Juan José Martínez Olguín no es afecto a las afirmaciones taxativas, prefiere la reflexión acompasada y las preguntas antes que las respuestas. Sus ensayos son una invitación a pensar la política actual y sus desafíos, con el pluralismo cono eje.
A estas alturas, más allá de ser un joven y promisorio investigador de la teoría política, Juan José Martínez Olguín es un amigo de la casa. Sus columnas en La Vanguardia ya se han hecho una sana costumbre, intervenciones donde se combina una original mirada de la coyuntura política con una reflexión teórica densa y renuente a atajos y postureos.
En el año 2021, Martínez Olguín publicó dos libros que, a primera vista, resultan muy diferentes: El parpadeo de la política (Miño y Dávila, 2021) y Ensayos en tiempo de cuarentena (Eudeba, 2021). El primero, un ensayo sinuoso, denso, abstracto, sobre la escritura y la política, tributario de las investigaciones académicas del autor, pero en un registro ensayístico, casi experimental. El segundo, una compilación de reflexiones sobre la pandemia del coronavirus -algunas de las cuales han visto su primera versión aquí-, pero prestando atención a sus efectos políticos y sociales, desde y más allá de la biopolítica. A pesar de las diferencias, ambos libros están unidos por preocupaciones comunes y un estilo de exposición del que Martínez Olguín hace gala.
Leer, así como conversar con Martínez Olguín, es sumergirse en una reflexión profunda, a veces incómoda, donde las preguntas se multiplican y las respuestas, si aparecen, son siempre contingentes, provisorias. Con oportunidad de sus nuevos libros, le propusimos conversar un rato con nosotros para La Vanguardia, que, como él dice, ya es su hogar.
«Los lectores nunca estamos presentes cuando el que escribe, escribe, y los escritores nunca estamos presentes cuando los lectores, leen».
El libro El parpadeo de la política parece inclasificable, un ensayo inasible, en sí mismo un experimento de escritura que es, al mismo tiempo, su objeto: ¿Por qué te interesaste por analizar la escritura? Y, más todavía: ¿por qué pensarla en clave política? ¿Dónde reside su politicidad?
En primer lugar, gracias por invitarme a esta entrevista y por permitirme una vez más compartir mis ideas y mis textos en La Vanguardia, un diario que ya considero mi hogar. Efectivamente es así como lo planteás: el libro es una especie de experimento de escritura, como te diría que es toda escritura, en donde la escritura misma se vuelve su objeto. Germán García tiene un libro sobre Macedonio Fernández cuyo título es precisamente ese: “la escritura en objeto”, de modo tal que lo mío tampoco es tan original. En todo caso, a diferencia del texto de García, en El parpadeo lo que intento es más bien pensar la escritura en su generalidad (pero también en su singularidad, como práctica de trazar letras y signos, aunque no únicamente) y no tanto la escritura de un autor.
Mi interés por este tema nace, te diría, casi como una casualidad, o más bien como producto de una experiencia muy situada o personal: la escritura de mi tesis de doctorado. Cuando comencé a escribirla, después de haber escrito casi 100 páginas de lo que era mi tesis original (sobre la emancipación política), “descubro” algo muy particular: que la escritura de esas páginas me resultaba ajenas a mí mismo, que había algo en esa escritura que no me “representaba” en el sentido de que no me veía ahí, en ese texto, puesto que no me veía en mi singularidad. Este “problema”, que no solo fue una cuestión práctica, porque para escribir algo hay que tener un mínimo de libido y confianza para hacerlo, se convirtió rápidamente en una cuestión “teórica” o, si querés, filosófico-política (un interés, este último, que estuvo siempre, y está en el día de hoy, obviamente, en el centro de mis investigaciones y trabajos). ¿Por qué? Porque en ese no verme en lo que había escrito nace la pregunta que le da origen al libro: ¿Por qué no verme en mi propia escritura era un problema, en primer lugar, y un problema político, en segundo lugar? Bueno (y acá va la respuesta a la última parte de la pregunta) porque la escritura es un acto político, en el sentido más profundo y fuerte, como diría Emilio de Ípola, de la palabra. Y esto por diversas razones: en primer término, porque la escritura abre un espacio y un tiempo de “revelación” de un quién, de un alguien en su singularidad, más única y excepcional, pero al mismo tiempo esa singularidad está anudada a otras singularidades, a otros quiénes que comparten ese espacio y ese tiempo, aunque disyuntos o separados tanto en el espacio como en el tiempo: los que te leen, los lectores, pero también los que escriben en otro tiempo y en otro lugar y que luego vas a leer vos o yo.
