La tecnología nos permite correr los límites y vislumbrar un futuro alternativo, pero en ella no residen las soluciones a todos nuestros problemas. La respuesta tiene que ser política, participativa y solidaria.
La vida en la tierra se encuentra en un momento crítico, cuatro de sus nueve sistemas geológicos más relevantes se encuentran operando por fuera de los límites de seguridad. Y ello ha ocurrido en las últimas décadas, observándose una concentración extrema en los gases de efecto invernadero (GEI) así como el avance de la deforestación que ha generado una crisis en la biodiversidad de la tierra cuya magnitud cuesta dimensionar. La gravedad del momento, en definitiva, plantea la necesidad de transformar el modelo de producción actual que, además de ser excluyente en lo social se basa en la externalización de sus costes ambientales. También del enfoque económico dominante, cuyo énfasis en la rentabilidad y productividad privilegia el corto plazo, penaliza el logro del bien común.
Si algo caracteriza al modelo extractivo que evidencia la región, ciertamente, es su fuerte competitividad así como el alto acervo tecnológico. Tanto el agronegocio como la megaminería, por citar dos de los complejos exportadores más dinámicos de la región, representan sectores capital-intensivos. También resultan fuertemente conflictivos en lo social, altamente contaminantes cuando observamos su derrotero ambiental. El crecimiento económico, la falta de empleo y la necesidad de divisas justifican la re-zonificacion de territorios vírgenes para avanzar con la mega-minería, tanto como la quema de humedales que permita la cría de ganados.
Quienes se ubican en la izquierda democrática no pueden centrar sus esperanzas en las nuevas tecnológias, sino en el saber de su gente. Debemos comenzar a transitar un nuevo modelo, más solidario, inclusivo y sustentable.
Ciertamente, en ambos sectores existen varias empresas que han decidido apostar por la innovación y así reducir su “huella ambiental”. Consideremos el complejo agro-alimenticio. Numerosos autores destacan la “revolución tecnológica”, la llegada de la bio-economía que permite al campo complementar mayor producción con protección ambiental -también prometen dejar atrás el uso de agroquímicos peligrosos, como el glifosato.
La tecnología no solo logra mejores rindes, también resulta mágica: un productor agropecuario cordobés plasmar la cara de Lionel Messi en su siembra. El diseño que plasmó la sembradora resulta una muestra de la tecnología que dispone el campo, del potencial de la bioeconomía. Recientemente, Emilce Terré, de la Bolsa de Comercio de Rosario, comentaba el fuerte crecimiento que obtuvo la producción de maíz en los últimos años: 120 % en el periodo 2017/21 versus 2007/11. Aún cuando la mayor parte de dicho crecimiento se asocia con una expansión del área sembrada, la mejora en la productividad también resultó relevante. Ello redunda también en oportunidades de agregar valor, avanzar con nuevas tecnologías. Por varios motivos, en definitiva, el avance del complejo resulta alentador.
La tecnología resulta así, la respuesta a los grandes desafíos que tenemos por delante. Ello permitiría revertir la pérdida de biodiversidad, bien solucionar el problema climático. Estos últimos sueñan con tecnologías de captura y almacenamiento de carbono (CCO por sus siglas en inglés), aun cuando la comunidad científica muestra lo incapacidad de dicha tecnología para resolver el problema climático. Que existan alternativas tecnológicas se encuentra fuera de duda, tanto como inversores dispuestos a financiar este tipo de proyectos. De allí que las mismas resuelvan el problema es otra cosa.
Pero el problema surge cuando el “invento milagroso” atrapa la visión del político, más cuando este cree que lo tecnológico vendrá a revertir la fuerte desigualdad que persiste en la región.
En La imaginación técnica: sueños modernos de la cultura argentina (Nueva Visión, 1992) Beatriz Sarlo destacaba el rol movilizador que, a principios del siglo xx, tenía la radio y otros “inventos milagrosos”. En sus párrafos se planteaba la resonancia cultural de los cambios tecnológicos, cómo la figura del inventor se implantaba en la sociedad. Alli Sarlo describe el primer texto de Roberto Arlt, “las ciencias ocultas en la ciudad de Buenos Aires”, destacando que allí “Arlt construye una estrategia de oposición a esa dupla que lo ocupará toda su vida: el saber y el poder”. Es en este último aspecto donde intentamos centrarnos: el poder.
La innovación tecnológica no resulta un hecho aislado, ajeno a los intereses del poder -tal como lo muestra la puja geopolítica que genera el ascenso tecnológico de China. Tambien resulta naïve pensar como desinteresado el optimismo de la industria petrolera por las tecnologías de captura y almacenamiento. O pensar que la bioeconomía puede lograr revertir la pobreza en la Argentina. Aún cuando pueda “alimentar al mundo”, entre los hombres de campo siempre primará la visión estrecha de los negocios que 50 años atrás difundiera M. Friedman (“the business of business is business”) nada dice de la responsabilidad social. Obviamente, ello resulta válido desde lo personal. Pero una visión solidaria del futuro implica considerar al otro, involucrarlo en el diseño del porvenir.
La creencia fetichista presenta una mirada del progreso como algo inevitable y bueno, considerando imparcial a toda tecnología que irrumpe. Esta visión plantea una esperanza, una fe ciega en la tecnología que abra el camino hacia una nueva modernidad.
En un mundo distópico, todo diagnóstico que plantea lo insostenible del modelo actual es confrontado por narrativas de futuros imaginarios sustentables. La idea de crisis o emergencia es confrontada por una visión alternativa, donde resulta posible la vuelta a la normalidad, justificando así la vuelta a los negocios sin mayores cambios: la tecnología lo puede todo.
La creencia fetichista presenta una mirada del progreso como algo inevitable y bueno, considerando imparcial a toda tecnología que irrumpe. Esta visión plantea una esperanza, una fe ciega en la tecnología que abra el camino hacia una nueva modernidad. Sin embargo, ello desconoce que la tecnología se halla imbuida en las relaciones de poder tanto como en los procesos sociales, en fin, en la mentalidad de la gente. Como es conocido, la tecnología ha sido largamente utilizada como forma de disciplinar el trabajo y dominar la naturaleza. América Latina ha venido probando con diversos modelos de desarrollo, todos han sido impuestos desde arriba – sean aquellos que priorizan el mercado, bien los centrados en el Estado.
Pensar que la bioeconomía viene a alterar las relaciones sociales, a resolver el problema distributivo resulta naïve. Su desarrollo de seguro no implicará una nueva redistribución de rentas, tampoco garantiza un mayor cuidado de la naturaleza. Se requiere de una nueva visión política, una que se ancle en la urgencia que nos impone el momento, una que priorice a las mayorías y no que perpetúe el modelo del 1%.
Quienes se ubican en la izquierda democrática no pueden centrar sus esperanzas en las nuevas tecnologías, sino en el saber de su gente. Debemos comenzar a transitar un nuevo modelo, más solidario, inclusivo y sustentable. Un proceso de transición que surja de abajo hacia arriba, fruto de la participación y el debate. De esta forma surgirá la semilla que nos garantice un futuro para todos.