Las dirigencias políticas argentinas han usado los derechos humanos como un instrumento subalterno, es decir para otros fines que los de su respeto estricto, desde hace décadas.
Así, el peronismo, después de oponerse en los ‘80 a los juicios a las Juntas, después de indultar en los ‘90 a los peores asesinos de la historia argentina y después de llevar como candidatos en los 2000 a gente como Aldo Rico, pasó (al comienzo de la gestión de Néstor Kirchner) a buscar legitimidad y apoyo social tomando como propia la bandera de los derechos humanos, aunque se sabe sin duda alguna que carecían de antecedentes en esa materia.
Lo hicieron de una manera tan frívola que Néstor como Presidente pidió «disculpas por un Estado que no había hecho nada», olvidándose nada menos que del Juicio a las Juntas, y Cristina Fernández, como Presidenta, llegó a hablar de “los goles secuestrados por la dictadura”, haciendo una pavorosa analogía con las víctimas torturadas.
En un país donde la mitad de su población está encadenada a la pobreza (que es la principal violación de derechos humanos), los numerosos organismos estatales dedicados a la temática no tienen nada para decir ni hacer acerca de la gurisada que vive excluida y condenada a un destino de pobreza material e intelectual desde hace décadas.
Pero los derechos humanos (al menos en relación con los crímenes de la dictadura) pasaron a ser política de Estado, y se reabrieron causas y se condenó a numerosos represores que de otro modo hubieran muerto impunes. Eso es un hecho innegable y lo celebré y lo destaqué y lo seguiré haciendo.
Y se crearon oficinas y secretarías y direcciones de derechos humanos en todos lados. Y lo cierto es que lograron cooptar de ese modo a muchas de las organizaciones de derechos humanos que progresivamente suspendieron todo juicio crítico hacia el Estado conducido por esa fuerza política (con honrosas excepciones, como la inclaudicable Nora Cortiñas).
Los derechos humanos pasaron a ser, desde el Estado, un discurso vinculado casi exclusivamente a la dictadura, y usado para escarnecer al eventual “enemigo” dictado por las coyunturas (por ejemplo, periodistas que habían sido valientes denunciantes durante esos años, como Magdalena, fueron injuriados públicamente, y en cambio el pasado de un “incondicional” como el general Milani, resultaba intocable). El fiscal Strassera, hoy casi endiosado a raíz de la película «Argentina, 1985», fue calificado como «despreciable» por un lenguaraz que estuvo (desde Menem hasta hoy) en todos los gobiernos peronistas, por el mero hecho de ser crítico a esos gobiernos.
Así, en un país donde la mitad de su población está encadenada a la pobreza (que es la principal violación de derechos humanos, como dice Pierre Sane, ex secretario general de Amnistía Internacional), los numerosos organismos estatales dedicados a la temática no tienen nada para decir ni hacer acerca de la gurisada que vive excluida y condenada a un destino de pobreza material e intelectual desde hace décadas. Un gurí muere aplastado por el camión recolector en un basural entrerriano, y la vida sigue, como si nada, mientras se festeja que un 10% de la población sale de vacaciones y desborda los centros turísticos, y las oficinas gubernamentales siguen con sus agendas, como si todo eso nada tuviera que ver con los derechos humanos.
NEGACIONISMO
Desde la vereda de enfrente, las cosas no pueden haber sido peores: el macrismo usó los derechos humanos de una manera aun más infame, burlonamente, negando la masacre de la dictadura, utilizando las graves falencias y desigualdades para instalar un discurso falaz y provocador contra los derechos humanos, discutiendo cada tanto casi como una obsesión la cifra de víctimas de la dictadura, dando espacios y sillones de funcionarios a negacionistas de la década más terrible de la historia, alentando algunas de las peores tendencias racistas o clasistas de parte de la sociedad, promoviendo políticas de «mano dura» e incluso bancando a agentes de las fuerzas que cometieron crímenes como en el caso del asesinato brutal de Rafael Nahuel, y llegando su máxima figura a hablar, como si nada, de «guerra sucia».
No solo eso: entre todas las dirigencias (peronistas, radicales, macristas) legitimaron la brutal deuda externa contraída por la dictadura y en particular la deuda privada de empresas entre las que se cuenta, no podía ser de otro modo, el grupo empresario del ex Presidente Macri. Especialistas como Alejandro Olmos Gaona han trabajado sobre la silenciada relación entre los mecanismos fraudulentos de gestación y refinanciación de la deuda externa argentina, y la violación sistemática, pero encubierta, de los derechos humanos. Pero aquí, también, se actúa desde los gobiernos como si nada tuviera que ver una cosa con la otra.
El riesgo al que nos enfrentamos hoy es que algo tan esencial para el entendimiento democrático como debería serlo el consenso acerca de la importancia de los derechos humanos caiga en el descrédito definitivo, por obra y gracia de la irresponsabilidad y cinismo de las dirigencias.
Hay más: el desastre ambiental de la Argentina, que está entre los países con mayor uso de agroquimicos en el mundo (hoy con numerosos estudios científicos que demuestran la correlación de su uso con efectos deletéreos sobre las comunidades), la deforestación, el desmonte, la contaminación de cursos de agua y la pérdida de biodiversidad, la destrucción de humedales, entre otras calamidades que afectan el derecho humano a un ambiente sano, se han profundizado en el transcurso de estos mismos gobiernos que dicen hacer de los derechos humanos una política de estado. De nuevo, como si una cosa nada tuviera que ver con la otra.
En ese derrotero tremendo, el riesgo al que nos enfrentamos hoy es que algo tan esencial para el entendimiento democrático como debería serlo el consenso acerca de la importancia de los derechos humanos caiga en el descrédito definitivo, por obra y gracia de la irresponsabilidad y cinismo de las dirigencias. Creo que la película “Argentina, 1985” es un intento positivo (más allá de opiniones y matices) por evitar que eso ocurra. Pero no puede ser solo una película la única chance de impedirlo. Las dirigencias deben reflexionar al respecto y modificar sus conductas si no quieren que la sociedad argentina retroceda penosamente en este aspecto.
Y la responsabilidad es, como siempre, de quienes más responsabilidad tienen.
UTILIZAR EL 24 PARA UN RECLAMO MEZQUINO
La emblemática fecha del 24 de marzo fue durante muchos años (y con mucho esfuerzo: tengo bien presente el recuerdo de aquellos 24 de marzo, más de 30 años atrás, cuando apenas un puñadito de personas dábamos vuelta alrededor de la plaza de mi ciudad), un símbolo de un consenso que con el tiempo se convirtió en mayoritario, o eso creímos: que había un pasado reciente al que jamás aceptaremos regresar, y que ese consenso pasaba por sobre cualquier diferencia partidaria, religiosa, sectorial, filosófica.
Por eso me parece que no hay uso más perverso que la pretensión actual de utilizar la fecha del 24 de marzo para un reclamo chiquito, mezquino y (además) mentiroso, contra una supuesta proscripción que ni sus propios seguidores le creen, y por eso varias de las organizaciones de derechos humanos (incluso las mismas que todos estos años abandonaron cualquier mirada crítica) vienen pidiendo que no lo hagan.
Esperemos que la lideresa de ese espacio revise con sensatez esa decisión y vuelva atrás de lo que, de concretarse, será una nueva, fraudulenta y vergonzosa desvirtuación de la conmemoración de esa fecha tremenda.