El economista e historiador Pablo Gerchunoff, uno de los más destacados intelectuales de nuestro país, conversó con «La Vanguardia» sobre sus últimos trabajos. Crisis económicas, liderazgos políticos, la difícil tarea de construir un nuevo patrón de desarrollo y, por supuesto, una reflexión sobre Raúl Alfonsín.
Pablo Gerchunoff es economista, pero hace ya muchos años que es un referente de la, como la llama él, historia de la política económica. Agudo polemista, siempre combina el análisis retrospectivo con una preocupación por la actualidad, como lo demuestran sus recurrentes intervenciones en redes sociales y notas de opinión (la última, con gran repercusión, en La Nación).
En los últimos años, su producción, en especial de libros, se ha tornado casi vertiginosa. A su esperado y muy bienvenido Raúl Alfonsín. El planisferio invertido (Edhasa, 2022), dedicado a la biografía de Raúl Alfonsín, hay que sumarle la ficción histórica La caída, 1955 (Crítica, 2018), El eslabón perdido. La economía política de los gobiernos radicales (1916-1930) (Edhasa, 2017) y la compilación, junto a Daniel Heymann y Aníbal Jáuregui, Medio siglo entre tormentas. Fluctuaciones, crisis y políticas macroeconómicas en la Argentina (1948-2002) (Eudeba, 2022). A pesar de la multiplicidad de temas y perspectivas, sus preocupaciones orbitan sobre los mismos problemas y preocupaciones.
Las crisis económicas, el rol de los liderazgos políticos, la posibilidad y necesidad de un modelo de desarrollo. Estos ejes aparecen una y otra vez en la reflexión intelectual de Gerchunoff, no importa si trata sobre el gobierno conservador, sobre Raúl Alfonsín, sobre la caída de Perón o sobre el radicalismo de principios del siglo XX. A caballo entre la economía política y la historia, entre el pasado y la actualidad, Pablo Gerchunoff nos recibió en su despacho de la Universidad Torcuato Di Tella, donde es profesor emérito, para conversar con nosotros para La Vanguardia.
La primera pregunta, dado que te propuse hacer una lectura general de tu obra y que a mí me surge siempre que te leo, es esto de tu rol híbrido como historiador económico o economista historiador. ¿Cómo transitás en esos dos mundos de la economía y la historia? ¿Qué desafíos te representan intelectual y profesionalmente?
Bueno, lo primero que te diría es que hoy te puedo dar una respuesta que no es la misma que te hubiera dado hace diez años, ni es la misma que te hubiera dado hace veinte, ni es la misma cuando empecé yo a trabajar a los 18 años como periodista. Eso como primer punto.
Como segundo punto, yo creo que haría una leve corrección a tu pregunta. Vos me preguntás y me definís como “historiador económico”. Y yo no me defino como historiador económico, yo me defino como historiador de la política económica. Y como historiador de la política económica, así como algún historiador político se puede dedicar a, no sé, resultados electorales, yo me dedico a la política económica, en cuyo centro está la decisión política.
Entonces, dicho esto, es poca mi conexión con la historia económica y con la economía en general, salvo algunos conocimientos técnicos que me ayudan un poco más. Miro a la economía, a la política económica, desde el proceso de toma de decisiones de la política.
«Desde los comienzos de la organización nacional hay en la Argentina una especie de mirada de destino de grandeza que no perdimos nunca. Y que entonces, en la medida en que no pudimos cumplir con ese destino de grandeza, emerge el disenso distributivo. Y ese disenso distributivo se puede, como te decía, manifestar en muchos rasgos, y uno de ellos, el más actual, es el fiscal».
Quería empezar desde el libro que editaste y coordinaste con Heymann y Jáuregui para Eudeba. Allí parece deducirse un razonamiento en torno a las crisis económicas que parece advertir que nadie está exento en este país de sufrir las crisis económicas, que hay algo estructural. Y te quería hacer algunas preguntas: ¿Esta mirada estructural evita esa tentación sobre la pregunta por el huevo de la serpiente, de cuándo se jodió la Argentina? Y, por otro lado, ¿qué rasgos han presentado estas crisis? ¿Estamos en una situación donde esas crisis se han acelerado?
