: al colapso sanitario, que sin embargo se insinúa. Por eso, la importancia de la vacuna que algunos tradujeron en que una vacuna será igual que un voto. Un escenario de vacunación masiva abriría un horizonte de expectativas de un futuro mejor. Pero estamos lejos para eso todavía.
Dos posturas, entonces, que podríamos calificar en cierta manera, y de modo simplificado, de defensa de ciertas aperturas y de conservadurismo sanitario. Las posiciones relativas de unos y otros y el costo de sostenerlas se cristalizarán en los resultados. En escenario de colapso sanitario que ojalá no suceda, la postura aperturista puede ser interpelada a responder por su responsabilidad en la consecución de ese resultado. Por otro lado, en escenario de colapso sanitario, económico y social, el conservadurismo sanitario tendrá que responder las interpelaciones de que con sólo asegurar la vida (y relativamente) no alcanza. Entre esas tensiones centrífugas puede darse el desenvolvimiento de la segunda ola, que Kicillof califió de tsunami, mientras Quirós dice que la evolución de los casos insinúa una discutible meseta pero demasiado alta. Las imágenes otra vez: la ola que arrasa con todo y de la que hay que guarecerse y la meseta que permite conservar la calma y la continuación de algunas actividades.
El intríngulis jurídico lo resuelve de alguna forma la Corte Suprema de Justicia. El cisma político seguirá su curso, sin descartar disputas pero también nuevos encuentros y diálogos porque ambos conflagrantes se necesitan: el Gobierno Nacional a la Ciudad para hacer respetar las medidas sanitarias en uno de los grandes centros urbanos y evitar que los contagios se expandan al resto del país. Y la Ciudad necesita al Gobierno para proveerse de elementos como respiradores, vacunas y toda la coordinación que la situación sanitaria implica. Los relatos y disputas simbólicas seguirán su curso, y el desafío que tienen tanto gobierno como oposición es, de alguna manera, conjugar el necesario conservadurismo sanitario con una idea de futuro. Cuidar el presente sin perder la idea de futuro. En lo posible, con diálogo y reconstruyendo consensos porque la segunda ola es más alta que la primera y encuentra a todos cansados, saturados, al límite. En medio de tanto berenjenal, se logró el acuerdo político, aún con prevenciones, de postergar un mes las PASO. Paso a paso. Que por algo se empieza.