Finalmente sucedió, hemos perdido la razón. Argentina desde hace años, entró en una etapa de mezcla en sus formas de pensar y entender la realidad y la política. Lo material se fue deteriorando delante nuestros ojos y elegimos verlo, pero solo por momentos. Prestamos atención a ciertas cosas en determinadas circunstancias, en otras, «finjamos demencia».
Hicimos del mundo que nos circunda un modelo para armar. Como aquellos libros que leíamos de niños de la saga «elije tu propia aventura», tomamos ideas políticas y sus significados y las amoldamos a nuestra conveniencia. No importa lo que digan los manuales, más importa lo que elijamos creer. Con las redes sociales y los dispositivos de conectividad esta realidad plana es casi total. Como nunca antes en nuestra historia, hay versiones de los hechos que no se tocan entre sí.
El costo que elegimos pagar para vivir conectados es desconectarnos de una parte de la realidad que nos rodea, la que menos nos interesa. En la era de la comunicación y cuando nunca fue más fácil hablar con alguien, nos sentimos solos. Es el fin de las ideas y las ideologías como se conocían, aquellos discursos esquemáticos y espesos, para muchos, atrasan. Hoy se busca una versión simplificada del mundo, sobre todo del mundo de las ideas. Hay izquierdas y derechas, pero de una forma distinta, menos precisa, un tanto livianas. No es necesario buscar especificidad en los conceptos. Lo que creemos tiene más peso relativo que lo que es.
«Hicimos del mundo que nos circunda un modelo para armar. Como aquellos libros que leíamos de niños de la saga ‘elije tu propia aventura’, tomamos ideas políticas y sus significados y las amoldamos a nuestra conveniencia. No importa lo que digan los manuales, más importa lo que elijamos creer.»
LAS VERSIONES DEL RELATO ARGENTINO
Hay tres versiones que se eligen para explicar lo que nos pasa. Dos que son de vieja data y una que se sumó recientemente. Un storytelling elegido para explicar los pesares económicos y sociales que tenemos es que la Argentina era justa y soberana y lo derrocan a Juan Domingo Perón, luego vienen 18 años de resistencia. El líder mítico vuelve y fallece en funciones. Al tiempo emerge la peor dictadura de todas. El plan económico de Martínez de Hoz y su deuda externa son el principio del fin, hay un Alfonsín que tuvo buenas intenciones, pero no pudo con la economía y reconoció una deuda fraudulenta. Finalmente, Menem y sus reformas neoliberales terminan de sellar el destino de la decadencia nacional.
Otra versión, cuenta sobre una Argentina de principios del siglo XX opulenta, pero injusta, que se democratiza y encuentra representación y prosperidad en eso. Luego la crisis de 1929 pone todo patas para arriba, se inician los golpes de Estado, años después aparece el peronismo como «hecho maldito» que tuerce el rumbo de la historia. En el medio hay dos grandes estadistas que son tardíamente reconocidos, también alcanzados por golpes de Estado hasta que se llega a la peor dictadura de todas. Desde 1983 a la fecha, se quiso cambiar todo, pero el peronismo siempre lo impidió, para luego cambiar todo para mal.
La nueva versión es más simple. La argentina de fines del siglo XIX y principios del XX era potencia hasta que se crea el Banco Central. Todo lo que vino seguidamente fue socialismo con la excepción de la experiencia Menem-Cavallo. De la parte económica de la dictadura no se habla demasiado, pero si se hace hincapié en que hubo una guerra y no fueron 30.000 los desaparecidos, utilizando el termino de «memoria completa». A las tres historias se les agregan otras cosas, pero son del tipo coyuntural, espasmódicas. No es casual que la última versión sea la más simplista, corta y rala. Cada una tiene su propio huevo de la serpiente.
En las dos primeras versiones del porque estamos como estamos, hay argumentos significativos que se pueden tomar para explicar el origen de algunos de los problemas que nos aquejan, eso no reviste discusión. La tercera surge en el marco de la irracionalidad ya consolidada, no tiene una trazabilidad histórica consistente.
