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La ardua reconstrucción de un lenguaje común

por | Sep 6, 2022 | Opinión

El fallido atentado a la vicepresidente es el síntoma del retroceso que la democracia argentina ha sufrido desde 1983. La reconstrucción del nosotros democrático requiere un diagnóstico de cómo hemos llegado hasta aquí, pero a la vez aceptar que ese diagnóstico no será compartido. Ésta es la dificultad específica de esta hora.

Quizá no haya forma más acabada y terrible de expresar la voluntad de no querer tener nada en común con otro que buscar borrarlo de la faz de la Tierra. No hay negación más contundente de la posibilidad de un lenguaje común que el asesinato, físico y/o simbólico.

DEMOCRACIA Y ENEMISTAD

“En democracia no hay enemigos”, afirmó días a atrás Luis Moreno Ocampo. Ésa fue la enseñanza del Juicio de las Juntas, concluyó. De ese aprendizaje, que fundó ética y políticamente la democracia argentina recuperada en 1983, hemos transitado al intento de magnicidio de hace unos días contra la vicepresidenta y principal figura política del país. Parece claro que algo se ha perdido en el camino. Cabe conjeturar que es el lenguaje común.

Que en democracia no haya enemigos no equivale a que la democracia no tenga enemigos. Quedó patente, precisamente, con el reciente intento de magnicidio, así como había quedado en evidencia en el Juicio a las Juntas, en los alzamientos carapintadas y en la represión ilegal del 2001, por citar sólo algunos ejemplos clave. La democracia sí tiene enemigos, y debe señalarlos nítidamente: el autoritarismo, la violación de los derechos humanos, el machismo, la opresión, etc. El consenso democrático se funda en el rechazo y la exclusión del campo político legítimo de aquello que se considera la negación de la democracia. Ésta, en definitiva, no representa la superación del poder por la vía de la deliberación, ni por la de la libertad de expresión. Intentar asesinar a otra persona o promover el terrorismo de palabra no es, en democracia, libertad de expresión.

El lenguaje común no es consenso sin enemistad. Donde hay amistad, hay enemistad. Una se funda en la otra. Así como la defensa de unos valores no constituye simplemente la promoción altruista de los mismos, sino que implica —por lógica— la negación de los valores que los niegan. Que los niegan, no que se les oponen: en democracia hay lucha, pero no es a muerte.

“En democracia no hay enemigos” significa, entonces, que no hay enemigos entre los que juegan el juego democrático, que éstos se reconocen como adversarios, esto es, que se reconocen mutuamente legítimos, aunque difieran en los fines que buscan. Si bien no completamente, pues todos sostienen el fin principal, la propia democracia. Esto es lo que les permite luchar entre sí. La democracia, aunque parezca paradójico, es una arena común de lucha.

La clave de la democracia es cómo se niegan esos valores enemigos y en dónde se los coloca. Cuando se afirma que la democracia permite incluso a los que la niegan expresarse, se está diciendo una verdad parcial. En sentido estricto, la democracia no permite tal cosa, especialmente en ciertos ámbitos: no puede haber un partido político que asuma expresamente principios anti-democráticos, ni se aceptan discursos autoritarios en la esfera pública. No obstante, alguien puede escribir un libro que exponga la critica radical a la democracia e incluso debería poder explicar esas ideas, por ejemplo, en la universidad. Explicar no es promover ni defender, sino analizar. De hecho, en la universidad se estudian el fascismo o el estalinismo, y hacerlo no necesariamente requiere una condena. Con esto se quiere decir que la democracia se caracteriza no por no excluir a los discursos que la niegan, ni su rasgo clave es permitirlo todo, sino por el modo en que lo hace: intentando equilibrar la necesidad de defenderse y reproducirse como orden político, con una concepción (ahora sí) más abierta y plural de la libertad de expresión.

Otro aspecto decisivo de cómo la democracia excluye los valores que la niegan es que lo hace defendiendo los derechos humanos individuales de los portadores de esa narrativa. Lo cual no descarta, en última instancia, el uso de la fuerza, pero será a través de los protocolos del Estado de Derecho. Porque lo que se excluye son prácticas, significados, discursos, no personas. Si algo caracteriza a la democracia, además, es la idea de rehabilitación del condenado. El pluralismo, en definitiva, es un orden político, no un escaparate donde se hallan en igualdad de condiciones y legitimidad todas las diferencias existentes. Como orden, sólo es posible a partir de la exclusión de su contrario.

