La relación entre la juventud y el delito presenta datos alarmantes, pero también abre perspectivas para abordarla. El desistimiento delictual parte de la posibilidad de revertir un inicio en la actividad delictiva mediante diferente mecanismos, en especial la autorreflexión y la espiritualidad.
El crimen y la violencia, en sus múltiples formas y expresiones representa, sin lugar a duda, uno de los principales escollos para el desarrollo de nuestros países y la anhelada construcción de sociedades más democráticas y justas. Desde la década de los ’90 diversos estudios se han propuesto evidenciar los costos que la criminalidad y violencia, en esta línea un icónico trabajo del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) del 2017 estima al respecto que el costo anual directo del crimen y la violencia en América Latina y el Caribe asciende a US$ 261.000 millones, o 3,55% del PIB. Esta cantidad duplica el promedio de países desarrollados y equivale al total que la región invierte en infraestructura.
Pero tras estas miradas macro-sociales, se esconden elementos diferenciadores que no pueden pasarse por alto, el delito y la violencia no se vivencian por igual y sus consecuencias son diferenciadas, acrecentando las brechas de desigualdad social y haciendo evidente que la movilización de recursos para contenerla no es igual para todos.
Un estudio reciente evidencia un aumento en los homicidios a nivel país en Chile, pasando de 4,2 a 5,9 homicidios por cada 100.000 personas en los últimos cuatro años (2016-2020), sin embargo si uno desagrega la cifra se encuentra con que la tasa de homicidio en comunas como San Bernardo, al sur de la Región Metropolitana fue de 6,8 x 100.000 habitantes para el 2020. Mientras que, en municipios de alta renta como Vitacura, al oriente de la capital, no se registraron homicidios durante dicho año, según Centro de Estudios y Análisis Criminal (CEAD). Y a pesar de ello ambas comunas cuentan con igual número de dotación policial.
Si bien todos estamos afectos a ser víctimas de la violencia, no todos corremos el mismo riesgo, existen ciertos grupos de especial vulneración, son más susceptibles a ser víctimas de formas graves o reiterativas de violencia, y a su vez, de quedar invisibilizados ante el sistema de protección y/o justicia.
Si bien todos estamos afectos a ser víctimas de la violencia, no todos corremos el mismo riesgo, existen ciertos grupos de especial vulneración, son más susceptibles a ser víctimas de formas graves o reiterativas de violencia, y a su vez, de quedar invisibilizados ante el sistema de protección y/o justicia. Dentro de estos grupos encontramos poblaciones con fuertes privaciones sociales, como las personas en situación de calle o grupos minoritarios con ciertas marcas identitarias (muchas de las cuales se llevan en el cuerpo) como las poblaciones migrantes, grupos LGTBIQ+, población indígena, afrodescendientes, entre otras. Pero también aparecen ciertas poblaciones infanto-juveniles como el grupo estadísticamente más susceptible a ser víctima y victimarios de la violencia.
Tal como se evidencia en múltiples estudios, buena parte de los delitos de mayor connotación social es perpetrada por jóvenes. La criminología del desarrollo ha demostrado que el comportamiento delictual se concentra principalmente entre los 15 y 25 años, con un peak entre los 17 y 18 años. Existiendo luego un “desistimiento maduracional” que lleva a muchos a abandonar las acciones delictuales en función de nuevos intereses, oportunidades y proyectos vitales.
Sin embargo, un grupo pequeño permanece cronificado en el delito y transitará hacia una adultez caracterizada por las secuelas de una carrera delictual, que en la mayoría de los casos implica un paso reiterativo o intermitente por la cárcel, la ruptura con la familia de origen, la exposición a ser víctima de hechos de violencia y en muchos casos la propia muerte.
A partir de aquí es necesario interrogarnos sobre las estrategias más efectivas para prevenir y abordar la violencia adolescente juvenil, en especial de aquella cometida por jóvenes reincidentes y con un perfil de mediana y alta complejidad. Considerando especialmente, la insuficiencia del sistema privativo de libertad para menores de edad, que exhiben tasa de reincidencia sobre el 50% después de 24 meses de egreso, según surgen de datos de la SENAME en 2015.
Los aportes del desistimiento delictual
El primer elemento clave para diseñar intervención orientadas al abordaje de la violencia adolescente juvenil es comprender que la violencia juvenil no es sólo un conjunto de acciones medibles, punibles y cuantificables, sino que también es un entramado complejo de relaciones y significaciones, que incluso pueden adquirir un rango identitario. La violencia es relacional y múltiple en sus causas y expresiones. Por tanto, las políticas preventivas deben tratar de comprender las raíces subyacentes a su ejecución y situarse contextualmente.
El enfoque del curso de la vida (Life Course Approach) es especialmente apropiado para este propósito, al comprender el acto delictual o violento de manera dinámica o como una consecuencia diacrónica de una serie de eventos, hitos y significados en la vida de las personas. En otras palabras, para trabajar con un joven ofensor es necesario reconstruir su trayectoria vital, identificando los posibles eventos o transiciones traumáticas o disruptivas que pudieron condicionar su conducta transgresora o delictual.
El enfoque enfatiza además que las “trayectorias delictuales” se construyen en una interacción entre factores biológicos (disposiciones propias de la persona entre las que se pueden incluir deficiencias neuroendocrinas) ambientales (familia, barrio, escuela, grupo de pares) y azarosos (eventos impredecibles que pueden marcar un giro radical en la vida de una persona), lo que obliga a pensar más allá del dualismo individuo-estructura u otros reduccionismos epistemológicos.
No es lo mismo trabajar desde el desistimiento con un infractor primerizo con vinculación familiar que con un joven infractor reincidente, sin redes de apoyo y en graves condiciones de vulneración. Sin embargo, siempre es posible reivindicar los procesos de reflexión y autodeterminación que supone el desistimiento delictual.
