Pedro Sánchez fue investido nuevamente como cabeza de un gobierno de coalición progresista en España. El trasfondo es la nunca resuelta cuestión nacional y, en particular, la situación catalana ahora signada por la controvertida propuesta de amnistía.
Lo que ha decidido la investidura de Pedro Sánchez ha sido la “cuestión nacional española”. Cuando en 2010 el Tribunal Supremo tumbó el nuevo Estatuto Catalán de 2006 que habían aprobado las Cortes Generales españolas y las Cortes y el pueblo catalán en las urnas, abrió una época política en España que todavía no se ha cerrado.
El PP ganó las elecciones en julio pasado, pero a la hora de formar gobierno sólo pudo sumar el apoyo parlamentario de Unión del Pueblo Navarro —en la práctica el PP en esa región— y de Vox. Este último apoyo, estando en juego la “cuestión nacional”, explica la derrota del PP en la formación de gobierno. Vox es un partido de extrema derecha caracterizado por un nacionalismo español centralista, de cuño franquista. Como tal, amenaza con la ilegalización de los partidos nacionalistas vasco o catalán y lleva en su programa la disolución del modelo autonómico, la fórmula que la Transición encontró para resolver precisamente la “cuestión nacional” española. Esto es lo que lógicamente le cierra la puerta al PP para buscar apoyos entre los partidos nacionalistas vascos (PNV y EH Bildu) y catalán (ERC y Junts per Catalunya). En definitiva, condena al PP a recabar apoyos sólo en uno de los dos ejes que determinan la política española, el izquierda-derecha, pero no en el otro, más oculto y por eso más delicado, que enfrenta al nacionalismo español con los llamados nacionalismos “periféricos” (vasco, catalán, gallego).
A tal punto la “cuestión nacional” está oculta que el PP y el PSOE no se declaran nacionalistas españoles sino “constitucionalistas”, pues buscan —sobre todo el PP—endilgar el nacionalismo, que evoca algo pre-moderno, provinciano y en el fondo franquista, a los nacionalistas vascos, catalanes o gallegos. Por eso los nombran como “nacionalistas periféricos”, colocándolos en el rincón temporal y cultural del atraso de una España europeizada. Asimismo, todos los partidos, incluidos los nacionalistas “periféricos”, se refieren al asunto como “el problema territorial” de España, como si fuera una cuestión administrativa y no identitaria, esto es, política.
El gran tema pendiente de la democracia en España es construir una identidad compartida. La “cuestión social” genera menos controversia, pues como en el resto de las democracias occidentales contemporáneas se tramita entre un centro-izquierda socialdemócrata (PSOE) y un centro-derecha liberal-conservador (PP).
El gran tema pendiente de la democracia en España es construir una identidad compartida. La “cuestión social” genera menos controversia, pues como en el resto de las democracias occidentales contemporáneas se tramita entre un centro-izquierda socialdemócrata (PSOE) y un centro-derecha liberal-conservador (PP). La derecha española, quizá gracias a su bagaje católico, no tiene una posición abierta y explícitamente thatcherista, sino “compasiva”, que busca conciliar lo que denomina “meritocracia” con el valor de lo comunitario privado (familia, religión, tradiciones). Esto la lleva a no cuestionar el Estado de Bienestar, salvo si su extensión ahoga —siempre a sus ojos— la iniciativa individual. El principio filosófico del Estado de Bienestar —al fin una creación de los conservadores Bismarck y Beveridge—, según el cual la comunidad es responsable de asegurar un mínimo nivel de vida material de sus miembros, es compartido por PP y PSOE, lo que lo convierte en una política de Estado. La discusión es cuánto es ese mínimo y quién lo gestiona, no ese piso en sí.