Como se puede ver, esta aparición (en el sentido más fenomenológico de la palabra) de un quién, y de muchos quiénes compartiendo un espacio y un tiempo, es muy afín a lo que la tradición continental de la filosofía política llama el espacio público (basta solo con repasar las páginas más resonantes de La condición humana, de Hannah Arendt). Ahora bien, y acá está la segunda parte de la lectura en clave política de la escritura que hago en el texto, lo que observé, rápidamente, es que precisamente esa tradición de la filosofía política, mayormente aunque no toda (acá habría que exceptuar particularmente a Lefort y a Rancière, por ejemplo), había excluido a la escritura de este carácter o condición política, por una razón que yo llamé metafísica. Porque ese espacio y ese tiempo no está compartido en presencia plena, al mismo tiempo, como el espacio público es teorizado desde los griegos hasta nuestros días, sino bajo la forma de una presencia que podríamos decir es espectral: los lectores nunca estamos presentes cuando el que escribe, escribe, y los escritores nunca estamos presentes cuando los lectores, leen. Se trata, por ende, de un espacio y un tiempo disyunto que no requiere de la presencia en carne y hueso, en persona, de los cuerpos amontonadas en un mismo lugar para mostrar la potencia expresiva y plural de su acción. Hoy en día con la virtualidad de las redes y la apertura, que en términos del espacio público, significan éstas, esto es más evidente aun. De cualquier modo, y aquí habría que hacer una distinción que me parece muy importante: no es algo inherente a las redes, a Internet, a la tecnología o a la técnica en general, sino a esa práctica humana tan especial y única que es la escritura.
Desde Aristóteles, el discurso, el logos, es un elemento decisivo para pensar la política y, más allá del paso del tiempo, hay marcas indelebles de esa idea: ¿Por qué pervive esa noción para concebir el espacio público y su dinámica? ¿Por qué la escritura, a pesar de su centralidad, está soslayada? ¿Cómo se puede pensar, en clave política, la escritura y la lectura?
Me gustaría detenerme un poco en lo primero que planteás, que me parece super interesante. Desde Aristóteles, efectivamente, el logos (muy rápidamente traducido, la palabra o el lenguaje) es el elemento decisivo que, al menos buena parte de la filosofía política, ha tomado como el elemento central, como bien decís, para teorizar o pensar la política y el espacio público. Sin embargo, ese privilegio por el logos es, te diría, heredero del privilegio del logos que en líneas generales caracteriza a la filosofía en general (y no solo a la filosofía política). Ahora bien, más allá del logos o del lenguaje hay todo un mundo que actúa y tiene consecuencias en nuestra subjetividad y en nuestra intersubjetividad: un mundo que, por supuesto, está atado e íntimamente ligado al lenguaje pero que, estrictamente hablando, no es lenguaje, ni logos ni palabra. Permitime en este punto y para aclarar un poco de lo que estoy hablando, ponerme un poco “teórico” y referirme a un filósofo que reflexiona muy bien sobre esto, y cuya lectura y “descubrimiento” debo, dicho sea de paso, a Martín Plot, amigo y colega de la UNSAM: Maurice Merleau-Ponty. Merleau-Ponty tiene un concepto, que sobre todo en el último tiempo de su pensamiento se volvió central, que, como te decía, piensa muy bien esto: el concepto de «expresión». La expresión no es una instancia derivada del lenguaje o del logos, del pensamiento o del sentido, de forma tal que primero está el pensamiento, el lenguaje o el sentido, y luego aparece la expresión para, justamente, expresar ese pensamiento lenguaje o sentido. Es inherente al lenguaje o al logos o, para ponerlo en las palabras del propio Merleau-Ponty, es un pliegue del lenguaje sobre el lenguaje. ¿Qué quiere decir esto? Que cada uno de nosotros pliega el lenguaje sobre sí mismo para hacer lugar a un estilo o una expresión (ya sea escrita u oral) que es propia de ese quién que habla o escribe (hace lugar a la aparición de una singularidad, como te comentaba antes) pero que por supuesto es heredera, reactiva y se alimenta, de un estilo o expresión que es colectiva o cultural, es decir, abreva en alguna tradición.