A ver, yo no sé si yo me definiría como un estructuralista. Porque ahí habría una contradicción. Si yo soy un historiador de la política económica: en todo caso es el político, que es aquello que yo estoy analizando (las decisiones de la política o esa clase política, en todo caso), el que tiene que lidiar con los problemas estructurales. Quiero decir: de la idea de que hay una estructura problemática, no puede derivarse la conclusión de que entonces hay un determinismo histórico ineludible y que nada puede ser cambiado, que alguna vez se jodió la Argentina y que, desde entonces, es un Big Bang que no se resolvió nunca.
Argentina tiene problemas estructurales y la política tiene que lidiar con ellos, y los va enfrentando, los va cambiando, los va modificando, o va fracasando en ese cambio. Eso es una de las cuestiones.
Con respecto a la segunda, yo tengo una mirada que en el fondo es una lectura sobre cuándo, siguiendo con la frase de Vargas Llosa, se jodió la Argentina, que es la siguiente: yo creo que la Argentina tuvo, a lo largo de su historia, dos patrones de crecimiento. Uno, si se quiere, después de las guerras civiles en el siglo XIX, desde 1860 en adelante, o desde 1880 en adelante. Depende donde queramos ponerlo: si queremos ser un poco mitristas, diremos desde los 60; si queremos ser un poco roquistas, diremos desde 1880.
Y ese patrón de crecimiento es interesante porque aún con sus momentos difíciles, con las transformaciones que ocurren en la economía y la sociedad argentina, involucra también al radicalismo. Yo siempre digo que Yrigoyen es, en términos económicos, un decimonónico. Siempre enfocó su crítica radical sobre el tema del sufragio libre, sobre el tema de la reparación democrática, sobre el tema de partir de la república verdadera, no pasar por la república posible, digamos. En ese sentido, nada alberdiano. Ese fue, yo diría, hasta la crisis del ‘30, un patrón de crecimiento con sus dificultades, con sus problemas y con, dada la dinámica que tenía, con sus cambios en el tránsito.
Y el otro patrón de crecimiento que nace justamente con la crisis del ‘30, aunque hay algunos granos que germinan antes: Pellegrini, por ejemplo, con su postura; el propio Alvear con alguna de sus posiciones. Es la industrialización protegida. La industrialización protegida no es lo mismo que el peronismo. Nació antes del peronismo, siguió durante el peronismo y continuó después del peronismo, con patrones distributivos distintos. Y eso yo no diría, como dicen muchos hoy, que fue un error de los políticos argentinos. No, eso simplemente dio sus frutos, dio su jugo, y en algún momento se agotó, en algún momento la sustitución de importaciones ya no tenía margen para darle crecimiento a la Argentina. Eso ocurrió a fines de los años ‘60, principios de los ‘70. Y desde entonces, hasta hoy, Argentina no pudo fundar y consolidar un nuevo patrón de crecimiento.
Entonces, si me pregunto ¿Cuándo se jodió la Argentina? (aunque la pregunta no me gusta, quiero que eso quede claro, pero si acepto el juego el juego de contestarla): diría que este es un país sin rumbo desde fines de los ‘60, principios de los ‘70. Antes, efectivamente, hubo algún momento en que empezó a crecer menos que en la época de Roca, pero eso es completamente normal, eso los economistas lo llamamos convergencia. No podés vivir en un barrio modesto, en una torre, en una casa de 800 metros cuadrados con seis piletas de natación, por explicarlo de un modo metafórico. Argentina tenía que converger con el resto de América del Sur. De modo que hay una especie de desaceleración del crecimiento económico hasta mediados de los ‘60, que yo no lo considero un problema central. En cambio, lo que ocurre desde los ’70 y en adelante, ahí sí es una Argentina desorientada o desnortada.
