¿Populismo? ¿Nuevas derechas? La democracia liberal parece zozobrar ante actores que tensionas sus límites y, en ocasiones, sus premisas y basamentos. Dirigentes con discursos irritativos y electorados atravesados por el hartazgo y la desazón.
En los últimos años se ha incrementado el interés respecto de la crisis al interior de la democracia liberal. En algunos casos, el foco de atención se pone sobre el populismo y sus consecuencias nocivas para la democracia. Al mismo tiempo, algunos académicos y políticos reivindican al populismo como una reacción democrática iliberal al liberalismo no democrático.
El populismo es un fenómeno político algo laxo más allá de un común denominador a todas las definiciones que separa a la sociedad en dos campos antagónicos: el pueblo y la elite. Su escasa connotación habilita configuraciones tanto desde la izquierda como desde la derecha. De allí que Mudde y Rovira lo definen como ideología delgada. En cualquiera de los casos, las rupturas populistas parecerían emerger como una respuesta a cierta crisis de resultados de las democracias liberales y de los partidos políticos para interpretar y canalizar las demandas del electorado. Desde esta perspectiva, el populismo puede interpretarse como una estrategia política, como una performatividad de los actores para captar votos y diferenciarse de otras ofertas electorales.
No todos los populismos ni políticos que buscan diferenciarse de la oferta tradicional son iguales. La llegada de Trump al poder visibilizó la existencia una serie de grupos políticos situados en los confines de la derecha en términos ideológicos. La denominada derecha alternativa o alt-right (en inglés) aparece como una amenaza seria a la democracia liberal por su abierto desprecio a sus elementos constitutivos como el pluralismo, la tolerancia y el respeto por las minorías.
El peligro de la democracia liberal se encuentra en la existencia de actores con escaso o ningún compromiso democrático. De esta manera, el problema parecería ser una cuestión de oferta política y cuál de las distintas alternativas logra despertar la simpatía en un electorado desencantado con sus dirigentes.
En cualquiera de los casos mencionados la clave explicación usual se encuentra en el lado político de la historia. El peligro de la democracia liberal se encuentra en la existencia de actores con escaso o ningún compromiso democrático. De esta manera, el problema parecería ser una cuestión de oferta política y cuál de las distintas alternativas logra despertar la simpatía en un electorado desencantado con sus dirigentes. Un ejemplo de ello es el fenómeno de Javier Milei del cual se dice que logra captar en forma relativamente exitosa el enojo de los argentinos con la clase política. El apelativo “casta” utilizado por el economista para referir a los representantes podría interpretarse como un ejemplo de ello.
¿Son solamente los actores políticos los que polarizan su oferta electoral para captar votos o es, también el electorado quien se posiciona en los extremos y con ello condiciona los ejes discursivos y propuestas de los candidatos? La pregunta obliga a cambiar el foco del problema y pensar el problema desde la demanda. En primer lugar, cabe señalar que existe un alto grado de desencanto a nivel mundial con las clases dirigentes. Movimientos ciudadanos como “los indignados”, “los chalecos amarillos”, la ocupación del Capitolio en 2021, incluso el proceso de referéndum que desemboco en la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea pueden considerarse ejemplos de este hartazgo. A la par se registra un proceso de pauperización de los sectores medios cada vez más evidente que refuerza los altos niveles de indignación. Finalmente, y creo que como elemento más importante, la corrección y moderación política propia de los progresismos de finales del siglo XX y principios de este siglo no es un atributo propio del electorado sino más bien de algunos dirigentes. De aquí se entiende el contraste entre los discursos públicos y la praxis. O bien la distancia entre lo que se enuncia y lo que efectivamente sucede. Dos ejemplos para ilustrar este punto. La legislación en favor de evitar la discriminación laboral en base al género no logró cerrar la brecha salarial entre ambos sexos. A la par, el discurso anti racista ni las disposiciones contra la discriminación en las instituciones públicas tampoco redujeron el trato despectivo de las fuerzas de seguridad en los Estados Unidos y otros lugares del mundo.
El ensanchamiento de la perspectiva analítica nos advierte de un problema de doble entrada. Por un lado, existen actores políticos dispuestos a reivindicar discursos que friccionan contra las bases de la democracia liberal republicana mientras que al mismo tiempo se evidencia que esas narrativas forman parte de la cultura política y que durante mucho tiempo fueron considerados marginales o inofensivos. En otras palabras, existe una crisis de representación y de la propia ciudadanía. La primera toca a los partidos políticos, la segunda a los votantes.
Ambos puntos están interconectados y es difícil atenderlos en forma aislada. Si bien es posible que el propio sistema político a partir de la ingeniería constitucional pueda obstaculizar la llegada de partidos extremos, ni las preferencias del electorado, ni las ideologías ni cosmovisiones existentes en una sociedad pueden ser modificadas en forma sencilla.
David Runciman, en un libro de 2015 titulado The Confidence Trap, advierte que nuestra confianza en la democracia y sus valores nos transformó en demasiado optimistas y poco proclives a pensar que las instituciones adquiridas podrían cambiar. El actual escenario parece confirmar las ideas del pensador británico.
Quizás la pregunta importante a plantear sea sobra la razón que proliferó estas ideas a nivel mundial en los últimos años. O quizás, la cuestión sea menos esperanzadora y las mismas nunca han desaparecido y lo que efectivamente existió fue un discurso hegemónico sobre la democracia liberal y sus valores que silenció a los actores con escaso compromiso y convergencia con el sistema. De hecho, como señalan varios críticos del pluralismo liberal, una de las grandes dificultades del liberalismo es lidiar con elementos no liberales.
David Runciman, en un libro de 2015 titulado The Confidence Trap, advierte que nuestra confianza en la democracia y sus valores nos transformó en demasiado optimistas y poco proclives a pensar que las instituciones adquiridas podrían cambiar. El actual escenario parece confirmar las ideas del pensador británico. Al mismo tiempo, y como pensaba otro británico un siglo antes, J.S Mill, las sociedades democráticas son una especie de gran mercado de ideas en el cual la pluralidad nutre y al final del día, las mejores son las que tienden a sobrevivir. Esta perspectiva da algo es esperanza y conmina a los ciudadanos a cumplir a involucrarse en la política. Como señala el propio Runciman, la defensa contra la mala política es la política, y como sostiene J.S Mill, la democracia representativa ofrece, mejor que cualquier otro sistema, la posibilidad de que los individuos defiendan sus intereses.