Ahora bien: ¿que tiene que ver todo esto con la política y con el espacio público? Bueno, precisamente la expresión, que es inherente e intrínseca al lenguaje o al logos, pero que este último no lo agota, porque siempre se le escapa, es una dimensión fundamental de la política: la expresión, repito, en el sentido merleau-pontyano de la palabra, es decisiva para comprender los fenómenos políticos, no solo porque, como mencioné, es heredera de una tradición, una historia y un pasado, sino porque además es central para comprender, por ejemplo, el “éxito”, el ascenso o la mayor gravitación de ciertos estilos o formas expresivas en los diferentes sistemas políticos, o en la esfera pública en general. Por ejemplo: ¿por qué el estilo Trump o Bolsonaro puede haber tenido lugar con tanta “efectividad”? No solo por las razones sociales, culturales, ideológicas, geográficas o de otro tipo que comúnmente podemos reconocer como factores decisivos de este tipo de fenómenos políticos, sino porque hay algo de la expresión o del estilo de estos actores políticos, que no solo se reduce a lo que están diciendo (discursos xenófobos, antisistema, patriarcales o nacionalistas), sino también al estilo de ese decir. Ahora bien, volviendo un poco a tu pregunta, tanto la escritura como la política, decía Merleau-Ponty, son las instancias en donde los efectos de la expresión, y la expresión misma, es amplificada y su poder tiene efectos sociales duraderos.
Una última cuestión en relación con esto, que menciono porque es muy importante porque en el último tiempo estas concepciones han sido bastante revitalizadas por parte de la teoría política para pensar los fenómenos políticos: la expresión, en el sentido en el que estamos hablando, no tiene necesariamente que ver con los afectos o con los sentimientos. Es un concepto bastante más complejo, que los abarca, o los puede abarcar, pero que de ningún modo los explica o aquéllos explican a este concepto.
«La política sigue siendo dependiente, en su arista más fundamental, del sentido y de la palabra y, sobre todo, como vengo de decir, de la expresión».
Leyendo tu libro, y haciendo caso a algunas de sus sugerencias, me surgió la reflexión en torno a la escritura en nuestra política contemporánea: todas las actividades de campaña y difusión no deliberativas (siguiendo en esto a Michael Walzer), la condición de aptitudes de lecto-escritura para formar parte del demos legítimo o, por último, la prevalencia del texto escrito en el debate público en algunas redes sociales, sobre todo Twitter: ¿Hay una transformación en la relación entre escritura y política en estos tiempo? ¿Cómo se articula con las imágenes o los audiovisuales?
Esta pregunta es realmente muy interesante, te diría que va al centro de una de las cuestiones más fértiles para pensar lo político y la política en la actualidad. Obviamente, no puedo más que darte una respuesta provisoria. Empiezo de atrás para adelante: en primer lugar, no creo que haya un privilegio de las imágenes sobre lo escrito, o incluso sobre la palabra hablada, no por lo menos para reflexionar a propósito de los fenómenos políticos. No digo que, efectivamente, y como plantean varios autores contemporáneos, la imagen y lo audiovisual no tenga mayor gravitación con la proliferación de ciertas plataformas y tecnologías de nuestra cultura contemporánea (como Instagram, por ejemplo), pero de allí a pensar que la política está capturada por las imágenes, es un error. La política sigue siendo dependiente, en su arista más fundamental, del sentido y de la palabra y, sobre todo, como vengo de decir, de la expresión.