La próxima pregunta está fuertemente vinculada a eso. Una de las cosas que aparece todo el tiempo, al menos en tus libros con Lucas Llach y en los diálogos con Roy Hora, es la idea de que existe tensión, un poco irreductible, entre la gobernabilidad económica y la gobernabilidad política-social. Una tensión que pareciera que tuvo arreglos más o menos estables, como decís, en dos ciclos, con marcas distintas, y que en un momento se extravió. Por un lado, quiero preguntarte cuál es la raíz de esa tensión particular en la Argentina entre esas dos gobernabilidades y, por el otro, si hoy día ya no son viables las salidas gradualistas.
Sí, una vez más: vos estás poniendo en el centro de la escena la cuestión del disenso distributivo. Es decir, de que la Argentina no tiene, yo lo diría más o menos de este modo, un patrón colectivamente compartido de normalidad distributiva. Alguna vez yo puse el acento sobre la volatilidad cambiaria como emergente de ese problema, y que desde hace algunos años, desde hace un par de décadas, eso se trasladó muy fuertemente también a lo fiscal como otro ámbito en donde ese disenso distributivo se manifiesta.
¿Por qué existe eso? A mí me resulta un poco difícil contestar por qué existe eso. Yo cuando alguien me lo pregunta, me refugio bajo mi sombrero de historiador y digo: “bueno, todos los países son más o menos distintos, nosotros tenemos esa particularidad de que no nos ponemos de acuerdo desde hace muchas décadas”. Es una respuesta completamente insuficiente.
Si yo tuviera que decir algo provisorio, qué es lo que pienso ahora, a mí me parece lo siguiente: suele decirse que los salarios y la bonanza peronista colocaron una marca en la economía y en la sociedad argentina; y que todo el tiempo la sociedad se está mirando en ese espejo y declarando insatisfecha porque no se puede sostener, no puede volver a ese nivel de vida popular. Vos sabés que yo últimamente me estoy tirando un poco más atrás y estoy mirando a Perón más bien como un líder conservador popular. ¿En qué sentido? En el sentido de que es una especie de discípulo del general Sarobe que a la Argentina le dio un patrón de movilidad social, a toda la sociedad. Por supuesto hubo problemas, problemas sociales en esa sociedad, sino no hubiera existido Joaquín V. González, por ejemplo. Pero yo creo que en el fondo el Perón que construye su poder es un Perón que está mirando todo el tiempo el éxito del patrón agroexportador. Y se da cuenta, mientras va desarrollando su propio patrón de poder político, que eso no lo puede repetir con el modelo agroexportador, que tiene que darle un sesgo distributivo a la industrialización protegida. Y cree que con eso puede volver a las viejas épocas de Roca. Es decir: “Roca y Perón, un solo corazón”, al menos en ese sentido. Con métodos distintos, pero no tan distintos, constreñidos sí por restricciones distintas en cada momento.
Entonces, a lo que voy es a que desde los comienzos de la República unificada, no digo antes (no pongo la época de las guerras civiles como un tema porque simplemente no sé cómo incorporarlo acá en este razonamiento), desde los comienzos de la organización nacional hay en la Argentina una especie de mirada de destino de grandeza que no perdimos nunca. Y que entonces, en la medida en que no pudimos cumplir con ese destino de grandeza, emerge el disenso distributivo. Y ese disenso distributivo se puede, como te decía, manifestar en muchos rasgos, y uno de ellos, el más actual, es el fiscal.
Vinculado a eso, apareció de algún tiempo a esta parte una versión en torno a la necesidad de construir una coalición más amplia que salga “por arriba de ese conflicto”. Una coalición del 60% la llamó José Luis Machinea en algún momento. ¿Compartís este diagnóstico de que es necesaria esa “gran coalición de centro”, por ponerle un nombre? ¿te parece viable esa gran coalición?
