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Nostalgia del futuro: los libertarios y la historia

por | Ene 25, 2024 | Nacionales, Opinión

Javier Milei promete un cambio radical y lo hace a partir de una mirada sobre el pasado signada por el excepcionalismo, el decadentismo y la palingenesia. Estos tres elementos han dado sostén a un discurso que se propone ser un parteaguas para la Argentina. 

Javier Milei en un acto de campañ con la imagen de Juan Bautista Alberdi de fondo.

 

En sus dichos y en sus gestos, antes y después de arribar a la Casa Rosada, Javier Milei se refirió una y otra vez a la historia. Sus libros más vendidos, sus primeros discursos como presidente, el título de su Ley Ómnibus y el diseño de nuevos billetes apelaron a momentos y personajes del pasado local para legitimarse, así como para indicar un rumbo: lo que se necesitaría, parafraseando la consigna tomada del trumpismo, es recuperar todo aquello que hizo a la Argentina grande.

No pocos han señalado que ese relato tiene mucho de erróneo cuando no de ficticio, sin ir más lejos la celebración –quizás calcada de Mario Vargas Llosa– por haber sido el primer país del mundo en erradicar completamente el analfabetismo. Asimismo, calificarlo de “bárbaro” para mediados del siglo XIX supone desestimar décadas de investigaciones que revelaron un período rico en transformaciones productivas e institucionales, al igual que la “pacificación rosista” que reconocía hasta el tan mentado Juan Bautista Alberdi. Este pensador tucumano se ha vuelto casi un fetiche, evocado como el arquitecto de las Bases y, por ende, de una inigualada nación bullish, aunque no tanto como el intelectual que pasó buena parte de su madurez en Europa, desde donde fustigó los gobiernos de “Bartolos” y “Sarmientos” mientras que elogió, durante la Guerra de la Triple Alianza, al Paraguay de Francisco Solano López. Cuando finalmente regresó a su tierra, ya en su vejez, no se encontró con la “Edad Dorada” que añoran los libertarios sino con un sistema de gobierno que desaprobaba y que, por cierto, poco tenía que ver a sus ojos con el proyecto que había ideado decenios atrás.

Para legitimar su vertiente del liberalismo, el presidente y “próceres” como Alberto Bengas Lynch procuran dotarlo de densidad temporal. Esto es: imaginar una trayectoria que explique por qué esta ideología se ha visto sistemáticamente postergada y por qué alterará para siempre el curso de nuestra historia.

Milei, por su parte, ha insistido en que se produjo una expansión inédita: no contento con las estimaciones del Proyecto Angus Maddison, cuyas planillas adolecen de serios problemas estadísticos y metodológicos, el economista aseguró que Argentina no sólo habría contado con el PBI per cápita más elevado en 1896, sino que redobló la apuesta para aseverar que fue la mayor potencia global a secas. Un aserto que pierde contundencia cuando se lo coteja con otros datos, tanto cuantitativos –tasa de mortalidad infantil, proporción de conscriptos rechazados por malnutrición, coeficiente de Gini, composición de las exportaciones– como cualitativos –desde la prensa de la época, diligente a la hora de registrar las huelgas y disturbios provocados por la “cuestión social”, hasta el lapidario informe sobre la condición de las clases obreras elaborado por Juan Bialet Massé y encargado por el gobierno que encabezaba, detalle no menor, Julio Argentino Roca. En cuanto al mantra que le achaca la crisis actual a los “cien años de socialismo/colectivismo empobrecedor”, cuesta imaginar a Federico Pinedo, Álvaro Alsogaray y José Alfredo Martínez de Hoz desfilando en la Plaza Roja bajo los perfiles orgullosos de los camaradas Aramburu, Onganía y Videla.

Chequear estas y otras pifias se ha vuelto ineludible, sobre todo en un contexto donde los enunciados sin respaldo empírico alguno se mueven a sus anchas, por no mencionar las fake news. Sin embargo, la corroboración por sí sola no alcanzaría, ya que la rigurosidad fáctica no parecería ser una prioridad para Javier Milei: lo que estaría haciendo es articular una visión sobre nuestro pasado, y a estas narrativas épicas –como apuntara alguna vez el reconocido historiador Eric Hobsbawm– poco les importan los hechos. Importan, más bien, los efectos de sentido que estas operaciones conllevan en su circulación social.