Por otro lado, creo, efectivamente, y como mencionaba un poco antes, que el fenómeno de la emergencia de tecnologías y plataformas que amplían el espacio público, como las redes sociales, por ejemplo, pero que en algunos casos tienen una dependencia evidente con lo escrito o con el texto, como Twitter en particular, es sin dudas una cuestión que resulta, te diría urgente, estudiar. Creo que allí hay una dinámica del texto y de lo escrito que es bastante novedosa, y que si bien permanece anclada en la práctica de escribir, tiene aristas que la escritura en el sentido más convencional (de escribir un libro o un texto y que éste aparezca impreso en algún lugar) no tiene. Por empezar, esto último es en sí mismo una novedad: el grabado o la inscripción sobre el papel no es lo mismo que el grabado o la inscripción sobre la virtualidad de un espacio que redobla la virtualidad del espacio de la escritura: un tweet es grabado, en el sentido de inscrito, en un espacio, el de la virtualidad de Internet, que nunca llega a la materialidad del papel, o que por lo menos no es su espíritu que así sea: forma parte, te diría, de una comunidad distinta a la de la escritura en su sentido corriente, su circulación y su velocidad, por ende, son también distintas. No tengo del todo claro cuáles pueden ser las consecuencias de esto, pero en principio esto último está atado, por ejemplo en Twitter, a una segunda heterogeneidad con respecto a la escritura en su sentido convencional: ese espacio tiene un límite de caracteres para escribir, lo que sin dudas tiene efectos (no sé bien cuales, insisto) sobre la expresión, puesto que la expresión se desliza siempre sobre un espacio (ya sea el del papel o el de la virtualidad de Internet) y esto no puede sino tener determinados efectos políticos, porque la expresión es una dimensión fundamental de lo político. Quizás estemos en una etapa de relativa transformación de la escritura como tal, producto de la tecnología (una transformación que no digo que sea, en absoluto, negativa o mala: no creo que todo tiempo pasado sea mejor, ni mucho menos. En todo caso es algo que sería bueno analizar). Esto, dicho sea de paso, te diría que reafirma mi hipótesis del comienzo: que el privilegio exagerado de la imagen en nuestras vidas que ven algunos autores contemporáneos no es tal, y que la gravitación de la escritura permanece intacta.
Por último: voy a tu pregunta a propósito de la mención que hiciste del gran teórico-político Michael Walzer. Creo, y si diría lo contrario me estaría desdiciendo de todo lo que planteo, que la escritura es fundamental para ampliar las formas de expresión del demos, y por ende de replantear y redefinir sus límites y fronteras. En esto no puedo sino coincidir con la tradición pedagógica latinoamericana, especialmente la de Sarmiento (muy mal leído en nuestro país, dicho sea de paso, por buena parte de la historiografía local), la de Bolívar o la de Paulo Freire, que plantean que el aprendizaje de las capacidades de lecto-escritura es fundamental, porque escribir es fundamentalmente un acto político de emancipación.
A lo largo de tu libro se juega con la idea de si toda escritura es política o pasible de ser politizada, que, finalmente, todo texto es un ensayo: ¿Qué implica esta afirmación que vincula la escritura con el ensayismo? ¿Por qué el ensayismo es tan importante para los intelectuales públicos y, al mismo tiempo, desacreditado desde ciertos ámbitos?
Te diría que el ensayismo es desacreditado de ciertos ámbitos, como sucede con parte (con parte y no todo) el campo académico, por las mismas razones por las cuales es tan importante para los intelectuales públicos: porque todo ensayo es político, en la medida en que escapa a la formalidad y a las reglas que, por ejemplo, el ámbito académico quiere imponer como escritura. El ensayo es siempre expresión, aparición de una singularidad, y hay ciertos ámbitos en los que esa singularidad es borrada por la dinámica propia de lo que Bourdieu llamaría las reglas del campo. Por eso es también tan importante para los intelectuales públicos: porque es un terreno fértil para la aparición de esa singularidad, que es el intelectual que interviene en lo público. La intervención en lo público está, en primer lugar, marcada por la vocación de expresar o hacer aparecer a alguien, un quién, en su singularidad. Sino lo público no tendría sentido, más allá de que, obviamente, lo público (en su sentido más democrático) es la aparición de una pluralidad de singularidades, y no de una única singularidad (aunque ésta sea colectiva).
De la teoría a la praxis, publicaste en 2021 el libro Ensayos en tiempos de cuarentena, un libro de urgencia, casi dispuesto a envejecer rápido (datando cada capítulo para reforzar eso), pero con varias aristas para continuar: ¿Por qué te sentiste urgido a escribir y pensar sobre la pandemia y, más precisamente, sobre la política en pandemia, en particular aquí en La Vanguardia? ¿Cómo se vinculó con tus trabajos propiamente académicos?