Yo no estoy muy seguro. Aquí lo que sí me parece es que la Argentina necesita un nuevo consenso. Ahora, ese consenso, como yo lo veo –me parece importante marcar esto–, siempre necesita un ganador que lo imponga, es decir, que persuada, que convierta su presencia en un liderazgo que involucra al otro. Eso no se trata de sentarse en una mesa y ponerse de acuerdo, en eso no creo mucho. Creo en alguien que llega, ejerce su liderazgo, ese liderazgo es de nuevo tipo, tiene una visión distinta del país, una visión que le puede devolver crecimiento al país. Un poco como Alfonsín con Cafiero, o como Roca imponiéndose sobre el conjunto de la sociedad, o como el propio Yrigoyen del ‘28 que termina imponiéndose.
Si en esa imposición hay un acuerdo formal o no hay un acuerdo formal es un problema que no me interesa mucho y mucho menos me interesa la idea de la matemática del 60 o 70%. Lo que a mí me importa es un liderazgo político democrático que pueda conducir al país por la senda de un crecimiento al que yo llamo “crecimiento popular exportador”.
Vinculado a eso, me puse a pensar en conjunto tus últimos tres libros y vi algunos tópicos que aparecen. El primero que me surgió, vinculando La caída con El planisferio invertido, es justamente esta cuestión de los liderazgos políticos: por un lado se nota esta cuestión de la importancia que le das y, al mismo tiempo, los desmarcás de sus aspectos más providenciales. ¿Cómo se traslada esto en términos analíticos? ¿Y si hace falta, desde tu punto de vista, pensar la política más desde estas contingencias?
La moneda en el aire, si querés. Sí, a ver, liderazgo no quiere decir que hay un rumbo predeterminado que se recorre con tranquilidad. Siempre está plagado de problemas, efectivamente, como vos decís, de contingencias, de contingencias inesperadas que ponen a prueba ese liderazgo.
¿Podemos ir para atrás? A mí hay un libro mío que me gusta mucho, que en realidad es mi libro preferido de todo lo que yo escribí, que es Desorden y progreso (con Fernando Rocchi y Gastón Rossi, Edhasa, 2011), que es sobre la época roquista, Roca y Juárez Celman. ¿Por qué lo traigo a colación? Porque la política de desarrollismo provinciano de Juárez Celman, es decir, trasladar el progreso material a las provincias en forma igualitaria, fue una contingencia inesperada para Roca, y tuvo que lidiar con la crisis que eso generó. Acordate, 1891, Roca tiene que pactar con Mitre para llevar a Luis Sáenz Peña a la presidencia y ver si puede recobrar un poder que está en cuestión a partir de la revolución de 1890. Eso en cuanto a Roca.
Yrigoyen es notable: contingencia en su nacimiento, en el momento en que llega a la presidencia por la Primera Guerra Mundial, y contingencia cuando nace su segundo gobierno por los primeros síntomas y vestigios de la Gran Depresión. Esto es pura contingencia. Digo, llega con una idea y esa idea se la tumba la moneda que cayó cruz.
Y Perón: él mismo construye su propia contingencia con la crisis con la iglesia, con la pelea con la iglesia. Que de alguna manera están diciéndonos que hay también elementos psicológicos en un líder, en un país presidencialista cuasi monárquico por momentos. Esto es, Perón se siente solo, Perón no sabe cómo seguir adelante, Perón tiene que cambiar el patrón distributivo inicial y termina en decisiones que lo deterioran muy profundamente. Y, básicamente, en la pelea con la iglesia, que yo describo en la caída como un punto central de su caída.
Y bueno, nada, podría seguir: Alfonsín, Menem, todos ellos son liderazgo y contingencia. Liderazgo, comprensión de la época y contingencia. Contingencias que los ponen a prueba.
«Alvear es el que levanta las banderas del primer programa al que uno podría llamar socialdemócrata en la Argentina en la elección de 1937, en la que termina siendo derrotado por el fraude. Y en ese punto Alfonsín era mucho más alvearista de lo que creía».
Estoy notando mucho eso en el último tiempo en historiadores de la política económica, como vos te nombraste, que tratar de volver a juntar los aspectos más estructurales de la economía con las contingencias de los liderazgos. Como que hay una cuestión de ser un poco más indulgentes con esos dirigentes y, tal vez, evitar fórmulas sencillas para explicar procesos complejos.
