La izquierda contemporánea vive tiempos complejos, entre la incertidumbre y la nostalgia. Asumiendo la perplejidad ante lo que nos ocurre, es momento de imaginar alternativas más allá del neoliberalismo y con radicalidad democrática.
A Paola Vázquez y el GITyFP-UACM
En 2020 publiqué un libro, cuyo sentido ha crecido para mí con las revisiones de los lectores. Entender mejor lo que dije, lo que me faltó o no supe abordar es un descubrimiento que agradezco mucho. El libro se titula Con el ánimo perplejo. Un ensayo sobre la izquierda en democracia (Gedisa-UACM).
Atendiendo a pulsiones internas, algunas claras y otras no tanto, pensé en el libro como una manera de ordenar dudas sobre el apasionante tema de la izquierda y sus transformaciones inducidas por la atmósfera democrática. Por no tenerlas, renuncié a ofrecer respuestas definitorias, ocupándome en ensayar esquemas, teorías y formas narrativas para perfilar interrogantes sugerentes y provechosas. Además de explorar en obsesiones propias, al inicio supe también que este libro gozaría y exhibiría un heterogéneo caldero de influencias. Formalmente esto compuso un caleidoscopio reflexivo con elementos del cine, la música o la novela, además de la ciencia política, la sociología o la historia social. Ha sido, sin embargo, un lector agudo quien dio con las mejores palabras para describir lo que hice. “Este libro (dijo esa voz) se propone investigar cómo es que llegamos hasta aquí, qué ocurrió para que hoy estemos en un momento donde la izquierda parece no satisfacernos”.
Perplejidad: el humor que ese lector percibió en el libro es una tribulación generacional frente a los cambios ideológicos de una izquierda inserta en entornos y desafíos democráticos. Es, para más señas, una perplejidad anímica convertida en perplejidad analítica para escribir sin el compromiso de prescribir recetas que disimulen la incertidumbre.
Ha sido, sin embargo, un lector agudo quien dio con las mejores palabras para describir lo que hice. “Este libro (dijo esa voz) se propone investigar cómo es que llegamos hasta aquí, qué ocurrió para que hoy estemos en un momento donde la izquierda parece no satisfacernos”.
Otra lección que debo, especialmente a las disonancias con lo que escribí, es recordar que con el tema de la izquierda cada libro pretende ganar su acceso a una honda, contradictoria y por ello viva tradición de debates. Nada exactamente inédito fluye debajo de este puente, pero, con suerte y empeño, alguna combinación de piezas puede rearticular un enfoque que merezca examinarse si echa luz sobre zonas menos trabajadas. Además de una revisitación crítica de las transiciones democráticas, esa perspectiva que sólo el tiempo permite me ayudó también a repensar la izquierda sin la apabullante naturalización teórica y social que el fin de la Historia y el idealizado vínculo democracia-mercado tuvieron luego de 1989. Aquella legitimidad de la hegemonía neoliberal, llamada por Ivan Krastev y Stephen Holmes una era de imitación del liberalismo occidental, habría empezado a mostrar fisuras desde 2008 con la crisis económica mundial.
Una última fuente de aprendizaje, detectable en las páginas del libro, fue la discusión de sus borradores con universitarios que promedian los 20-23 años. Recibir sus interpelaciones fue un flujo positivo para mis premisas e hipótesis. Mi formación ideológica de izquierda no está presente, y no conecta nada, con la socialización política de jóvenes a quienes Allende, Guevara, Revueltas, Fonseca Amador, Zitarrosa, Walsh o Alberti no les dicen mucho. Tan fácil de ver, pero difícil de aceptar para una generación donde la izquierda aspiró sobre todo a ser una contracultura. Pero esos objetivos, no lo olvidemos, estuvieron relacionados con un contexto histórico en el que la democracia no era, ni para la sociedad, ni para la subcultura de izquierda, la forma legítima y globalizada de la política –en la que se convirtió luego del fin del comunismo y los sueños radicales de la transición socialista.
Planteadas estas coordenadas, quiero sintetizar cuatro aspectos que asumo como pretextos para continuar debatiendo lo que son para mí (des)encuentros entre la izquierda y la democracia, carentes hasta ahora de una definitiva y/o estática solución de continuidad.
