El editor y ensayista Alejandro Katz propone vigorizar de la agenda progresista incorporando al cambio climático, el imperio de las corporaciones tecnológicas y la reducción de la autonomía por el cambio tecnológico, como nuevas incertidumbres.
La izquierda democrática parece desconcertada, en retirada de la primera línea de la batalla política, pero también de la disputa de ideas y, consecuentemente, de la atención de la ciudadanía.
La contestación se ha refugiado en rincones identitarios, ha emigrado hacia reivindicaciones ambientalistas o se asociado con líderes autoritarios. Ha perdido a la vez la capacidad de desafiar el orden presente y de imaginar un futuro posible.
Conocemos muchas de las razones que explican esta deriva: la fragmentación de la sociedad, la tribalización impulsada por las redes, la creciente pérdida de control sobre el destino común de sociedades cuyos estados se han fragilizado en la globalización, la crisis de la representación… La lista sigue, y hay quienes agregan en ella la desigualdad que no ha cesado de aumentar desde la década del 80 del siglo pasado, aunque este es un añadido curioso, ya que la desigualdad debería ser un argumento con el que explicar una influencia creciente de los discursos y la presencia de la izquierda democrática, no su repliegue.
La pregunta es, entonces, acerca de las razones del reflujo, de las dificultades que las diversas tradiciones socialistas están mostrando para desempeñar un rol protagónico en momentos en que las sociedades más lo requieren.
Las siguientes son apenas unas hipótesis, esbozos, intuiciones con las que sugerir algunas posibles vías de reflexión.
En primer término, una constatación: los valores de la izquierda democrática, los que han impulsado a hombres y mujeres desde hace un siglo y medio, la libertad, la igualdad, la solidaridad, están inscritos en la larga historia de nuestra civilización. Pero nuestras ideas políticas tienen la marca de un tiempo ya ido, el tiempo que, iniciado en el cruce de las revoluciones francesa y norteamericana y de la revolución industrial, le dio las categorías a nuestro lenguaje y las formas a nuestra imaginación desde finales del XVIII y principios del XIX.
Indudablemente, es muy difícil cambiar de lenguaje. El lenguaje hace a la identidad individual y colectiva de una persona, de una comunidad, de una nación. Más difícil aun es cambiar el lenguaje que hace a la identidad de un movimiento político, construido en torno de ciertas palabras que expresan valores e ideas compartidas por elección, no por herencia.
Pero creo que debemos intentarlo, si queremos encontrar el modo de que aquellos valores no sean solo razones de orgullo por los logros pasados sino aspiraciones posibles en un futuro próximo, en el futuro de las vidas de las personas, mujeres, hombres, niñas y niños que esperan respuestas y que, si resignada o ilusionadamente miran en otras direcciones van a encontrarse al final del camino con renovadas frustraciones.
Simplificando excesivamente -¡excesivamente!- diría que el modo de realizar aquellos programas fue, durante el tiempo de las luchas de la socialdemocracia, aspirar a mejores condiciones de vida material y a la ampliación de los derechos de ejercicio de la ciudadanía. Más bienestar y más derechos o, en esta versión simplificada, salario y voto. Mejores ingresos, autogobierno e igualdad de oportunidades.
Para el pensamiento y la política conservadora la gestión de la incertidumbre es una tarea individual y para la izquierda una tarea colectiva.