Mis amigos, al menos los que me critican, siempre me dicen que yo soy demasiado indulgente con los gobiernos. Con todos los gobiernos, no con uno en particular. Tu rasgo distintivo, me dicen, es la indulgencia, la empatía con el que está a cargo. Además, es verdad, y es de tal naturaleza que me vuelvo más empático y más indulgente cuando más caído está alguien. Porque, para colmo, yo no estoy hablando de la sociedad, no estoy hablando de la oposición, en general me enfoco en los gobiernos y me vuelvo indulgente con los gobiernos cuando están pasando sus peores momentos.
Yo creo que la razón en mí (no digo en los demás), es que yo pasé alguna vez por el gobierno. Y al pasar por el gobierno uno se vuelve más indulgente (creo que lo digo en La moneda en el aire), uno muerde la manzana de la comprensión. Lo que me pasó es que mordí esa manzana de la comprensión y ya está, no me la puedo sacar de encima. Me han inoculado un virus al que yo ya no puedo combatir. No hay medicina para ese virus. Y creo que un buen historiador, no digo que yo lo sea, debería tener ese virus.
Haciendo un salto en esta mixtura de libros, también vi un punto interesante entre El eslabón perdido y El planisferio invertido con respecto a la economía política del radicalismo. El otro gran actor político de la historia argentina, con cierto complejo de inferioridad: ¿Por qué este interés tuyo, más allá de recuperar ese radicalismo en la gestión?
¿Por qué? me preguntas. La respuesta es muy sencilla, es una respuesta emocional. Esto es, yo trabajé con Alfonsín, y cuando trabajé con Alfonsín, en un momento dado me pregunté: «¿Quiénes fueron sus padres?».
¿Por qué me hice esa pregunta? Porque yo no tenía nada que ver con el radicalismo. Nunca tuve que ver, no tengo que ver con el radicalismo. Cualquiera puede mirar ahí en Twitter, red de la que soy un asiduo participante, que me dicen “el historiador o el economista radical”. Y yo no los desmiento, porque ya no tengo manera de desmentirlos, pero yo no he sido radical y no soy radical. Ahora, lo que sí tengo es un vínculo afectivo, que se puede notar en el último libro, con Alfonsín, que me hizo preguntarme acerca de los padres fundadores. ¿Quiénes son los que construyeron una arquitectura político-institucional que termina en Alfonsín?
Entonces, ahí volví atrás. No volví a la fundación del radicalismo, volví ahí nada más. Y sí, quise ver al radicalismo en acción. Dos veces lo quise ver al radicalismo en acción: en El eslabón perdido, y, después, en forma de biografía, quise ver a Alfonsín en acción en El planisferio invertido. Justamente digo este radicalismo.
Ahora, otra cosa es la política económica. Bueno, justamente, lo fundante del radicalismo es que no tiene una política económica, y no puede definir una política económica, porque toda idea que parta de la base de que lo fundacional es la construcción de la democracia, y que con la democracia se come, se educa y se cura, es una idea que no puede definirse. Quienes sostengan esa idea no pueden definirse por sus preferencias en términos de economía o de política económica. En Yrigoyen hay un intercambio con Molina, el senador cordobés, muy interesante, porque le pregunta Molina: “¿pero qué somos? ¿Somos proteccionistas o librecambistas?” Y no hay nada más divertido que leer la respuesta de Yrigoyen, porque no se entiende nada. Porque no le quiere contestar, entonces no se entiende nada. Igual a él no se le entendía nunca, no hablaba, pero cuando escribía tampoco se le entendía nada.
En ese sentido, en tu libro también hay una revisión de Alvear, que fue también un maldito de la propia historia del radicalismo durante mucho tiempo. De hecho pareciera que él ofrece más material para pensar una economía política radical y un modelo distributivo: ¿Qué podemos encontrar en la belle époque alvearista?