Una paradoja. ¿Por qué en democracia, cuando la izquierda adquiere una presencia electoral y gubernamental que no tuvo antes, existe la idea y sensación de su crisis ideológica e identitaria? ¿El neoliberalismo dominante contradice las posibilidades de seguir siendo de izquierdas? Condicionado el régimen político por un modelo económico y cultural neoconservador, ¿la democracia es un clima social que desdibuja a la izquierda? Ejemplos de esta tensión entre la democracia y la izquierda abundan. Un botón ilustrativo es el actual gobierno de Andrés Manuel López Obrador en México. Llegando al poder en elecciones democráticas, entre él y sus seguidores ocurre un contrasentido sintomático: para sus bases de apoyo, López Obrador es un dirigente de izquierdas, pero esa imputación ideológica es sistemáticamente rehuida por quien no asume esa identidad, y que cuando se ha visto forzado a definirse en esos u otros semejantes términos, recurre a una vaguedad: “ser de izquierda es tener buen corazón”. El antiestatismo neoliberal, el militarismo, el desprecio a los movimientos sociales y feministas, y los símbolos cristianos y tradicionales de AMLO lo alejan de una resolución ideológica, pero lo mantienen al frente de los índices de popularidad electoral. ¿Es López Obrador un populista de derecha, como le achacan sus opositores? ¿Apartada de signos ideológicos, la suya es más bien una estrategia redituable en democracia, justamente por su distancia con un programa de izquierda? ¿La democracia nos obliga de este modo a elegir entre la izquierda ideal y la izquierda real? ¿Cuánto del vigente espacio democrático de competencia trasciende y adelgaza el clásico clivaje izquierda-derecha?
La derrota. “No se pudo, comencemos de nuevo y con otras ideas”. Estas son palabras del cineasta colombiano Sergio Cabrera en una de las presentaciones del libro Volver la vista atrás, escrito por Juan Gabriel Vásquez. Capturada por esta maravillosa “novela real”, la biografía de Cabrera es una metáfora del proyecto radical de izquierda de asaltar el poder. Llevado por sus padres cuando tenía trece años a la China maoísta, que tras romper con Stalin promueve la revolución mundial y la exportación de guerrillas, Sergio Cabrera se convirtio en un fanático e iracundo Guardia Rojo, adiestrándose en el uso de las armas antes de insertarse en la guerrilla a su vuelta a Colombia. El fracaso de aquella vía está detrás de sus actuales palabras reajustadas en canales democráticos para la izquierda. Suspender la política, mientras en combates militares se tomaba el poder, fue una alternativa extrema derrotada por las dictaduras y la consecuente mudanza de preferencias hacia la democracia. La transición no fue así hacia el socialismo, sino hacia un régimen democrático que implicó la reconversión ideológica ante una realidad refractaria al tipo de cambio social teorizado y soñado.
Ambivalente, por cuanto esa realidad implicó resignificaciones virtuosas y dilemas difíciles de transitar, la democracia relegitimada llegó con restricciones y compromisos: 1) una base estructural desplazada de la economía mixta al neoliberalismo fantasioso; 2) la preeminencia en su concepción de las dimensiones liberales por encima de las de autogobierno popular; 3) un liberalismo empobrecido, y anclado en libertades económicas, al perder la fructífera rivalidad que la competencia con el socialismo le planteaba; 4) sistemas de partidos desestructurados por directrices que eclipsaron sus funciones de representación social concentrándolas en zonas preservadoras del statu quo; 5) despolitización democrática, encarnada en la ironía de poder cambiar los gobiernos, pero no las políticas económicas.
Aunque no todos, sectores de la izquierda decepcionados del socialismo real y reagrupados en un liberalismo inopinable desde el que la democracia es vista como un sistema postideológico, fueron voces prominentes en la gestación de estos giros. “No hay alternativa”. Con más y seductoras palabras, esta legitimación intelectual validaría, desde la propia izquierda, un agrietado y oligarquizado “liberalismo democrático”.