Las razones por las cuales me sentí urgido, como bien decís, a escribir sobre la pandemia, primero acá en La Vanguardia, y después bajo la forma de un libro, son varias. Te menciono dos, para no hacer la respuesta tan larga. La primera está muy relacionada con la concepción de la escritura que estamos charlando, y que en buena medida exploré en El parpadeo: escribir es algo más que un acto hecho en soledad, es un acto político, por lo que fue natural para mí hacerlo. Digamos que el vínculo con mis trabajos propiamente académicos se da ahí. De hecho, quien lea el texto no solo va a relevar las preguntas, preocupaciones, debates e interrogantes que nos acecharon a todos por aquellos meses, sino también la incertidumbre que capturó nuestros cuerpos, y la mía propia, y por ende el modo que encontré yo de expresar esa incertidumbre radical y convertirla en texto. Es un testimonio vivo de eso. Y una forma de intervención pública, por supuesto.
Por otro lado, pensar los fenómenos políticos, o lo que buena parte de la teoría política llama actualmente lo político, no solo forma parte de mi interés académico, es mi vocación (en el sentido más metafísico de la palabra: es un llamado constante del que no me puedo escapar). Por lo tanto, no pude, lógicamente, escapar al intento de pensar lo que estaba pasando. En particular, ese libro nace, como dije en muchas oportunidades, de hacer ese ejercicio de pensamiento con otros, como es todo ejercicio de pensamiento, o de escritura. En este sentido, no puedo sino mencionar a Alexandra Kohan, que fue también muy importante para que ese ejercicio no quedara trunco.
«La cuestión central acá es cómo resolvemos esta restricción de derechos: si con más democracia, o con menos, si haciendo lugar a la diversidad, o reduciéndola y suprimiendo las perspectivas con las cuales podemos no estar de acuerdo (como aquellas que estuvieron en contra de las políticas de cuidado)».
Una de los ejes centrales de tu libro apuntan a dejar abiertas preguntas y no apresurar las respuestas, a ensayar sobre el futuro: ¿Cómo vez, tras el paso de los meses, el escenario que se está configurando? ¿Qué pretensiones tiene esta “nueva normalidad” que son (o serán) tensionadas por las derivas de la pandemia? ¿En los resultados electorales resuenan algunas de estas cosas?
Creo que estamos ante un acontecimiento (el de la pandemia) de magnitudes bastante importantes, por lo que es muy difícil, sino imposible (ya para las Ciencias Sociales o Humanas lo es de por sí) aventurar algo sobre el futuro. En principio te diría que lo que veo, al menos en su generalidad y a nivel global, es que las democracias occidentales (con sus matices, sus sombras y sus defectos) reaccionaron ante semejante evento recuperando el espíritu de uno de los textos (ya que estamos hablando de escritura y política, esta es otra arista de esa relación que estoy trabajando hoy) fundacionales de nuestras democracias contemporáneas: la Declaración de los Derechos Humanos, no solo la de 1789 sino también la de 1948, que complementa a la primera con nuevos derechos civiles, sociales, culturales, etc. En este sentido creo que el horizonte que, al menos en las democracias, insisto, configuró y en buena medida configura el debate público en el contexto de la pandemia, y que por ende actúa como fondo de este último, son ambos textos y la concepción del derecho que ellos comprenden. Concebir a la humanidad como sujeto de derecho, porque ese es el espíritu y la concepción que estos textos involucran, implica que proteger la vida de cada uno de nosotros, ante la amenaza de un virus al que, hasta hace poco, no podíamos combatir de otro modo que a través del aislamiento, porque no teníamos ni siquiera una vacuna, es un derecho humano, de todos y cada uno de nosotros, sin distinción de ningún tipo (social, cultural, la que sea) y que deben por lo tanto garantizar los Estados, incluso a costa de restringir otros derechos. La cuestión central acá es cómo resolvemos esta restricción de derechos: si con más democracia, o con menos, si haciendo lugar a la diversidad, o reduciéndola y suprimiendo las perspectivas con las cuales podemos no estar de acuerdo (como aquellas que estuvieron en contra de las políticas de cuidado). En este punto, insisto, creo que las democracias occidentales, en general, actuaron respondiendo al espíritu democrático y a la letra de las Declaraciones de los Derechos Humanos. Lo que no significa, por supuesto, que las violaciones a estos derechos no hayan existido, o no se hayan agravado en algunos casos, durante el confinamiento. En esto hay que también ser cuidadosos, y no hacer encajar la realidad en nuestros moldes. Hay que tratar de indagarla en su complejidad.