Primero, digamos, yo en El planisferio invertido digo que Alfonsín no logra reconocerse como alvearista cuando en realidad lo es. ¿Y en qué es alvearista? No en un tema de política económica. Lo es en el reconocimiento del adversario como un adversario que forma parte del mismo sistema político. Alfonsín no propone una batalla campal para destruir al otro. No tiene el viejo régimen Alfonsín. ¿Por qué no lo tiene? Porque el viejo régimen es la dictadura militar, entonces ahí no hay nada que discutir. En cambio, Yrigoyen y Alvear tienen posiciones distintas sobre eso.
Alvear tuvo además la suerte de vivir una época razonablemente estable en la Argentina y entonces pudo pensar en la política económica. Antes hablábamos de un Yrigoyen que había heredado los efectos de la Primera Guerra Mundial. Lo que hereda Alvear es la normalización transitoria de la Argentina en los años ‘20. Entonces ahí sí puede pensar en términos de qué hacemos, cómo mantenemos el rumbo del progreso material con una política social distinta.
Es en ese sentido, Alvear es el que levanta las banderas del primer programa al que uno podría llamar socialdemócrata en la Argentina en la elección de 1937, en la que termina siendo derrotado por el fraude. Y en ese punto Alfonsín era mucho más alvearista de lo que creía, una vez más.
Yendo al libro sobre Alfonsín, que sin duda ha tenido un notable efecto público: ¿Por qué ir al Alfonsín antes del 83, por qué ir a la persona? ¿Por qué ver el proceso desde su balbinismo hasta la ruptura con el viejo líder? ¿Alfonsín fue una excepción o fue la regla en la historia del radicalismo? Me parece que en esa trama vos también tratás de entroncarlo como un radical genuino, más allá de sus aspectos idiosincráticos.
Alguien me preguntaba, que digo al pasar, alguien me preguntaba qué posición tendría hoy Alfonsín frente a la coalición que el radicalismo termina armando con Macri. Es una pregunta inútil, pero yo pienso que era tan radical que probablemente hubiera protestado contra la coalición, pero, a diferencia de su hijo, se hubiera quedado adentro, porque nunca hubiera roto con el partido. Le hubiera molestado esa alianza, pero nunca hubiera roto. Hubiera tratado de influirla, de torcer el rumbo en alguna dirección.
Yo comprendo a radicalismo actual, yo comprendo mucho la convención de Gualeguaychú y la decisión tomada allí. Pero una vez que la comprendo, creo que el radicalismo no adquirió una personalidad política autónoma que tratara de torcer el rumbo en una dirección más parecida a lo que ellos pensaban. Y creo que sigue siendo así. Igual vos me estabas preguntando otra cosa.
¿Cómo se entronca Alfonsín en el radicalismo? En esa tradición y pensando con el radicalismo previo: es radical, es balbinista, es yrigoyenista, es «Intransigencia y Renovación». Y es muy importante una «Intransigencia y Renovación» que empieza a identificarse, no diría con la socialdemocracia, pero sí con el Labour Party inglés. Y entonces ahí, yo lo digo en el libro, Alfonsín es un dirigente que se siente despojado por el peronismo de la base social popular radical, esa base social que había tenido el Yrigoyen del ‘28 en el plebiscito. Entonces va por algo, libra una batalla imposible de ganar, que es dar vuelta a la historia, volver atrás, volver a la declaración de Avellaneda y a una elección del ‘46 que tiene un resultado distinto. Me quedo con la base social popular. Bueno, a mí me produce una enorme ternura ese objetivo de Alfonsín que no podía sino fracasar.
Bueno, vinculado a eso, leí hace algún tiempo un viejo texto de Torcuato Di Tella que un poco él se quejaba de eso, decía “¿dónde se vio una socialdemocracia sin sindicatos?”