Por si esto fuera poco, en países como México la transición a la democracia arribaría por la derecha, confirmando que el régimen democrático estaría privado de algún pacto o momento socialdemócrata que reconsiderara atender las dislocaciones sociales de un capitalismo en clave financiera y tecnológica. Aunque no todos, sectores de la izquierda decepcionados del socialismo real y reagrupados en un liberalismo inopinable desde el que la democracia es vista como un sistema postideológico, fueron voces prominentes en la gestación de estos giros. “No hay alternativa”. Con más y seductoras palabras, esta legitimación intelectual validaría, desde la propia izquierda, un agrietado y oligarquizado “liberalismo democrático”. Quizá como piso mínimo para construir otra cosa, tal vez como un precio razonable por la apertura de la liberalización política, o porque las consecuencias de toda apuesta son moneda corriente, la transición democrática llevaría estas marcas accidentadas a las que la izquierda debería adaptarse.
Las reacciones adaptativas. Empecé a delinear en el punto anterior lo que considero una de tres reacciones adaptativas de la izquierda a la democracia producida por las transiciones. Analíticamente distinguibles, llamo a éstas una adaptación: 1) realista, 2) nostálgica y 3) postmoderna. Detallo lo mínimo de estas caracterizaciones.
Pragmática, y fundada en la certeza de que el tiempo histórico no podía leerse por afuera de la legitimidad de las democracias y las economías de mercado, la reacción realista asumió este “nuevo realismo” postulado como sentido común y lenguaje normativo de la modernidad. Crucial en este reordenamiento del sistema de ideales fue, justamente, la resonancia de una renacida teoría de la modernización impulsada por la condición abstracta y universalizable del mercado y la democracia, tomados como procedimientos técnicos para desahogar tramas colectivas. Boyante durante los años 90’s, esta concepción vive hoy un proceso de erosión de sus fuentes conceptuales, toda vez que el rendimiento material del neoliberalismo ha hecho trizas sus propias promesas. La sustentabilidad del nexo liberal entre mercados y democracias parece depender así, en circunstancias donde la economía y la propia geopolítica no son ya las del fin de la Historia, de una relectura y reinterpretación exigentes de los regímenes democráticos a partir del desfase entre sus expectativas y su experiencia empírica. Por la humana necesidad de hallar la cuadratura del círculo de los sinuosos desarrollos históricos, el salto hacia otro y más profundo sentido de la democracia (que recoja las nuevas interacciones entre el contexto social y el contexto teórico) ha tenido hasta ahora una receptividad menos enérgica y creativa de lo esperable. Sectores académicos parecieran mirar con enfado y desconsuelo la tarea de reelaborar un imaginario conceptual que reactualice su realismo. Con contadas excepciones, la condena a priori de cualquier forma política que irrite al canon liberal es una muestra de esta resistencia, vehementemente afirmada en épocas de celebración de la pluralidad democrática.
Con reacción nostálgica quise referirme, por otra parte, a un conservadurismo con diferentes planos de expresión. Desde el mítico y falso “todo pasado fue mejor”, hasta la creencia en la probabilidad de revitalizar una matriz estado-céntrica donde la política vuelva a ser el único eje estructurante, esta estrategia de la izquierda desestima la complejidad y fragmentación sociales que tornó indispensables las democracias en climas seculares, globalizados, tecnológicamente revolucionados, y en los que el individualismo expandido alumbró un irreversible cambio de valores. Imaginar siquiera que este trayecto histórico pueda remplazarse por un orden depositado en fuerzas integradoras ya superadas, devela una reacción de izquierda que, por ignorarlo todo, está dispuesta a desconocer y despreciar las causas de la legitimidad social del neoliberalismo. Sin discernir las razones por las que el modelo de mercados neoliberales triunfó culturalmente, muy a su pesar esta izquierda ha servido también a la reproducción de lo que dice combatir.