Como puede un poco deducirse de lo que te digo, y retomo un poco lo que te decía antes para que no quede incompleto, hay un vínculo entre escritura y política que va más allá de lo que yo planteé en El parpadeo, que no lo contradice sino que, por el contrario, muestra la vigencia e importancia de esa relación, y que vincula más específicamente a la escritura con la democracia (como forma de sociedad y no solo como régimen político). Los textos democráticos fundacionales, la expresión de esos textos y de esas escrituras, como es el caso de las Declaraciones de los DDHH, o muy especialmente estas últimas, son decisivos para pensar lo político y, en este caso, el advenimiento de la democracia como forma de sociedad, por la capacidad, insisto, expresiva que esos textos y escrituras tienen, en la medida en que, entre otras cosas, acogen la incertidumbre y la pluralidad inherente a la democracia, dotándola de vida constantemente, y revitalizándola con nuevos derechos y nuevas lecturas o apropiaciones colectivas de esos textos. Te doy un ejemplo: la democracia contemporánea argentina, a mi modo de ver, hizo lugar a una apropiación, a una lectura y por ende a una tradición específica y singular de los derechos humanos (que hizo lugar a formas expresivas únicas, como el “nunca más”), que todos conocemos y que se fundó sobre la base del fin de la violencia política y el terrorismo de Estado, lo que permitió, en efecto, no solo que aquélla naciera sino, incluso, que perdure hasta hoy. Bueno, todo esto es parte de lo que estoy trabajando ahora y que, por supuesto, sigue la línea de El parpadeo.
En el libro retomás un artículo de Mariano Schuster sobre los intelectuales durante la pandemia y discutís en parte la distinción que propone: ¿Cuáles son tus principales diferencias con esa caracterización? ¿Cómo pensás esa intelectualidad diversa y plural? ¿Qué rol juega en el debate público? ¿No corremos el riesgo de sobreestimar su gravitación?
En principio dejame hacerte la aclaración siguiente: el texto de Mariano al que te referís, que salió en El Dipló, me parece un texto muy lúcido e interesante. Efectivamente allí Mariano hace, en efecto, una distinción entre dos formas de ejercer la intelectualidad: están -escribe- los intelectuales “que tienen los pies en la tierra”, lo que él llama los intelectuales “prácticos” y están, por otro lado, los intelectuales que viven más bien en el “mundo de las ideas”, y que él llama “imaginarios”. En primer lugar, entonces, lo que yo retomo es esta distinción que, como te decía, me parece por demás lúcida. Digamos entonces que mi diferencia con ese texto está más bien en el privilegio que Mariano le otorga a los primeros. Aunque, a decir verdad, tampoco es una gran diferencia, simplemente es, en todo caso, una forma de abordar lo mismo que está pensando él, pero de otro modo. Yo creo, tanto como él, que existen diferentes formas de ejercer la intelectualidad: una que es más práctica, puesto que se apoya menos en las cuestiones teóricas y más en la experiencia histórica y en la propuesta de soluciones concretas, y hay otra, otra de tantas otras, cuyo énfasis está puesto en el desarrollo de las grandes teorías, de los grandes conceptos, y mucho menos en la propuesta de soluciones concretas a la urgencia de los presentes históricos que viven esos mismos intelectuales. No hace falta dar muchos ejemplos, porque de hecho en el artículo de Mariano esto está bien claro, pero en el segundo grupo de intelectuales se podría decir que entran los grandes teóricos o filósofos como Agamben, Nancy o Zizek, filósofos que en la pandemia tuvieron una gran actividad en términos de intervención en la esfera pública (quizás como hacía tiempo que no pasaba). Ahora bien: y retomo un poco el argumento, para mi esta distinción y esta diversidad a la hora de ejercer la intelectualidad, es en sí misma reveladora y muy valiosa, porque la vocación que cada una de ellas tiene es distinta, y por ende el modo que tienen de penetrar en la realidad social y política es también distinta. No hay un único camino para hacer esto último, y eso es un poco lo que intento decir yo en mi libro: como el mundo mismo, que es plural y diverso en su esencia, como dice William James, los intelectuales también lo somos, y eso es el anverso del reverso, entonces, de ese mundo diverso y plural en el que vivimos. La práctica intelectual, como el mundo mismo, en síntesis, no puede reducirse o dejarse capturar por una sola perspectiva (o forma de ejercer esa práctica intelectual), porque estaríamos entonces atentando contra esa pluralidad y diversidad que es una condición de nuestra humanidad y no, como suele creerse, un horizonte o una meta a alcanzar.