Pero la cuestión nacional es otra cosa. A pesar de compartir un genérico nacionalismo español, PSOE y PP tienen diferentes sensibilidades. Fue el socialista Rodríguez Zapatero quien hacia 2004 lanzó la noción de una “España plural” para integrar a los nacionalismos “periféricos” en una idea de nación compartida. Por eso respaldó la renovación del Estatuto Catalán prometiendo que avalaría lo que el Parlamento y el pueblo de Cataluña decidieran. Era un modo de despegarse del recelo centralista hacia los nacionalismos “periféricos”. Zapatero cumplió y el PSOE refrendó en 2006 en las Cortes Generales el Estatuto, que en su Preámbulo definía a Cataluña como nación. El PP lo rechazó por incompatible con su interpretación de la Constitución, según la cual la única nación común es la española, e inició dos caminos simultáneos para recurrirlo. Por abajo, recogió firmas en Cataluña y, por arriba, lo llevó a la Justicia, donde triunfó en 2010. Esto no hizo más que multiplicar el catalanismo, caldo de cultivo del giro independentista de la derecha catalana (antes CIU, hoy Junts) en 2012, que terminaría en una consulta ilegal sobre la independencia —duramente reprimida por el gobierno de Rajoy— y la proclamación unilateral e inmediata suspensión de la República catalana en octubre de 2017. Todo esto dio lugar a que el gobierno nacional del PP suspendiera temporalmente —con el apoyo del PSOE— la autonomía catalana entre octubre de 2017 y junio de 2018. Luego se produciría la huida del presidente del gobierno catalán, Puigdemont (Junts) a Bélgica en octubre de 2017, donde está todavía hoy, y la condena judicial de los líderes del Procés —como se conoce el proceso de lucha por la independencia abierto hacia 2012— en 2019. El surgimiento de Vox en 2013 como escisión de derecha del PP no hizo sino completar el cuadro de un creciente encono entre nacionalismo español y nacionalismos “periféricos”. Vox se convertiría en tercera fuerza nacional en 2019. El eje nacionalismo español-nacionalismos “periféricos” se volvió central. El elefante seguía en la habitación y crecía día a día.
Las elecciones generales del pasado 23 de julio dieron a Junts per Catalunya siete diputados. A diferencia de lo que dijeron los medios y los partidos para azuzar el anti-catalanismo, esos escaños no resultaban imprescindibles para la investidura de Sánchez, pues bastaba con que se abstuvieran. Pero no si votaban en contra. Por eso Sánchez buscó el acuerdo con Junts, para lo cual negoció la concesión de un amnistía a los condenados por el Procés, la cual había considerado inconstitucional poco antes. Además, en arriesgada acción, accedió a enviar negociadores a Bruselas para hablar con “el fugado” —como gusta decir la derecha— Puigdemont, y a poner un veedor internacional para supervisar la marcha del pacto entre ambas fuerzas.
Esto resultó intolerable para la derecha española —la del PP y también la franquista—, que se ha movilizado a las puertas de la sede nacional del partido socialista en Madrid desde que se formalizó el acuerdo PSOE-Junts que aseguraba la Investidura de Sánchez. Varios medios, el líder de Vox y la presidenta de la Comunidad de Madrid —Isabel Díaz Ayuso, del PP— afirman que Sánchez ha dado un golpe de Estado. El propio líder del PP, Núñez Feijóo, contribuyó a este clima de deslegitimación repitiendo que él debía gobernar porque había ganado las elecciones en julio, siendo que España tiene un sistema parlamentario y que él gusta llamarse “constitucionalista”. De hecho, forzó en septiembre un proceso de Investidura que de antemano sabía que perdería. Así fue.
Sánchez ha presentado la amnistía en el marco de la necesidad de restaurar la convivencia, un valor propio de la Transición. Para integrarla además en su política socialdemócrata, ha presentado la igualdad social como garantía de esa convivencia, como vía para frenar a la extrema derecha de Vox, a la que muestra como beneficiaria del resentimiento social generado por los ajustes. Así, Sánchez busca mitigar la imagen de que Cataluña, la región más rica de España junto a Madrid, está siendo premiada.
El problema es político, no jurídico. Y no es catalán, sino español. La cuestión de fondo es si se encara la gran tarea pendiente de la Transición: la construcción de un modo de identificarse, como mínimo, con la comunidad y, como máximo, con España, que no sea castellanocéntrico. España carece de símbolos comunes. No posee ni un panteón, ni un libro, ni una música, ni una comida que sean “nacionales”. Quizá no tenga por qué tenerlos. Pero debería aspirar, ya por motivos nacionalistas, sino democráticos, a que nadie se arrogue la representación de la totalidad.
Contra eso, la derecha intenta quitarle al PSOE las banderas de la igualdad social y política, mostrándolo como un partido que ha traicionado sus principios históricos y los de la Constitución con tal de llegar al poder. El PP reclama “una nación de ciudadanos libres e iguales”, aduciendo que gracias al PSOE los catalanes serán ahora ciudadanos de primera y, los demás españoles, de segunda. No sólo por la Amnistía, sino porque para contentar a los catalanes el PSOE les dará beneficios fiscales. Pero el PP no propone otra solución al problema que la vía estrictamente jurídica —abocada a la represión, como ya se vio en el pasado reciente— otro modo de negar el carácter político del problema.
Además, el PP olvida que en España ya existen diferencias fiscales por regiones, por ejemplo con el Régimen Foral de Navarra y el País Vasco, de cuño medieval. También que toda la Transición se apoyó en la Amnistía de 1977, que perdonó los crímenes del franquismo y también los de organizaciones armadas antifranquistas, lo cual ha sellado una democracia sin Memoria. Por no hablar de la Amnistía fiscal que impulsó en su último gobierno, que si bien era de otro tipo, afectaba también la “igualdad entre los españoles”. En cuanto a la “fuga” de Puigdemont, en todo caso no se diferencia mucho de la del Rey Juan Carlos I en 2020, motivada por corrupción económica contra el Estado pero protegida por éste.