Para legitimar su vertiente del liberalismo, el presidente y “próceres” como Alberto Bengas Lynch procuran dotarlo de densidad temporal. Esto es: imaginar una trayectoria que explique por qué esta ideología se ha visto sistemáticamente postergada y por qué alterará para siempre el curso de nuestra historia. Dicho itinerario es pensado a partir de tres supuestos estructurales: por empezar, el “excepcionalismo”, la noción de que Argentina es “una nación bajo Dios” –como sentencia el lema estadounidense– a la cual se dotó con recursos sobreabundantes para cumplir una misión trascendental dictada por las fuerzas del cielo. La emergencia de mentes brillantes, como los “jóvenes idealistas (sic)” de la Generación del ’37, probaría este favor divino al igual que lo haría, desde una lógica calvinista, la arrolladora bonanza de los “años dorados”. De hecho, las calamidades sufridas desde entonces serían otra marca de preferencia por parte del “Número Uno”: como reza un aforismo muy corriente en las redes, Dios manda sus peores batallas a sus mejores guerreros. Sobreponerse a la adversidad evidenciaría resiliencia, como le gusta repetir a Milei con una jerga que conecta con esa juventud “mejorista” que se ha vuelto medular en su movimiento, tal cual estudiaron Pablo Semán y Nicolás Welchsinger. Pero también le permitirá a la nación, según ha manifestado el presidente, alcanzar su destino y convertirse en faro de “las ideas la libertad”.

 

Alberto Benegas Lynch (h), referente intelectual de Javier Milei.

 

Antes de eso, para evocar un relato muy apreciado por el economista, se debe atravesar el desierto. Entra aquí en juego el segundo elemento, es decir la decadencia, un deterioro constante que sería fundamentalmente material, pero que tendría su raíz en la degradación del mundo de las ideas por el “progresismo”. Ciertamente, un tópico transversal de nuestras derechas –y no sólo de ellas– es que “todo tiempo pasado fue mejor”, un lamento que se oye desde antes del Centenario. No queda muy claro cuándo empezó el declive para Milei, ya que hablar de “un siglo” podría remontarnos a la Gran Guerra, al ascenso del radicalismo o a la Gran Depresión. Más que el momento puntual, lo esencial sería un cambio de mentalidad, el abandono de unos principios que habrían probado su eficacia con creces para sustituirlos por posiciones teóricamente insostenibles y, sobre todo, moralmente reprobables.

Puesto de otro modo, las transformaciones políticas precipitadas por la Ley Sáenz Peña habrían coincidido con una creciente intervención del Estado en materia comercial, industrial y laboral, por mencionar solamente algunos ámbitos que llamaron su voraz atención. Habría comenzado así un descenso cada vez más vertiginoso, adquiriendo ribetes dramáticos con el correr del tiempo. Se habría tratado de una caída en los rankings internacionales, siempre tan valorados, y de un deterioro preocupante en los principales indicadores socioeconómicos, pero también de un quiebre en las costumbres, visible en la normalización de la vagancia, la mediocridad y, cuando no, la criminalidad. Para peor, los remedios ensayados se habrían ubicado dentro del mismo paradigma, por lo que las diferencias de signo político –radicales o peronistas, liberales (falsos) o nacionalistas, militares o civiles– serían en última instancia mínimas. La irritación, la frustración y el resentimiento acumulados en amplios sectores de la sociedad, golpeados por prolongadas etapas de estancamiento, inflación e inestabilidad, encontrarían allí un sentido histórico y un culpable. Pero, sobre todo, una solución: con los mismos de siempre, imposible construir algo distinto.

No queda muy claro cuándo empezó el declive para Milei, ya que hablar de “un siglo” podría remontarnos a la Gran Guerra, al ascenso del radicalismo o a la Gran Depresión. Más que el momento puntual, lo esencial sería un cambio de mentalidad, el abandono de unos principios que habrían probado su eficacia con creces para sustituirlos por posiciones teóricamente insostenibles y, sobre todo, moralmente reprobables.