Como dijimos, el otro asunto es dónde sitúa la democracia el discurso enemigo del orden democrático. En términos generales, fuera del ámbito público de deliberación, aunque dentro de la sociedad. Como ya se anotó, no puede haber un partido político expresamente antidemocrático, pero alguien puede tener creencias autoritarias e incluso exponerlas y cultivarlas en su ámbito privado. Nunca en el público, esto es, en la arena de la lucha por el poder político. Esta frontera entre lo público y lo privado es siempre móvil y se está retrazando constantemente —más si cabe en la época de las redes sociales—, pues resulta del debate político constante sobre qué es compatible y qué no con la democracia; es decir, de la lucha por el trazado de los propios límites del campo democrático. No condenar un golpe de estado del pasado puede incluso no ser motivo de expulsión del orden democrático, pero llamar a él seguramente sí lo sería. Esto depende de la historia particular de cada comunidad, pues de ella emerge su sensibilidad.

Por lo tanto, no se trata de o consenso o antagonismo, o amistad o enemistad, sino que ambas van juntas, se suponen y constituyen mutuamente, en co-presencia. “En democracia no hay enemigos” significa, entonces, que no hay enemigos entre los que juegan el juego democrático, que éstos se reconocen como adversarios, esto es, que se reconocen mutuamente legítimos, aunque difieran en los fines que buscan. Si bien no completamente, pues todos sostienen el fin principal, la propia democracia. Esto es lo que les permite luchar entre sí. La democracia, aunque parezca paradójico, es una arena común de lucha.

LAS EXIGENCIAS DE LO COMÚN

Compartir los valores clave del orden obliga a una ética política: la del reconocimiento del otro como adversario, tal como ya hemos anotado. ¿A qué actitudes, prácticas y conductas convoca? ¿Qué nos exige? Básicamente, respetar lo común, abrirnos generosamente al lenguaje del otro, negociar con él —sobre todo en situaciones clave— nuestro lenguaje. Esto quiere decir, en su forma más cruda, olvidarnos parcialmente de nosotros mismos, de esa autocelebración a la que invita habitualmente la parte con la que nos identificamos. Precisamente porque partimos de que no somos sino gracias a la comunidad, de que ésta es el suelo que nos permite existir. En eso consiste ser sujetos de un orden. ¿En qué se traduce esto? Las grandes manifestaciones masivas y plurales a las plazas de todo el país en 1982-83, 1987, 2001 e, incluso con sus tensiones, 2022 en defensa de la democracia son un claro ejemplo de ello. El lenguaje común tuvo lugar en ellas porque todos los asistentes renunciaron a parte de su identidad particular (la exaltación unilateral de su identidad partidaria, digamos) para salvar lo que hace posible la existencia de esa identidad particular, la democracia. La resignación de la búsqueda del predominio de sus símbolos particulares —aun cuando se crea que éstos son los principales damnificados— en función de la existencia de lo común. Aun cuando uno se crea víctima, la autoexaltación de sí, de la propia historia o de lo sufrido, si no se pone bajo el nombre de lo común, no sería desde nuestra perspectiva cabalmente compatible con lo democrático. (Por eso las paredes desnudas de los colegios públicos, el Himno y la bandera nacional como símbolos generales o significantes vacíos de la comunidad.) Lo común, vale reiterarlo, no implica ausencia de diferencias agudas, pero éstas se atenúan en el señalamiento común de una enemistad, la del autoritarismo antidemocrático. Eso es lo que las acomuna y, por tanto, legitima mutuamente. Eso y no el acuerdo sobre las principales políticas públicas, llamadas habitualmente “de Estado”. Esto último puede estar, pero no es imprescindible. La principal política de Estado consensuada es el modo de vida elegido por todos.

La presencia de Cafiero junto a Alfonsín en los balcones de la Casa Rosada en Semana Santa de 1987 y la redacción y aprobación de un texto de repudio común del magnicidio en el Congreso de los Diputados el sábado pasado son ejemplo, entre otros, de un lenguaje común. Todos resignan para que todos ganen. El contraejemplo sería la forma en que se transmitió el poder presidencial en 2015 o la no condena clara y expresa del reciente atentado contra la vicepresidenta. El discurso de los medios de comunicación hegemónicos sobre la figura de CFK y el kirchnerismo en general es otra muestra de una narrativa antipluralista, intolerante, que convierte al adversario en enemigo y, así, daña severamente la democracia.

No se trata de construir una teleología de cómo y por qué se rompió el lenguaje común, ni de medir minuciosamente cuánto ha pesado cada acto en esa ruptura. Los grados de intolerancia son muy amplios y, además, dependen de cómo son percibidos por quien resulta objeto de ésta. Comprender esa sensibilidad del otro forma parte también de la exigencia de construir lo común democrático. Sin embargo, resulta por definición imposible acordar un diagnóstico sobre las causas y los pesos relativos de cada hecho en la quiebra del lenguaje común, aunque sea obligatorio, para reconstruirlo, que cada actor haga una (auto)evaluación y tenga un diagnóstico. Ésa es la dificultad precisa de esta hora, y a la vez la condición de la reconstrucción del nosotros democrático. Como ese examen depende de una ética política, de actitudes y valores particulares, cada cual hará su cuenta. Lo único que debe estar presente en ese análisis es la lógica de lo común, que debe moverlo: si lo común se construye por la negativa, tanto porque resignamos parcialmente la propia identidad particular, como porque lo que nos une a nuestros adversarios es el rechazo compartido de aquello que nos niega a ambos, todos deben saber que en la cuenta que hagan algo debe cargarse en el propio casillero del Debe. Si alguien muestra esa columna en blanco, o imagina o pretende que así sea vista, estará faltando a la lógica de lo político y, además, a la lógica del nosotros democrático.

