Siguiendo la huella del ex presidente mexicano Luis Echeverría, el autor describe el funcionamiento del PRI en el poder: retórica progresista, prácticas autoritarias, represión, vínculos con el narcotráfico, la CIA y la resistencia en defensa de los derechos humanos.
A Raúl Álvarez Garín, in memoriam
El 8 de julio pasado murió Luis Echeverría Álvarez, ex presidente de México durante el sexenio 1970-1976. En su larga vida, había cumplido 100 años en enero, fue una figura tan trascendental como polémica de la política mexicana. Ya en 1946, Echeverría ocupaba posiciones relevantes en la estructura del PRI (Partido Revolucionario Institucional), el partido de Estado que configuró durante 80 años el México moderno.
En 1963, el presidente Adolfo Gómez Mateos, lo designó secretario de la Gobernación, un puesto clave en la estructura de poder, desde donde se controla la seguridad interior, la inteligencia y las relaciones políticas. Conservó ese puesto primordial en la nomenclatura al asumir la presidencia Gustavo Díaz Ordaz (1964-1970), para sucederlo en los seis años siguientes.
Luis Echeverría gobernó entonces México desde diciembre de 1970 a 1976, años en los que comenzaron, según los especialistas, algunos síntomas de desaceleración del ciclo de crecimiento ininterrumpido de la economía mexicana registrado desde la posguerra en consonancia con aquellas décadas gloriosas del capitalismo mundial, que culminaron en los ‘70.
UNA MANCHA DE SANGRE
Durante cuarenta años (1940-1980) el producto bruto por habitante en México creció a una tasa anual de 3,1 por ciento y su moneda se mantuvo estable frente al dólar. Fue en esos años donde al decir del gran poeta Octavio Paz “como una suerte de reconocimiento internacional a su transformación en un país moderno o semi moderno, México solicitó y obtuvo que su capital fuese la sede de los Juegos Olímpicos de 1968 [….] así en el momento en que el gobierno obtenía el reconocimiento internacional de 40 años de estabilidad política y progreso económico, una mancha de sangre disipaba el optimismo oficial y provocaba en los espíritus una duda sobre el sentido de ese progreso”.
Centenares de estudiantes asesinados, desaparecidos y detenidos fue el balance de la represión ejecutada por el Ejército y fuerzas parapoliciales. Participaron unos 10.000 soldados y policías, entre ellos el tristemente célebre Batallón Olimpia, en una verdadera orgía sangrienta, lo que fue denunciado y calificado como un crimen de Estado y genocidio.
Esa mancha de sangre a la que se refiere Paz fue la masacre de estudiantes congregados en un mitin el 2 de octubre de 1968 en la plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco.
Varias décadas de prolija investigación fueron necesarias para demostrar la responsabilidad en el planeamiento, premeditación y ejecución de la matanza del 2 de octubre por parte del entonces presidente Díaz Ordaz y de Luis Echeverría, como secretario de Gobernación.
Centenares de estudiantes asesinados, desaparecidos y detenidos fue el balance de la represión ejecutada por el Ejército y fuerzas parapoliciales. Participaron unos 10.000 soldados y policías, entre ellos el tristemente célebre Batallón Olimpia, en una verdadera orgía sangrienta, lo que fue denunciado y calificado como un crimen de Estado y genocidio.
Esa no fue la única mancha que acompañó a Echeverría en su dilatada existencia. A la matanza de Tlatelolco del 68, siguió el “Halconazo” de 1971, el asalto a la Cooperativa del diario Excélsior entre una larga lista de violaciones a los derechos humanos y acciones represivas en tiempos de la “Guerra Sucia”, como son recordados aquellos años.
Echeverría luego de abandonar la presidencia continuó siendo una figura influyente en la política mexicana y regional. En 1981 fracasó en el intento de alcanzar la secretaría general de Naciones Unidas, lo que hubiese prolongado sus fueros.