Esto nos lleva al último engranaje de esta narrativa, la palingenesia o, para decirlo en términos más amigables, la noción de que los seres renacen una vez cumplido su ciclo vital. Para la Argentina, concebida como un organismo, supondría la promesa de una regeneración, de un regreso al Paraíso perdido. Un planteo que tiene bastante de utópico, tal cual se ve reflejado en los mutables pronósticos de cuánto le tomará al país volverse Irlanda, Alemania o Estados Unidos. Podría tener también algo de fascismo, si se recuerda que Roger Eatwell definió a este movimiento como “una forma extrema de palingenesia ultranacionalista”, en tanto se propone detener una declinación para retornar a una era de gloria. Para no caer en la tentación de usar comodines, digamos que Milei se destaca entre los presidentes de la última cincuentena por arrogarse desde el comienzo una misión de dimensiones casi mesiánicas: clausurar una centuria nefasta para restablecer, en un plazo indeterminado, una edad aurea que puede carecer de asidero documental, pero no de eficacia simbólica ni política. Teniendo en cuenta los alcances de la Ley Ómnibus que promete reconfigurar el formato democrático tal cual lo conocemos, la evidencia está a la mano.

La concepción libertaria del pasado argentino exhibiría lo que Svetlana Boym ha denominado “nostalgia restauradora”. Y este afecto no es un invento de La Libertad Avanza, ni siquiera es algo exclusivo de esa fuerza. Relatos decadentistas abundan en el corpus autóctono, varios de ellos proviniendo incluso de ese fin-de-siglo que suscita suspiros. Pero el aspecto que este pesimismo asume en boca de los libertarios se habría definido mucho más recientemente, durante el “boom” que rodeó la crisis de 2001-2. Tal cual ha analizado una frondosa bibliografía, las secuelas del colapso aliancista y el fin de la convertibilidad habrían suscitado un ansia por explicaciones que provendrían de la historia, aunque no de la “ultra-profesionalizada” sino la de los “historiadores de masas”, como los abordó Pablo Semán. Durante los primeros años de la década del 2000, el mercado editorial se vio acaparado por figuras como el periodista Jorge Lanata y el profesor Felipe Pigna, tachados peyorativamente de divulgadores por varios académicos pero capaces de conquistar los primeros puestos de venta en las librerías explicando “qué nos pasaba a los argentinos”. Dejando de lado la discusión historiográfica, no exenta de interés ni de snobismos, estos trabajos proyectaron la rabia contra las clases dirigentes hacia el pasado, en un “qué se vayan todos” retrospectivo de una iconoclasia tal que no respetó ni a Belgrano ni a San Martín. No debería extrañar entonces que Sarmiento y Roca estuvieran en la picota, más en un período que –simbólicamente al menos– mostraba una mayor sensibilidad ante la violencia estatal y la suerte de los pueblos originarios.

 

Afiches de la agrupación juvenil «La Julio Argentino Roca».

 

Sin embargo, no todos los abordajes tenían esta tónica, más allá de que se hablara de un “neo-revisionismo” y que se fundase, bajo la égida de Pacho O’Donnell y con la venia de Norberto Galasso, el Instituto de Revisionismo Histórico Argentino y Americano “Manuel Dorrego” o, años más tarde, bajo la coordinación de Ricardo Forster, la controversial “Secretaría de Coordinación Estratégica para el Pensamiento Nacional”. En las librerías, en los diarios, en los televisores, en las radios y en las redes, personajes como Rosendo Fraga y Eduardo Lazzari hicieron tañir otra campana. “Injustamente vapuleado”, Roca en particular se volvió el epicentro de una mitología: lejos de los claroscuros pintados por Félix Luna en su best-seller, “el Zorro” se convirtió en un personaje titánico, constructor casi por mano propia del Estado en su dimensión institucional y territorial. Estas reconfiguraciones hallaban un correlato en la historiografía local, la que revalorizó los logros económicos del “orden conservador”, y en la internacional, que produjo monografías entusiastas y hasta celebratorias de la belle époque.

