Las protestas en Cuba abren nuevamente la discusión sobre la democracia y las promesas incumplidas de la Revolución. Javier Franzé reflexiona sobre el horizonte político que se abre y las dificultades de pensar lo político más allá de las condenas o defensas a ultranza.
¿Por qué es tan difícil pensar Cuba? ¿Por qué produce tantos discursos contradictorios, capaces de hacen olvidar los derechos humanos a algunas izquierdas y de recordar los derechos de los homosexuales a ciertas derechas? ¿Por qué las redes sociales se abarrotan de posiciones partisanas a favor o en contra sin paliativos?
El problema que plantea Cuba no es si constituye sin más una dictadura o una democracia. Cuba no pone a prueba la autenticidad de nuestras convicciones democráticas. Representa algo más intrínsecamente político. Porque para nadie que piense políticamente ni la democracia ni ningún otro valor encarna un absoluto. No es así ni siquiera para las propias democracias actuales. Éstas se presentan como herederas de culturas, sistemas y acontecimientos no todos ellos democráticos en nuestro términos contemporáneos: Grecia, Roma, el judeo-cristianismo, Aristóteles, Platón, la Revolución francesa y la Segunda Guerra Mundial, por citar sólo a algunos. Lo cual es un modo de reconocer que hay rasgos no democráticos que pueden formar parte de la democracia, nutrirla, sea como antecedentes o como atributos. E incluso como precio a pagar, pues éste siempre guarda un vínculo íntimo con lo que se defiende, no es externo a los propios valores. En definitiva, ni la democracia, ni ningún otro orden están hechos todos ellos de su misma materia. No son puros sino mestizos, comparten rasgos y valores con otros modos de vida.
Pero, además, el modo de ese mestizaje no es necesariamente coherente, ni lógico. No es una mera mezcla o combinación de factores que da un resultado nuevo pero armonioso. En política, rojo y amarillo no dan naranja.
La pregunta entonces no es si Cuba es democrática sin más, pues ya casi nadie afirma tal cosa. De hecho, lo que sus defensores apoyan es “la Revolución”. La pregunta es más bien si el orden actual y el proceso histórico revolucionario pueden constituir parte de un proceso democrático y, en tanto tales, deben ser en algunos aspectos defendidos o, al menos, no condenados en su totalidad.
Por eso, para afirmar el propio carácter democrático no basta con decir que Cuba es una dictadura. Quien lo haga, de inmediato será sometido —como estamos viendo en estos días— a otro examen: Colombia, Emiratos Árabes Unidos, China, Rusia, e incluso Estados Unidos o Europa en su conjunto. Difícilmente se encontrará un discurso que incluya a todos éstos en un mismo grupo de países no democráticos. Y ello en razón de la heterogeneidad de valores que representan. La dificultad para pensar Cuba, si se la quiere mirar de frente, no radica en descubrir el país que el otro está queriendo ocultar al hablar de la isla. El problema radica en que Cuba es quizá el caso más polémico (mucho más que la propia URSS en su día) porque lleva al extremo la inconmensurabilidad de los valores que componen todo imaginario político. Por eso las discusiones eternas en torno al caso son siempre repetidas: el anti-imperialismo anti-norteamericano es contestado con el yugo soviético; la pobreza es confrontada con el bloqueo; a la dictadura de la nomenclatura se le enrostra la dignidad del pueblo… y así al infinito.
La clave no está exactamente ahí, pero sí cerca: el inconveniente es que no hay modo definitivo de evaluar cuánto anti-imperialismo yanqui compensa el “yugo soviético”, ni cuánta pobreza es tolerable para no ceder al bloqueo, ni cuánta dictadura se justifica para mantener la soberanía.
El problema de las discusiones en bucle es que las posiciones condenatorias y apologéticas no quieren reconocer que también ellas están haciendo una cuenta entre bienes y males relativos, es decir, que están pagando precios por afirmar sus valores. En definitiva, que están absorbidas —como no podía ser de otro modo— por la lógica de lo político; más precisamente, de la ética política, que obliga a elegir entre valores sin medida común. Cancelar esa cuenta es querer huir de lo político.