LA RESISTENCIA POR LOS DERECHOS HUMANOS
Seguramente Echeverría nunca habría llegado a ser el primer presidente de México con pedido de captura y prisión domiciliaria durante dos años, condenado por genocidio y crimen de Estado, sin la decisión inquebrantable, la denuncia y la búsqueda de pruebas y evidencias -a lo largo de medio siglo- realizada por los sobrevivientes del Consejo Nacional de Huelga de los estudiantes del 68, particularmente por Raúl Álvarez Garín.
Elena Poniatowska, autora del emblemático libro “La Noche de Tlatelolco”, calificó a Raúl Álvarez como “un líder valiente y justiciero, capaz de permanecer meses, semanas y días en huelga de hambre”.
Conocí a Raúl Álvarez Garín -matemático, profesor en la Facultad de Economía de la UNAM, en los años 80, amistad que continuó hasta su muerte en 2014. En Raúl se destacaba una amplia sonrisa que irradiaba simpatía, que se prolongaba en una conversación siempre apasionante, pasando de los temas políticos de la coyuntura para desembocar en los hechos del 68, la permanente convocatoria de adhesión al reclamo de justicia y verdad por sus compañeros muertos y desaparecidos.
El libro de Raúl Álvarez Garín, “La estela de Tlatelolco”, es una reconstrucción histórica del movimiento estudiantil del 68, al tiempo que constituye una investigación rigurosa y un contundente testimonio para llevar a los tribunales a Echeverría y al resto de los identificados como autores materiales o intelectuales del genocidio.
Firme en sus convicciones, incansable en la búsqueda de las pruebas explicó minuciosamente cuando lo entrevisté en Buenos Aires, las dificultades para llevar a un juicio –inédito en México– a los máximos responsables de la masacre. Analizaba detenidamente el juicio a las Juntas Militares realizado aquí, en sus aspectos jurídicos para ver qué se podía aplicar en México. Se trataba de desafiar el poder de un aparato estatal construido a lo largo de décadas.
Para lograr un pronunciamiento de la justicia sobre la responsabilidad en delitos de lesa humanidad de los expresidentes Luis Echeverría, Díaz Ordaz, José López Portillo, los generales Luis Gutiérrez Oropeza y Jesús Castañeda Gutiérrez, además de 60 exfuncionarios, se requería algo más que tener todas las pruebas necesarias. Era asimismo una lucha política, social y mediática.
El libro de Raúl Álvarez Garín, “La estela de Tlatelolco”, es una reconstrucción histórica del movimiento estudiantil del 68, al tiempo que constituye una investigación rigurosa y un contundente testimonio para llevar a los tribunales a Echeverría y al resto de los identificados como autores materiales o intelectuales del genocidio.
Como señala Raúl Álvarez en su libro, “cuando se recrean con detalle los sucesos del 68 deslumbra (sorprende) el resplandor de esa luz que iluminó el cielo de la libertad por un momento. Y los signos que ahora anuncian la vuelta del cometa no son como el presagio de los magos y adivinos, son la certidumbre de la historia y los afanes de justicia, libertad e igualdad irrefrenables”.
UN PERSONAJE CAMALEÓNICO
El Comité del 68, tras conocerse la noticia de la muerte de Echeverría, convocó a una manifestación en las puertas del Palacio Nacional con la consigna “el 2 de octubre no se olvida”. En declaraciones a los periodistas presentes, los representantes del Comité recordaron al expresidente como uno de los principales responsables de la matanza del 2 de octubre de 1968, de los asesinatos del 10 de junio de 1971, y del terrorismo de Estado en la llamada Guerra Sucia, un tiempo en el que fueron asesinadas y desaparecidas miles de personas.
Echeverría murió imputado por el delito de genocidio y pasó dos años en prisión domiciliaria, la lucha del Comité del 68, una causa tenaz de más de medio siglo, no fue en vano.
El régimen no toleraba sindicatos independientes del Estado, mucho menos democráticos, organizaciones campesinas o estudiantiles autónomas.