No se trata de construir una teleología de cómo y por qué se rompió el lenguaje común, ni de medir minuciosamente cuánto ha pesado cada acto en esa ruptura. Los grados de intolerancia son muy amplios y, además, dependen de cómo son percibidos por quien resulta objeto de ésta. Comprender esa sensibilidad del otro forma parte también de la exigencia de construir lo común democrático.

En los últimos años, al calor de la creciente conversión del adversario en enemigo, se ha demandado tanto un Nunca Más de la corrupción como —por ejemplo— un Nunca Más de la Deuda Externa. Ahora hay quienes proponen un Nunca Más del discurso del odio. El problema aquí no es la apelación a la buena intención de acabar con esos males (corrupción, endeudamiento u odio), sino que muchas veces esa propuesta parece ser el camino para maquillar con fines deseables la expulsión del (considerado) enemigo político. El Nunca Más del Juicio a las Juntas se dirigió precisamente a expulsar del campo político legítimo prácticas de terrorismo de Estado, portadas por un actor político debilitado, aunque todavía con capacidad de daño. No fue un tiro por elevación al contendiente político, aunque en algunos casos lo alcanzara indirectamente. Pero el objetivo inicial y finalmente conseguido era poder fundar sobre nuevas bases ético-políticas —los Derechos Humanos— la recuperada democracia. Se consiguió por la lucha en favor de la democracia, que obligó al actor militar a modificar sus prácticas.

¿Esto significa que todo es lo mismo, que todos los actores han contribuido por igual, que el autoexamen equipara todo? No. De ninguna manera. Insisto: todos tenemos nuestra cuenta y nuestro diagnóstico. Lo que significa, en verdad, es —vale reiterarlo— que la reconstrucción del lenguaje común no puede basarse en el acuerdo sobre esa cuenta, sino en la confianza mutua en que el otro la ha hecho y la hace y, por supuesto, en la no repetición de los hechos dañinos. ¿Esto abrirá un tiempo seguro de no conflicto y cancela la lucha bajo un mea culpa colectivo? Tampoco. Seguirá eterna la disputa, incluso sobre si alguien está faltando otra vez al lenguaje común y sobre en qué consiste ese lenguaje. Esto indica que la lucha por la democracia, como toda lucha hegemónica, es permanente, nunca se alcanza, permanece siempre inacabada. ¿Este carácter inacabado supone aceptar cualquier carencia, incluso las fundamentales en una democracia pluralista, como en su día fue la subordinación del poder militar al civil u hoy sería por ejemplo la existencia de medios de comunicación pluralistas, comprometidos con la deliberación y el análisis en lugar de con la propaganda? No, de ningún modo. Justamente, lo que estamos constatando es que en la Argentina actual ha habido un retroceso democrático, entre otras cosas por el discurso de los medios dominantes, y también por la patrimonialización del sentido de lo comunitario o de la democracia misma por algunos sectores políticos (no otra cosa fue, por ejemplo, el cambio del prólogo del Nunca Más).

Lo que se ha perdido se recuperará con más persuasión, pues toda legitimidad reposa en una creencia. Así que la lucha por la democracia es lo pendiente, lo cual no tiene por qué suponer la aceptación de los discursos existentes, comenzando por el propio, como parte de la pluralidad, pues ésta no es natural o de facto, sino la construcción/producción de un orden político. Pero esa lucha debe tomarse en serio, y esto significa comprender el sentido para luego poder transformarlo, la existencia de ese retroceso y de los discursos que lo alientan, propios y ajenos. 1983 nos puede enseñar a hacerlo guiados por la noción de que “en democracia no hay enemigos”, aun sin saber muy bien qué significa esa frase ni compartir completamente su sentido con nuestros adversarios. Por eso hablamos de una actitud ético-política. Porque ésta, al tratar del bien de la comunidad y de los precios a pagar para conseguirla, no puede aspirar a estar regida por la exactitud, ya que se encuentra inevitablemente envuelta en la honesta incerteza del bien y del mal, en la indisimulable oscuridad del mundo y en la inquietante sombra de la diosa Fortuna.

Javier Franzé

Javier Franzé

Doctor en Ciencia Política. Docente e investigador en la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado "El concepto de política en Juan B. Justo" (CEAL, 1993) y otros libros sobre teoría política e historia conceptual.