Dado que la democracia no se afirma ni se hace sólo con componentes democráticos (ahí están las cabezas cortadas de las revoluciones “burguesas”, las guerras de liberación del Tercer Mundo y los muertos de las luchas anti-autoritarias), el problema se sitúa en otro lugar: en el aspecto procesual, construido de todo orden, que implica decidir unos precios a pagar desconociendo si sus consecuencias los justificarán.
La pregunta entonces no es si Cuba es democrática sin más, pues ya casi nadie afirma tal cosa. De hecho, lo que sus defensores apoyan es “la Revolución”. La pregunta es más bien si el orden actual y el proceso histórico revolucionario pueden constituir parte de un proceso democrático y, en tanto tales, deben ser en algunos aspectos defendidos o, al menos, no condenados en su totalidad. La identidad política de quien aborda la cuestión Cuba no se juega ahí, sino en si se considera que la Revolución cubana, aun no siendo una democracia al uso (liberal representativa), contiene algunos rasgos salvables para un régimen de ese tipo y qué precio se está dispuesto a pagar por ellos.
De este modo, el debate se volvería más rico si se planteara no en términos dicotómicos reduccionistas, sino discriminando eso que se plantea como un todo (la democracia o la Revolución). Históricamente, dos son los rasgos que los defensores del proceso cubano han resaltado como virtudes de la Revolución, especialmente en el contexto latinoamericano y caribeño: la preservación de la soberanía popular y nacional, y el bienestar sanitario y educativo de la población. Para esta discusión que planteamos no importa si ambos son “hechos probados”, si son “realmente así” o “propaganda del régimen”. Ésa es otra cuestión, sin dudas valiosa y pertinente. Pero lo relevante es qué lugar les de en su argumentación a esos méritos aquel que así los considere. Porque de lo único que estamos seguros es que no puede otorgarle —si quiere pensar políticamente— un valor absoluto, sino que deben entrar a formar parte de una cuenta dramática, sin respuesta obvia de antemano, entre bienes y males inconmensurables. Al fin y al cabo, democracia y Revolución ejemplifican bien esa tensión.
Lo interesante del caso cubano es que muestra que ningún orden admite una posición condenatoria o celebratoria en su conjunto. Y no porque siempre haya cosas buenas que rescatar, sino porque aun las pésimas respuestas son síntoma de importantes problemas a resolver.
En efecto, ni la oposición cubana considera —por necesidad o por virtud—que no hay nada rescatable de la Revolución: la demanda “Patria y vida”, como reescritura de “Patria o muerte”, así lo indicaría. Y, con toda seguridad, ningún defensor consecuente de la Revolución pueda afirmar que la situación actual es el horizonte final que se propusieron los insurrectos de Sierra Maestra, ni negar que el pluralismo, las libertades individuales e incluso la desigualdad están entre las materias pendientes.
Lo interesante del caso cubano es que muestra que ningún orden admite una posición condenatoria o celebratoria en su conjunto. Y no porque siempre haya cosas buenas que rescatar, sino porque aun las pésimas respuestas son síntoma de importantes problemas a resolver. Europa aprendió incluso del nazismo que no era políticamente recomendable humillar el sentimiento nacionalista —por exagerado que fuera— como había ocurrido en Versalles. Y del fascismo que las mesas de concertación social entre patronal y trabajadores, hoy vistas como pilar de las democracias consensualistas, podían ser instrumentos para alcanzar un mínimo de bienestar material en el Estado de Bienestar. También el comunismo soviético permitió ver que el atraso más brutal puede ser caldo de cultivo del totalitarismo.
Pensar Cuba es pensar cualquier orden político… políticamente. Condenarla o alabarla sin matices es volver personal un asunto comunitario: hacerse trampa jugando a solitario en el filo de la navaja de la ética política. Más arduo, y por eso más provechoso, es exponer la cuenta que estamos haciendo: qué nos resulta rescatable y qué condenable y por qué, en función de nuestros valores. En este caso, los de la democracia.