Había allí dos demandas en coexistencia: por una parte, una demanda, una exigencia de dignidad material y moral. Hoy diríamos: de reconocimiento. Pero, por otra parte, una demanda subyacente, no necesariamente formulada en estos términos, pero intensamente presente: la de reducir las incertidumbres respecto del futuro. Porque, a diferencia de la estabilidad de las sociedades tradicionales, premodernas, inscritas en un orden durable, el suelo móvil de la modernidad, las angustias de la secularización, la disociación entre el orden del mundo y el mundo del hombre y de la mujer modernos pusieron en el centro del drama de nuestra civilización la necesidad de reducir la incertidumbre. El socialismo se propuso como una respuesta a esa necesidad. La educación, como herramienta para la comprensión y captura de un mundo en mutación permanente; el estado de bienestar para resguardar a las personas de las amenazas del desempleo, de la vejez o de la pobreza fueron las herramientas fundamentales en esa tarea. Podríamos decir que la diferencia entre las visiones conservadoras de la política y las visiones progresistas, entre la derecha y la izquierda, se sintetizan en que para el pensamiento y la política conservadora la gestión de la incertidumbre es una tarea individual y para la izquierda una tarea colectiva. Que para unos se realiza acumulando recursos privados para hacer frente a las inquietudes que propone el futuro mientras para los otros esos recursos deben ser colectivos y estar equitativamente distribuidos.
Si ponemos nuestra interpretación bajo esta clave podríamos preguntarnos cuales son las fuentes de incertidumbre en el mundo contemporáneo y cuales, eventualmente, las respuestas posibles. Y discernir entre esas respuestas aquellas que deberían conformar la caja de herramientas de la izquierda democrática porque son respuestas, una vez más, comunes, compartidas.
Señalo algunas de esas fuentes de incertidumbre, que se agregan a las ya conocidas: el cambio tecnológico; el dominio de megacorporaciones digitales; el cambio climático. No es necesario abundar en las razones por las que el cambio climático aparece como una amenaza para el futuro común y, especialmente, para el de las naciones y las poblaciones más vulnerables. Solo quisiera, en este aspecto, enfatizar la tensión entre cambio climático y desarrollo económico, en el sentido de que nuestras ideas acerca de cómo la economía debe crecer para proporcionar prosperidad a un mayor número de personas entran en contradicción con el imperativo de revertir o cuando menos mitigar el cambio climático. Esto no nos debe llevar a suscribir las teorías del decrecimiento, pero sí a indagar qué tipo de crecimiento es a la vez necesario y deseable.
Ante las big tech, y más en general en la economía digital, en momentos en que los estados han perdido, y siguen perdiendo, soberanía, la función de consumidor como un agente activo que toma decisiones relativamente autónomas se suprime, y los individuos se convierten en recursos de los que se extraen cuasi rentas.
Voy a señalar, sí, dos rasgos que me resultan especialmente importantes respecto del modo en el que las otras fuentes de incertidumbre están operando. Las big tech, las megacorporaciones digitales, sobre las que mucho y muy valioso se ha escrito, están conformando lo que yo llamaría un nuevo orden imperial. Su desarrollo, su expansión global, el modo en el que coexisten con órdenes políticos locales pero explotan a las poblaciones de esos territorios, se corresponde casi literalmente con el modo de funcionamiento de los imperios clásicos. Eso supone un cambio del estatuto de las poblaciones afectadas. Porque, a pesar de la crítica que el pensamiento progresista ha realizado de la función de consumidores que ha sido la marca del capitalismo -el consumidor como opuesto al ciudadano-, lo cierto es que en un mercado capitalista dinámico el consumidor sigue siendo agente, en la medida en que el Estado regule razonablemente la oferta moderando o directamente impidiendo brutales asimetrías de poder, información y capacidad de decisión. De hecho, las sociedades que son a la vez capitalistas y democráticas han impulsado el surgimiento de esas dos figuras, el ciudadano y el consumidor, que comparten un rasgo propio de la modernidad, o cuando menos de la modernidad occidental: la búsqueda creciente de autonomía, la captura de agencia por parte de sujetos que se quieren electores en la política y en los mercados, que aspiran a decidir cómo organizarse políticamente y cómo definir un destino común, es decir, ejercer el autogobierno de lo público; y, a la vez, exigen decidir sobre los modos en que organizan su esfera privada.