A partir de este marco conceptual se ofrece una relectura de los sistemas de tratamiento de la conducta delictual en jóvenes y adolescentes. Evidenciando las limitaciones de los modelos correccionales o de riesgo, dado que, por una parte, restan protagonismo al propio joven en la determinación de su propio curso vital, y, por otra parte, obvian una comprensión de los procesos que generan el cambio.
Estas limitaciones dieron paso a la formulación del enfoque del desistimiento delictual el cual se centra en la comprensión del proceso mediante el cual ciertos jóvenes cesan de cometer delitos y luego se abstienen de delinquir durante un período prolongado o de forma definitiva. El desistimiento incluye la identificación de los factores de protección, propio del modelo de resiliencia, como así también el reconocimiento de los factores de riesgo y necesidad, pero en una perspectiva que devuelve la agencia a los propios jóvenes.
Shadd Maruna uno de los representantes más relevantes del enfoque, identifica tres amplias perspectivas teóricas en la literatura que estudia el desistimiento: las reformas del proceso de maduración, la teoría de los vínculos sociales y la teoría narrativa. Las teorías de la reforma del proceso de maduración (u “ontogénicas”) se basan en los vínculos que existen entre la edad y ciertos comportamientos delictivos, en particular delitos callejeros.
Las teorías de los vínculos sociales (o “sociogénicas”) sugieren que los lazos con la familia, el empleo o los programas educativos en el adulto joven explican cambios en la conducta delictiva durante el curso de la vida. Finalmente, las teorías narrativas emergieron de investigaciones cualitativas, que acentúan el significado de los cambios subjetivos en la percepción de sí mismos y de su propia identidad como personas, reflejados en cambios de motivaciones, mayor preocupación por los demás y más consideración por el futuro.
A partir de este enfoque, se sugiere que el cambio conductual (desistimiento) es un proceso disponible para todos, aunque diferenciado en función de las particularidades de cada trayectoria vital y el grado, prontitud y reiteración de la exposición a factores de riesgos y a la comisión de actos delictuales. No es lo mismo trabajar desde el desistimiento con un infractor primerizo con vinculación familiar que con un joven infractor reincidente, sin redes de apoyo y en graves condiciones de vulneración. Sin embargo, a pesar del fuerte impacto en la subjetividad e identidad de quienes son sindicados como antisociales o delincuentes, siempre es posible reivindicar los procesos de reflexión y autodeterminación que supone el desistimiento delictual. Por ello, desde este enfoque se asume que siempre existiría la posibilidad de reconstruir en una dirección distinta el propio itinerario vital.
El rol de la espiritualidad
Dentro de las perspectivas que se abren a partir del enfoque del desistimiento delictual, existe una de especial interés para aquellos que se orientan preponderante hacia el trabajo a partir de las teorías narrativas o de los procesos que facilitan un cambio en la propia percepción e identidad de los y las jóvenes infractores, se trata del lugar que jugaría la dimensión espiritual dentro de estos procesos intervenidos. Dado que la espiritualidad permite precisamente una nueva forma de relación con uno mismo, con los demás y con el entorno.
En mi reciente libro Espiritualidad y Transformación Social: ideas para un cambio civilizatorio (Cuarto Propio, 2020) me he interesado en analizar como el desarrollo de una dimensión espiritualidad en el campo de la intervención contribuye al abordaje de las dimensiones del “estar” y del “ser”, las que comúnmente quedan relegadas en el quehacer cotidiano del proceso interventivo centrado en el hacer, tener o conocer.
La reconstrucción de la propia percepción de sí mismo, se facilita en el reconocimiento que uno es más que las circunstancias que han determinado la historia personal, y que de cierta manera contamos con la libertad última de dotar de sentido nuestra propia existencia. En palabras de Viktor Frankl: “–incluso bajo las circunstancias más adversas– para dotar a su vida de un sentido más profundo. Aun en esas situaciones se le permite conservar su valor, su dignidad, su generosidad”.
Introducir la dimensión espiritual en su pluralidad de métodos y más allá de cualquier reducto religioso, puede contribuir significativamente a la labor de ofrecer nuevas perspectivas a miles de jóvenes víctimas y victimarios de la violencia, y a desmontar los mecanismos de neutralización utilizados para ejercer o soportar la violencia.
La espiritualidad, en este dominio, puede ser entendida como el proceso personal que permite al sujeto establecer una relación directa con la verdad y la plenitud. Una forma de mirada hacia una “realidad interior” que trasciende la comprensión del intelecto y que no se puede aprehender sin arriesgar un cambio. La espiritualidad es un tipo de experiencia que supone la transformación del que conoce, un tipo de conocimiento “desde dentro” donde lo cognoscente y lo conocido quedan contenidos.
Introducir la dimensión espiritual en su pluralidad de métodos y más allá de cualquier reducto religioso, puede contribuir significativamente a la labor de ofrecer nuevas perspectivas a miles de jóvenes víctimas y victimarios de la violencia, y a desmontar los mecanismos de neutralización utilizados para ejercer o soportar la violencia. La espiritualidad favorece la aceptación y la conciencia radical del lugar en el que se está, y solo a partir de ahí, es posible comenzar a trabajar en una nueva narrativa vital para y con el mundo. No se trata de una solución en sí misma, sino más bien de una herramienta de gran valor para el trabajo incesante de vivir una vida que valga la pena ser vivida, en armonía con los demás y en coherencia con el propio plan vital. Como bien nos recuerda siempre el gran estudio de Alonso Salazar nuestros jóvenes “no nacieron pa’ semilla”.