Bueno, un poco Alfonsín piensa lo mismo, por eso quiere volver, quiere darle batalla al sindicalismo peronista. Él tenía además esa coyuntura militar tan tremenda y por lo tanto veía a los sindicatos como potenciales aliados de los militares, era un problema para él. Pero él buscaba, aunque nunca dijo el término, el Tercer Movimiento Histórico. Lo dijo [Conrado] Storani, quiero decir, estaba presente, estaba la idea de torcer, de dar vuelta a la Argentina como una media y construir un movimiento, un tercer movimiento popular que fuera liderado por él. Pero un movimiento que no fuera idéntico a la Unión Cívica Radical. La Unión Cívica Radical era el punto de partida de esa idea.
En esa lectura, ¿vos creés que el fracaso de la ley Mucci es un punto crítico en ese proyecto?
Mucho menos que lo que se dice. A mí me parece que esa ley, que era muy moderada y lo único que pretendía era la representación de las minorías. No hubiera cambiado el curso de la historia. Tal vez hubiera habido minorías, y ni siquiera sé si radicales, porque probablemente hubiera habido más minorías de izquierda que radicales. Tal vez nada demasiado relevante hubiera sido distinto si la ley Mucci se aprobaba.
Sí es cierto que es una derrota política y, en ese sentido, sí marca un problema para el gobierno de Alfonsín. Pero el contenido mismo de la ley no me parece tan interesante como se lo dice.
«La presencia de Alfonsín vino a ponerle política de poder factible a algo que nosotros ni siquiera podíamos todavía construir como una arquitectura intelectual coherente. Creo que por eso lo amamos tanto a Alfonsín. Siendo que él no era un intelectual, aunque por momentos pretendía serlo, él dio el puntapié inicial para que nuestra conversión terminara de anclarse en nosotros».
Vinculado al momento actual, parecer haber un reverdecer de las lecturas sobre los ’80: la película “Argentina, 1985”, los cuarenta años de democracia y la publicación de dos libros, uno el tuyo y otro el de Juan Carlos Torre, como dos formas de leer esos años. Allí hay algo de un modo de rever los ‘80, de repensarlos, de derrumbar algunos mitos, pero a la vez también discutir cierta mirada actual, un tanto cruel, sobre el proceso alfonsinista y su fracaso en la gestión económica. ¿Cómo discutimos Alfonsina 40 años de democracia?
Alfonsín es un constructor institucional, antes que nada. Va a quedar en la historia como un constructor institucional. Yo en el libro lo digo, sobre todo, por dos momentos de inspiración: el del 82-83, que nos da la democracia, y el 93-94, que convierte el afán reeleccionista de Menem en una oportunidad para darnos una Constitución más moderna, pero además más competitiva políticamente, es decir, con movimientos políticos que puede ganar uno o ganar el otro. Esto es así por primera vez en la historia, no fue así con Perón, no fue así con Yrigoyen, no fue así con Roca. En un constructor institucional que, a medida que pasa el tiempo, lo vamos a valorar, la historia y los historiadores lo van a valorar mucho más como eso.
Entonces, yo siempre me digo: “¿y qué le pedimos?”, que además se acierte con la economía. Uno que acaba de llegar y no tiene ni la menor idea de qué está pasando: la primera experiencia gubernamental de su partido desde el año ‘66, que además hereda una dictadura fracasada, que es lo peor que le puede pasar a una democracia. Porque al menos en Chile heredaron un orden, la democracia heredó un orden. Alfonsín no heredó ningún orden, heredó un caos. Y en ese caos tampoco sabía muy bien qué hacer. Entonces, que le fuera bien es ridículo, es de mal historiador pensar que también le podía ir bien en la economía.
Una de las cosas que aparecen, y que vos has mencionado de tu propia trayectoria (recuerdo un artículo muy lindo en el libro homenaje a Juan Carlos Portantiero que coordinó Claudia Hilb), es lo que pasó con esa generación socializada en la política de los ’60 y ’70 que transitó una conversión en los ’80. ¿Qué pasaba con ese proyecto? ¿Qué cambió? ¿Cómo cambió esa generación con Alfonsín?