Para derrotar la impunidad hubo que perforar el muro del régimen de partido de Estado, consolidado por el PRI a lo largo de décadas; un poder autoritario, concentrado en una sola persona, el presidente de la República.
Echeverría, que practicó y usó con gran solvencia ese poder, sumó condiciones personales excepcionales. Examinar su trayectoria es destapar una caja de Pandora, aunque seguramente hasta quienes mejor conocen al personaje admiten que se llevó a la tumba secretos muy bien guardados.
Echeverría tal vez haya sido entre los presidentes mexicanos quien desplegó hasta sus límites uno de los rasgos fundamentales del PRI en su proceso de constituirse como partido de Estado: una férrea y represiva política al interior de México, al mismo tiempo que mostraba un rostro progresista en sus relaciones internacionales, especialmente con respecto a América Latina. El régimen no toleraba sindicatos independientes del Estado, mucho menos democráticos, organizaciones campesinas o estudiantiles autónomas.
Al coincidir su período presidencial con los años trágicos de las dictaduras militares en América Latina, sobresalió México como un oasis para exiliados de todas partes, particularmente chilenos, argentinos y uruguayos.
RETÓRICA PROGRESISTA, FRAUDE Y REPRESIÓN POLÍTICA
Sin embargo, Echeverría dejó huellas de sus otras vidas. Por ejemplo, recibió con honores a Hortensia Bussi de Allende, tras el golpe que derrocó a Salvador Allende, pero a la vez designó como agregado militar mexicano en el Santiago de Pinochet, al general Manuel Díaz Escobar, creador y jefe del grupo paramilitar Los Halcones, cuyo accionar represivo se recuerda en la galardonada película Roma, dirigida por Alfonso Cuarón.
En los momentos críticos de la Guerra Fría, Echeverría defendió la permanencia de Cuba en la OEA con vehemencia, actitud que fue bien agradecida en agosto de 1975 al visitar Cuba. Condecorado con la orden José Martí recorrió las calles de la Habana en un auto descapotado junto a Fidel Castro y el presidente Osvaldo Dorticós. Pero de Tlatelolco nunca se hablaba.
Más allá del escándalo internacional de esta elección, en el fraude explícito y durante el sexenio de Salinas de Gortari se torna visible un nuevo actor en la política mexicana: el narco.
Llegaron los años en que comenzó a crujir el régimen del PRI; estalló el escándalo del fraude electoral de julio de 1988, una burda maniobra para arrebatar el triunfo de Cuauhtémoc Cárdenas y, por consiguiente, garantizar la continuidad del partido de Estado con Carlos Salinas de Gortari.
Más allá del escándalo internacional de esta elección, en el fraude explícito y durante el sexenio de Salinas de Gortari se torna visible un nuevo actor en la política mexicana: el narco.
Anabel Hernández, una de las más destacadas periodistas de investigación de México (un país donde el oficio puede ser mortal) publicó en 2010 un libro con documentación inédita y apabullante sobre el crimen organizado donde se muestra la complicidad entre políticos, empresarios, militares, policías, espías y diplomáticos. En su minucioso trabajo presenta pistas y documentos para otras indagaciones del fenómeno, ese penoso viaje de México hacia un Estado fallido, según la caracterización de algunos analistas.
ACUERDOS PARA EL TRÁFICO DE COCAÍNA
Entre otras cosas, Anabel Hernández desvela la trama de cómo se orquestó desde los tiempos de Reagan y el Irán-Contras, la asociación entre los narcos, el PRI y la financiación de operaciones especiales de algunas agencias de los Estados Unidos. Aquí nos aparece otro de los rostros de Echeverría.
Anabel Hernández relata el juicio de Los Ángeles, en 1990, llevado contra los implicados en el secuestro, torturas y muerte del agente de la DEA Enrique Camarena.