Antecedida por las batallas programáticas de los años 70’s, y el arraigado antiestatismo que la derecha y las nuevas izquierdas compartieron entonces, la reacción postmoderna lidiará con la democracia neoliberal apuntalando las demandas y agendas de la diferencia, superpuesta ésta a la tradicional posición igualitaria. Hija de su tiempo, esta postura avanzará una sensibilidad postmaterial, reclamando al universalismo una ceguera autoritaria, occidental y enajenante. Con logros innegables, como la virtuosa politización del género, la dispersión de estas proclamas responderá a una atmósfera social y teórica deslindada de los metarrelatos e ideologías progresistas, reubicadas ahora como trampas o inercias conservadoras. Por no poder ni querer rearmarla, la necesaria ficción de la sociedad como un ente supraindividual fundado en la prioridad de lo común sobre lo particularista o personal, sobresaldrá entre los límites de esta reacción, no casualmente refuncionalizada también por un neoliberalismo cómodo ante la creación de nuevos mercados al gusto de los patrones identitarios, decolonizadores o de consumo postmoderno.
Me parece importante reparar aquí en un matiz. Estas reacciones de izquierda al sistema ecológico de las democracias de mercado son frecuentemente pensadas como ejemplos de su desideologización; evidencias, pues, de la sensación afligida de una crisis o pérdida de la ideología. Mi propuesta es otra: estas reacciones son demostrablemente ideológicas, esto es, conforman expresiones y variantes de la evolución (que no muerte) ideológica de la izquierda dentro del contexto democrático. Mantener la reserva, y seguir así estipulando que los últimos cuarenta años han sido de un apagón ideológico del que pronto, sin embargo, “volveremos”, es, me parece, negarse a una lectura crítica de la derrota; imprescindible para aprender de los errores sin dejar de valorar el espíritu con el que nuestras mejores utopías fueron trazadas. Para idear otro mundo es preciso así partir de las enseñanzas retrospectivas sobre los caminos que nos trajeron hasta aquí. Melancolía crítica de izquierda, como el historiador Enzo Traverso llama a esta dolorosa, pero fructífera auscultación.
La pluralidad de las corrientes de izquierda, la inexistencia de un sujeto teorizado para la revolución, y la tarea de hacer reemerger con muchos y heteróclitos afluentes las demandas por la justicia social, son reajustes ya imborrables. Recuperar la competencia socialista al liberalismo, mostrado como está que el liberalismo progresista requiere de ese contrapunto para vigorizarse, es, asimismo, otra apuesta de futuro.
El fracaso neoliberal. Cierro con un apunte optimista. Si los cambios ideológicos de la izquierda está conectados con el espíritu de la época luego del desplome del Muro de Berlín, hace poco pero sonante tiempo que aquel marco del fin de la Historia está siendo derrotado precisamente por la historia. Ni la geopolítica de hoy es la de 1989, ni la legitimidad neoliberal es ahora la de entonces, ni tampoco la democracia liberal carece ya de rivales. Leer e interpretar la incertidumbre económica, política y cultural apela a la mejor tradición de izquierda de pensar y repensar el mundo. De esa labor, quiero creer, puede destacarse un nuevo papel para la izquierda tras el saldo ambivalente de su forzosa y no controlada adaptación a una democracia maniatada y reducida por los mercados.
Un activo que enriqueció a la izquierda durante esta metamorfosis ha sido enfrentar su propia falibilidad y contingencia. Luego de lo vivido con desconcierto, no podemos seguir sacralizando una suerte de ontología que nos haría mejores que los adversarios. El manido discurso de “la autoridad moral” de la izquierda, por no servir, no debiera ser ya ni un discurso de andar por casa. La pluralidad de las corrientes de izquierda, la inexistencia de un sujeto teorizado para la revolución, y la tarea de hacer reemerger con muchos y heteróclitos afluentes las demandas por la justicia social, son reajustes ya imborrables. Recuperar la competencia socialista al liberalismo, mostrado como está que el liberalismo progresista requiere de ese contrapunto para vigorizarse, es, asimismo, otra apuesta de futuro.
En un tiempo así por-venir, sería provechoso una vez esclarecido que el cambio ideológico de la izquierda ha sido una prueba de la democracia, proyectar y relatar retrospectivamente un efecto inverso, es decir: cómo, en base a qué rearticulaciones y mediante cuáles influencias la democracia liberal fue impactada y profundizada por causa de los ideales y desafíos de la izquierda. ¿Por qué no? ¿Por qué no podría ser de este otro modo?