¿Cuándo decís esa generación estás pensando en Juan Carlos Portantiero, en De Ípola, y en alguno más? Yo participaba de eso, solo que estaba en el Ministerio de Economía, y dialogaba mucho, como lo viste en esa memoria afectiva que yo escribí sobre Juan Carlos, yo era muy amigo de Juan Carlos Portantiero. Así como soy muy amigo de Juan Carlos Torre, fui muy amigo de Juan Carlos Portantiero. Quiero traducir la pregunta porque me enredé yo solo, lo que vos decís es: “bueno, ninguno de nosotros era radical, sin embargo fuimos alfonsinistas”.
¿Qué representó el alfonsinismo en esa trayectoria vital de ustedes?
Ponerle palabras y política a lo que nosotros estábamos intuyendo de forma vacilante, que era la democracia. Nosotros no éramos democráticos, a nosotros nos interesaba la revolución social, el desarrollo económico, la equidad, un coronel nasserista que viniera a salvarnos a todos, cualquier cosa menos la democracia. Empezamos a pensar la democracia todos en forma balbuceante durante la dictadura, algunos en la Argentina, algunos en el exilio.
Entonces la presencia de Alfonsín vino a ponerle política de poder factible a algo que nosotros ni siquiera podíamos todavía construir como una arquitectura intelectual coherente. Creo que por eso lo amamos tanto a Alfonsín. Siendo que él no era un intelectual, aunque por momentos pretendía serlo, él dio el puntapié inicial para que nuestra conversión terminara de anclarse en nosotros.
La última pregunta, dado que estamos en un medio del Partido Socialista, tiene que ver con la posibilidad de la construcción de algo así como una socialdemocracia argentina: ¿Hay todavía espacio para pensar una propuesta socialdemócrata? ¿Y qué rol tienen estos actores como el socialismo, como el radicalismo o figuras como Alfonsín? ¿Se puede reconstruir un camino alternativo?
Siempre se puede reconstruir la idea, la utopía, si querés, de una postura más igualitaria dentro de una democracia capitalista. Pero a condición de que en cada momento entendamos la coyuntura y cómo es la sociedad. ¿Qué quiero decir con esto? Quiero decir que si nosotros vamos a pronunciar la palabra socialdemocracia con el mismo sentido que tenía en los ‘60 y los ‘70, nos vamos a equivocar. Porque la sociedad es distinta, porque no existe aquella clase obrera. No sé si fue al paraíso o al infierno, pero a algún lado se fue. Es una sociedad distinta. Yo tiendo a pensarme a mí mismo hoy, en ese sentido, más como un liberal de izquierda que como un socialdemócrata de aquella época. Para mí, la manera de nombrar la socialdemocracia moderna es llamarnos a nosotros mismos liberales de izquierda.
QUIÉN ES
Pablo Gerchunoff es economista e historiador. Profesor Emérito de la Universidad Torcuato Di Tella; Profesor Honorario de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires; profesor visitante en diversas universidades extranjeras. Investigador Asociado del Instituto de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Alcalá de Henares, Miembro de número de la Academia Nacional de Ciencias Económicas y becario de la Fundación Guggenheim (2008/2009). Ha recibido el Premio Konex 2016 como personalidad destacada de las Humanidades Argentinas en la categoría “Desarrollo Económico”.
Ha escrito extensamente sobre temas de economía política, solo o en colaboración. Entre sus publicaciones más importantes se destacan El ciclo de la ilusión y el desencanto. Un siglo de políticas económicas argentinas (varias ediciones, junto a Lucas Llach), Entre la equidad y el crecimiento. Ascenso y caída de la economía argentina 1880-2002 (2004, con Lucas Llach), ¿Por qué Argentina no fue Australia? Una hipótesis sobre un cambio de rumbo (2006), Desorden y Progreso. Historia de las crisis económicas argentinas 1875-1905 (2007, con Gastón Rossi y Fernando Rocchi), El eslabón perdido (2017), La caída (2018) y La moneda en el aire. Conversaciones sobre la Argentina y su historia de futuros imprevisibles (2021), junto a Roy Hora.