Otra idea interesante que planteás tiene que ver con el agotamiento de ciertos conceptos o, más precisamente, la limitación de un uso acrítico de los mismos para indagar una realidad que cambia vertiginosamente: ¿Cómo pensás que deben trabajarse esos conceptos (biopolítica, estado de excepción, etcétera) y vincular la reflexión teórica con los problemas políticos concretos? ¿La teoría política requiere nuevos conceptos o, al menos, repensar su vínculo con los canónicos?
Creo que un poco de cada cosa: por un lado hace falta, y siempre es bueno, y esto va un poco en línea con lo que te comentaba antes, que haya nuevas teorías y nuevos conceptos, no quedarnos, algo que es muy común, anquilosados en las categorías de las tradiciones más duraderas de pensamiento e intentar, en la medida de lo posible, abrir horizontes teóricos nuevos. Ahora bien, y por otro lado, creo que también es muy importante no hacer un uso acrítico de los conceptos, que es algo muy común en determinados ámbitos y que en el contexto de la pandemia se pudo ver bastante claramente: seguir pensando las políticas de cuidado como políticas que encajan en la matriz teórica de la biopolítica, o bien entenderlas como un eslabón más de la forma de gobierno vía los estados de excepción, es un error, pero no solo un error de comprensión de la realidad, y un déficit en términos de comprensión de sus aristas y pliegues más complejos y diversos, sino también un error en términos de lo que es el ejercicio del pensamiento a partir de una tradición de pensamiento (teórico política o de cualquier otra índole). Para ser más claro: no podemos seguir repitiendo a Foucault sin cambiar una coma de sus textos. Lejos de honrarlo, lo estamos volviendo un fósil.
«La polarización política que caracteriza a la Argentina desde hace ya varios años, encierra, obtura y ahoga el debate público, y por ende al ejercicio democrático mismo, con estas perspectivas políticas terraplanistas, planteando una ficción sobre lo social que es peligrosa».
Para cerrar, venís hace tiempo cuestionando lo que has dado a llamar “terraplanismo político” y haciendo un llamamiento al pluralismo: ¿Qué rasgos tiene ese “terraplanismo”? ¿Se ha agravado en estos tiempos? ¿Cómo se puede bregar por ese pluralismo? ¿No corremos el riesgo de quedar entrampados en una propuesta naïve con aires consensualistas o prescindentes?
El concepto de terraplanismo político es un poco una idea que tomé de un paradigma que está muy en boga, y que todo el mundo conoce, que es aquél que dice que la tierra es plana, y no una esfera. Lo tomé para pensar la realidad política porque me parece que, efectivamente, hay algo de eso en el modo en el que se alimenta el debate público, no se siempre, pero al menos en su generalidad más amplia: pareciera que, ante cada hecho o acontecimiento político, las respuestas responden siempre a esa perspectiva terraplanista que piensa a la realidad social y política, como piensan los terraplanistas a la tierra, como si fuera plana, sin texturas, sin pliegues y sin, incluso, lugares a donde la mirada de una no puede llegar, simplemente porque es, como toda mirada, limitada. La polarización política que caracteriza a la Argentina desde hace ya varios años, encierra, obtura y ahoga el debate público, y por ende al ejercicio democrático mismo, con estas perspectivas políticas terraplanistas, planteando una ficción sobre lo social que es peligrosa: no porque sea una ficción, porque lo social siempre es una ficción, en el sentido de que siempre es un hecho atravesado por miradas y perspectivas que le dan sentido, sino porque esa ficción tiende a anular la diferencia, y a percibir al otro como un peligro también. Con la pandemia, esta dinámica polarizada de la política argentina, y la persistencia de estas perspectivas terraplanistas, se vio, en mi opinión, y sobre todo con el paso del tiempo, agravada, o al menos no se vio modificada en nada, a pesar de que en los primeros meses de la emergencia del Covid eso pareció revertirse.