Por el contrario, ante las big tech, y más en general en la economía digital, en momentos en que los estados han perdido, y siguen perdiendo, soberanía, la función de consumidor como un agente activo que toma decisiones relativamente autónomas se suprime, y los individuos se convierten en recursos de los que se extraen cuasi rentas. No hay elecciones alternativas a tomar entre ofertas semejantes y, peor aun, no hay prácticamente posibilidad de decidir ser parte o no del sistema mismo.
El desarrollo explosivo de los sistemas autónomos de decisión y acción -la robótica, la big data, la inteligencia artificial- supone una pérdida inversamente proporcional de autonomía humana individual y colectiva.
Algo debemos señalar, también, otro de los efectos de la transformación digital en que estamos inmersos. También, por cierto, hay una inmensa cantidad de bibliografía fundamental para entender las características y las posibles consecuencias de las transformaciones en curso sobre la sociedad, la cultura y la subjetividad. Yo quisiera señalar, a efectos de mi argumento, solamente un rasgo: el desarrollo explosivo de los sistemas autónomos de decisión y acción -la robótica, la big data, la inteligencia artificial- supone una pérdida inversamente proporcional de autonomía humana individual y colectiva. De los algoritmos a la automatización de tareas manuales e intelectuales, esta era de cambio tecnológico se distingue de las otras porque, a diferencia de aquellas, cuyo resultado fue el incremento de la capacidad de decisión y de acción humana sobre la naturaleza y sobre la cultura, estos cambios tecnológicos producen el efecto contrario: reducen la dimensión humana de la humanidad.
No se trata aquí de desarrollar estos problemas, pero es inevitable señalarlos. Ellos son algunas de las fuentes principales de incertidumbre que, como siempre, afectan de un modo desmesuradamente desigual a los más vulnerables. (No son las únicas: la inestabilidad geopolítica global; las migraciones, consecuencia principal pero no exclusivamente del cambio climático; la fragilidad macroeconómica de los países del sur; la polarización política y las dificultades que ella entraña para tomar decisiones a favor del interés general; la precarización del trabajo; el desarrollo de mercados criminales, especialmente los vinculados con el narcotráfico, son otras. Pero, sin restarles importancia ni gravedad, son problemas más conocidos, sobre los que la izquierda tiene una reflexión de larga data y, en algunos casos, también tiene respuestas políticas para ofrecer.)
Tanto ante el cambio climático y sus consecuencias en el mundo físico, como en relación con la pérdida de agencia en la vida cotidiana producida por el imperio de las corporaciones tecnológicas y la reducción de la autonomía producida por el cambio tecnológico, son las poblaciones más desfavorecidas las más afectadas en el presente y las más amenazadas en el futuro, y es por ello que el pensamiento progresista tiene la obligación de estructurar una reflexión sobre esos temas y el deber de buscar respuestas políticas adecuadas.
Si el propósito de la izquierda democrática ha sido a lo largo de una larga historia que sin embargo es todavía breve reducir la incertidumbre que el futuro distribuye desigualmente entre los habitantes del presente, un discurso renovado debería hacerse cargo de estos temas. Ello no implica, naturalmente, desinteresarse de nuestra agenda tradicional, centrada en la dignidad de la vida material y en la ampliación de derechos de nuestra vida moral. Pero sí significa que esa agenda nunca podrá avanzarse si no se pone bajo estos ejes.
Quisiera concluir diciendo lo mismo de otro modo. Podemos pensar que la tarea de la izquierda ha consistido en discutir cuánto queremos ganar. Cuánto de salario, cuánto de bienes públicos (salario indirecto, dicen algunos), cuánto de tiempo libre. Yo creo que la pregunta que siempre hemos intentado contestar, y que debemos volver a formular teniendo en consideración las marcas del presente pero también los riesgos y las oportunidades del futuro, no es cuánto queremos ganar sino cómo queremos vivir, cómo vivir juntos, qué tipo de relaciones queremos privilegiar entre las personas, cuales con el mundo del que somos parte, cómo vivir con los que vendrán en el futuro.