Fueron condenados como responsables del crimen del agente estadounidense Rubén Zuno Arce, empresario y cuñado del expresidente Luis Echeverría, el narco hondureño Juan Ramón Matta Ballesteros, socio del cartel de Medellín, el conocido narco mexicano Miguel Ángel Félix Gallardo y Juan José Bernabé Ramírez, guardaespaldas de otro personaje tristemente célebre: Ernesto Fonseca Carrillo, más conocido como Don Neto.
Según Hernández “entre 1985 y 1996 decenas de testigos revelaron que funcionarios del gobierno de México habían colaborado con la CIA para desarticular movimientos de izquierda en la región, apoyándose en narcotraficantes del cártel de Guadalajara, a quienes se les permitió traficar droga como pago por la ayuda a la política internacional de Estados Unidos”.
Zuno Arce, el cuñado de Echeverría fue condenado el 31 de julio de 1990 a prisión perpetua por el jurado de los Ángeles, por haber participado en la conspiración para asesinar al agente de la DEA. Según el fiscal Zuno Arce “actúa como el eslabón entre los niveles más altos del gobierno de México y el multimillonario cártel con base en Guadalajara”.
Entre las evidencias presentadas se demostró que la casa donde fue asesinado Camarena había pertenecido a Zuno y vendida al narco Rafael Caro Quintero, poco antes del homicidio. Además, un testigo “arrepentido” declaró que Zuno Arce había instigado el interrogatorio bajo torturas de Camarena para enterarse de lo “que sabía de mi general, refiriéndose a Juan Arévalo Gardoqui, entonces secretario de la Defensa Nacional”. El general Arévalo Gardoqui fue jefe de la Defensa Nacional durante la presidencia de Miguel de la Madrid (1982-1988).
ACUERDOS CON LA CIA
En este fantástico recorrido de Anabel Hernández por juicios, documentos desclasificados, testigos, comisiones del Capitolio, disputas entre la CIA y la DEA, políticos, militares y jefes de policías mexicanos asociados a los narcos, se topa con otro rostro de Luis Echeverría. Según Hernández “entre 1985 y 1996 decenas de testigos revelaron que funcionarios del gobierno de México habían colaborado con la CIA para desarticular movimientos de izquierda en la región, apoyándose en narcotraficantes del cártel de Guadalajara, a quienes se les permitió traficar droga como pago por la ayuda a la política internacional de Estados Unidos”.
Precisa Anabel Hernández que según documentos desclasificados se pudo constatar que, durante la gestión de Winston Scott como jefe de la CIA en México, de 1956 a 1968, se incorporó a la “nómina” de la agencia a importantes funcionarios del gobierno mexicano. En junio de 1969, Winston Scott recibió la “medalla de la inteligencia distinguida”, la mayor condecoración de la CIA por el armado de un programa bautizado “Litempo”.
De acuerdo con esos documentos fueron registrados como miembros del programa los expresidentes Gustavo Díaz Ordaz, con el mote de Litempo 2, Luis Echeverría Álvarez (Litempo 8) y el veterano jefe de la policía secreta Fernando Gutiérrez Barrio (Litempo 4).
«A la hora de buscar la verdad, los seres humanos dan dos pasos adelante y uno atrás”, decía Antón Chéjov.
En la noche del 26 de septiembre de 2014, 43 alumnos, de la escuela normal Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa se dirigieron a la ciudad de Iguala, Guerrero con el objetivo de tomar autobuses para participar en la conmemoración del 2 de octubre de 1968.
La policía municipal salió al cruce de los autobuses para impedir la salida de Iguala. En la represión habrían participado también civiles armados. El saldo de esa noche trágica fue la desaparición de 43 estudiantes, seis personas asesinadas, entre ellas tres normalistas. Tlatelolco sigue vigente.
Bibliografía
Álvarez Garín, Raúl 2002. La estela de Tlatelolco. (México- Editorial Ítaca).
Poniatowska, Elena. 1971. La noche de Tlatelolco (México- Editorial Era).
Hernández, Anabel. 2010. Los señores del narco (México- Random House Mondadori).