Para responderte en forma clara y concisa: yo no creo en las miradas consensualistas, racionalistas a la Habermas, o al marketing dialoguista. Dicho de otro modo, no creo en aquellas miradas que cancelan el conflicto para pensar la política. Yo creo, por supuesto, que el conflicto es central para cualquier sistema político, y sobre todo para cualquier sistema que se reclame a sí mismo democrático. Ahora bien: una cosa es privilegiar o sostener la importancia del conflicto para la vida democrática y política, y otra cosa muy distinta es hacer de la política una acción continuamente anclada en el conflicto, en el decisionismo rupturista o, mucho peor, en la elevación del otro al rango de “enemigo” (algo que, en efecto, se ha puesto muy en boga en la teoría y la filosofía política en el último tiempo a partir de algunos autores contemporáneos). Es en este sentido que vengo bregando, como bien decís vos, y sobre todo en los textos que generosamente ustedes publican acá, por el pluralismo. Ahora bien: tu pregunta es realmente muy adecuada: ¿Qué entendemos por pluralismo? Bueno, como dije, en primer lugar, no entiendo por pluralismo una concepción consensualista de la política, que anule el conflicto, sino en todo caso una que lo permita acoger en toda su profundidad, sin que eso signifique la ruptura continua de la vida político-institucional (en sus diversos grados, no estoy hablando de un golpe de Estado) de nuestra democracia. En segundo lugar, entiendo por pluralismo una concepción filosófico-política que puede leerse y alimentarse de muchísimos autores de la tradición no solo de la teoría política sino también de la filosofía: desde el ya mencionado Merleau-Ponty, hasta el más actual William Connolly. Por ejemplo: para Connolly el pluralismo es central para sostener nuestras democracias contemporáneas (muy atravesadas, como es el caso que él estudia, EEUU, por la polarización política). Sin embargo, el pluralismo no significa para este último simplemente tolerar la diferencia, sino antes bien soportarla. Y soportar la diferencia no es decir: «no estoy de acuerdo con vos, sin embargo te respeto». Tampoco es simplemente aceptar la posibilidad de que el otro pueda tener razón. Es algo mucho más profundo e importante aún: es asumir la fragilidad misma que sostiene nuestras creencias. Si esa fragilidad es obturada por una mirada que reniega de esa condición intrínseca a toda fe o creencia, entonces ninguna democracia real y verdaderamente plural es posible, por una razón muy sencilla: porque la percepción del Otro, y por ende sus creencias, son reducidas a la idea agustiniana del Mal. De hecho, la igualdad como principio que articula a toda democracia, solo se alcanza, y en buena medida esto es lo que plantea Connolly muy a contrapelo de muchos teóricos políticos en boga, con más y no con menos pluralismo.
QUIÉN ES
Juan José Martínez Olguín es doctor en Filosofía por la Universidad de Paris VIII y Doctor en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Se desempeña, en la actualidad, como Investigador en la Escuela IDAES de la Universidad Nacional de San Martín, donde integra el equipo de investigación “Los Regímenes de la Política”, y como docente en la UBA. Sus trabajos abordan la relación entre política y escritura, temática sobre la que tiene publicados tres libros: Politique de l’écriture (L’Harmattan), Logocentrismo y filosofía política (Teseo) y El parpadeo de la política. Ensayo sobre el gesto y la escritura (Miño y Dávila).
Colabora con frecuencia, escribiendo artículos y ensayos de intervención política y actualidad, en La Vanguardia Digital. En base a esas reflexiones ha publicado el libro Ensayos en tiempo de cuarentena (Eudeba).