Se configuró así un campo de batalla memorial, secundario respecto de la disputa por los setenta, pero con un lugar nada desdeñable en el discurso social y  político. De ahí la propuesta que realizó Esteban Bullrich durante su paso por el Palacio Pizzurno, cuando consideró necesaria una “nueva Conquista del Desierto” en educación. De ahí, también, el reemplazo de próceres –el militar tucumano incluido– por animales en los billetes para así, según el entonces Jefe de Gabinete Marcos Peña, “sacar la muerte”: al tiempo que se borraba la historicidad estatal, se reivindicaba su territorialidad al exaltar su geografía, asegurada por la audacia y la prudencia de la “Generación del ‘80”. De ahí, finalmente, los “setenta años de peronismo/populismo”, versión beta de la cronología mileísta: menos ambiciosa en sus alcances y en su nómina de responsables, poseía la misma cualidad de excluir terceros, de ver el pasado como una larga sucesión de “ellos o nosotros”.

Como en tanto otros ámbitos, La Libertad Avanza radicalizó los tópicos esgrimidos por las derechas mainstream, en un proceso de reapropiación y sobrecarga, potenciado por el fusionismo de tópicos, figuras y consignas liberal conservadoras y nacionalistas reaccionarias.

Contra lo que muchas veces se afirma, ciertos sectores de Cambiemos no se desentendieron en absoluto del pasado: expresaron una concepción del pasado con numerosos antecedentes, luego ampliada y potenciada por los libertarios. Como en tanto otros ámbitos, La Libertad Avanza radicalizó los tópicos esgrimidos por las derechas mainstream, en un proceso de reapropiación y sobrecarga, potenciado por el fusionismo de tópicos, figuras y consignas liberal conservadoras y nacionalistas reaccionarias, como caracterizan Sergio Morresi y Martín Vicente a este movimiento. Tal es así que hoy una agrupación juvenil territorial lleva el nombre de La Julio Argentino Roca y está liderada por el diputado bonaerense por LLA Nahuel Sotelo, autor de un libro –como Agustín Laje– sobre las “otras víctimas” de los setenta. Presentada como una especie de “La Cámpora” libertaria, resulta el punto de llegada de un proceso a través del cual dirigentes y militantes de dicha fuerza, y en un nivel más amplio los simpatizantes y adherentes del mileísmo, procesaron y discutieron la historia en escuelas y hogares como parte de la trillada “batalla cultural”. Daba en la tecla Melina Vázquez cuando llamaba a estos actores “hijos del kirchnerismo”, tanto por la dimensión generacional de su experiencia como por la incidencia que en su gestación tuvieron aspectos del período iniciado en 2003 como las actitudes y los discursos hacia el pasado. El llamado a “discutir todo” resuenan en la invocación de una “memoria completa”, como han hecho Nicolás Márquez y la propia Victoria Villarruel, en las deliberaciones sobre el carácter “nazi-fascista” del peronismo y en los balances sobre el legado del dominio español.

A modo de cierre, cabe preguntarse qué sigue. ¿Qué pasará con esta visión de la historia con Milei en la presidencia? ¿Qué ocurrirá con los “humillados y ofendidos” ahora que han ganado? Una expectativa optimista (o tranquilizadora) sería que estas quimeras choquen con los “escollos de la realidad”, poniendo de manifiesto que los libertarios no están más allá de la historia sino que son parte de la misma. Sin embargo, aquí se ha enfatizado que las miradas retrospectivas no se nutren solamente de datos, sino que se ven cruzadas también por afectos e ideologías con efectos sociales concretos. Por ello, antes que un debilitamiento de estas referencias podría verse un reforzamiento, una instrumentalización de estos discursos en función del proyecto político en curso. Quienes se oponen no serían solamente la casta, sino un atavismo, y nada puede detener la marcha ya iniciada hacia un futuro rutilante. Un futuro que, de tan parecido a un pasado edénico, genera nostalgia.

Boris Matías Grinchpun y Ezequiel Saferstein

Boris Matías Grinchpun y Ezequiel Saferstein

Boris Matías Grinchpun es doctor en Historia (UBA) y Ezequiel Saferstein es doctor en Ciencias Sociales (UBA) e investigador del CONICET.