El problema es político, no jurídico. Y no es catalán, sino español. La cuestión de fondo es si se encara la gran tarea pendiente de la Transición: la construcción de un modo de identificarse, como mínimo, con la comunidad y, como máximo, con España, que no sea castellanocéntrico. España carece de símbolos comunes. No posee ni un panteón, ni un libro, ni una música, ni una comida que sean “nacionales”. Quizá no tenga por qué tenerlos. Pero debería aspirar, ya por motivos nacionalistas, sino democráticos, a que nadie se arrogue la representación de la totalidad contra los símbolos de algunas de sus partes, como cuando los símbolos castellanos se presentan como españoles, empezando por el idioma. El reverso de esta meta democrática de un sentido de pertenencia compartido es que las partes no vivan su identidad como incompatible con la del conjunto.
La idea de la España plural nombra esa aspiración democrática de que haya muchas maneras de sentirse español o miembro de la comunidad. El legado franquista, al apropiarse de los símbolos del conjunto, ha lastrado profundamente esa tarea. La derecha española no está en esa posición, pero todavía muestra rechazo hacia una idea pluralista de nación, como cuando se niega a reconocer a las lenguas co-oficiales (vasco, catalán, gallego) en el Parlamento, y prefiere no escuchar la traducción al castellano del discurso de los parlamentarios que las usan. Así evidencia que considera que la Nación no es decidible en democracia, sino una esencia previa intocable.
Lo más difícil en política es adivinar dónde anida la derrota en el momento mismo del triunfo. El Talón de Aquiles de Sánchez no está necesariamente donde la derecha señala. La inconstitucionalidad de la Amnistía ha sido rechazada por varios juristas. La “traición a la palabra dada” no es tal pues el PSOE no ha formado gobierno solo, sino como fruto de un acuerdo con otros partidos; además, resulta absurdo, antipolítico, pretender que un partido rechace el gobierno por no poder sostener todo su programa. Es paradójico que se lo reclamen los que insisten, como el PP, en que la democracia es acuerdo y consenso. La política democrática se orienta por valores, no queda congelada en los programas electorales, que son al fin apuestas genéricas descontextualizadas. Y se guía por la lógica de evitar males mayores, como sería para el PSOE que PP y Vox decidan sobre la cuestión catalana. Al fin, fue la política del PP la que ayudó a inflamar Cataluña. Vox, por su parte, afirmó que si llegaba al gobierno “se incendiaría Cataluña”.
El riesgo para el PSOE y para España es que la apuesta salga mal en términos de igualdad y convivencia. El PSOE tiene que poder compaginar la igualdad social y política de todos los españoles con el reconocimiento de la particularidad catalana.
El riesgo para el PSOE y para España es que la apuesta salga mal en términos de igualdad y convivencia. El PSOE tiene que poder compaginar la igualdad social y política de todos los españoles con el reconocimiento de la particularidad catalana. La Amnistía tensa ambas cuestiones, pero puede justificarse a futuro por la garantía de no repetición de lo sucedido durante el Procés, que es lo que implícitamente cose el acuerdo —como en su día lo hizo la Amnistía del 77, que resultó exitosa en esos términos—. Con ello haría entrar al catalanismo en los cauces institucionales constitucionales. El límite que no parece recomendable que el PSOE cruce es que para conseguir el reconocimiento de la particularidad catalana le conceda a Cataluña un régimen fiscal insolidario con el resto del país. No porque ahora no exista (ya citamos el Régimen Foral), sino porque sería percibido como el primero y así como inaceptable, sobre todo en autonomías de tradición socialista, como Extremadura, Castilla La Mancha o Andalucía.
Sánchez parece apostar a una cuadratura del círculo: una fuerte política socialdemócrata de ampliación del Estado de Bienestar que, por una parte, apacigüe la potencial queja de las autonomías no catalanas y, por otra parte, permita a Cataluña conseguir unos beneficios que de algún modo satisfagan la demanda de creciente autonomía, muchas veces solapada con el soberanismo y el independentismo, aunque no sean sinónimos. Si no logra compaginar igualdad y diferencia, lo que se perderá no es la sacrosanta “gobernabilidad”, esa diosa aritmética a la que le rezan los “cientistas” políticos, sino el proyecto de un país igualitario, pluralista y tolerante, democrático en definitiva, pues la derecha cobrará alas y podrá hacer buena la única vía de que hoy dispone para llegar al gobierno: una mayoría absoluta de diputados entre PP y Vox.