Nadie podrá negar el impacto negativo de los golpes de Estado. Lo difícil que fue todo el proceso de democratización del país. Que las políticas económicas elegidas por la dictadura, sus crímenes seguidos de desaparición de personas, robo de bebes y haber llevado al país a una guerra sin sentido, fueron acontecimientos decisorios en nuestra historia. Tampoco se puede negar que las reformas llevadas a cabo por el Partido Justicialista, liderado entonces por Carlos Menem, tuvieron un impacto mayoritariamente negativo en la sociedad argentina. Innegable es también que el constante crecimiento de la deuda externa, desde 1975 a la fecha, es un limitante para el desarrollo. No voy a perder tiempo en analizar que todo empezó porque se creó el Banco Central y que todo lo que vino después fue socialismo, menos Menem-Cavallo. Lo único que puedo afirmar es que efectivamente ni Menem, ni Cavallo fueron socialistas.
No quiero irme tan atrás en el análisis, no creo que sea útil, al menos en este caso. Considero interesante tomar el periodo que va desde 1976 a la actualidad. Porque mas allá de algunos años, es mi propio tiempo histórico. En total desde el inicio de la dictadura a nuestros días, transcurrieron 48 años. Cada uno desagrega el tiempo a placer. El gobierno actual se apropia de 10 de esos 49 años reivindicando a Carlos Menem, el kirchnerismo hace lo propio con 12 años, pese a haber estado 16 en el gobierno y muchos de los aliados del gobierno actual tienen un desglose también particular, algunos reconocen como propios 8 de esos años, otros 12 y otros solamente 6.
EL PASADO FRAGMENTADO
En esta sociedad nadie se hace cargo del pasado completo, solo de los fragmentos que sirven a su propia narrativa. Tampoco ningún grupo se hace cargo de su influencia en el presente si las cosas no salen de la forma esperada. Todos comparten otra gran característica, pese a cualquier responsabilidad, se auto perciben como el futuro.
Lo concreto es que más allá de algunos años aceptables, todas las aventuras de los distintos gobiernos terminaron mal. Salvo Cristina Fernández de Kirchner, el resto recibió un país con más problemas que soluciones. El plan Austral de Alfonsín, la Convertibilidad de Menem o la salida de la convertibilidad de Duhalde y Néstor Kirchner, no duraron como algo «exitoso», más que un puñado de años. Ninguno de esos planes económicos sobrevivió a sus creadores.
«En esta sociedad nadie se hace cargo del pasado completo, solo de los fragmentos que sirven a su propia narrativa. Tampoco ningún grupo se hace cargo de su influencia en el presente si las cosas no salen de la forma esperada. Todos comparten otra gran característica, pese a cualquier responsabilidad, se auto perciben como el futuro.»
Los problemas actuales son de toda índole, se podría decir que la realidad complejizada nos desborda. La Argentina del siglo XXI reviste problemas culturales que no son debidamente atendidos. Desde aquel 2001 a nuestros días entramos en una etapa de confrontación incesante. Donde prácticamente todo fue puesto en tensión. Desde lo que se denominó la crisis del campo hasta el caché de Lali Esposito, todo fue llevado al plano de discusiones “decisivas”. Las diferencias son expresadas con beligerancia intensa, tan intensa que todo termina banalizado. Las cosas se transformaron en un blanco o negro, en amigo-enemigo y la idea del consenso o la moderación, es visto como tibieza política. En paralelo se consolido un formato de informativo para doña Rosa 2.0. Charly García rezaba en una famosa canción suya, «cerca de la revolución, el pueblo pide sangre». Una versión ajironada a nuestro tiempo seria, «cerca de la notificación el pueblo pide sangre».
Cuando se inició el nuevo milenio, el país estaba sumido en una crisis económica de envergadura. La convertibilidad había naufragado del todo y el sistema político de representación estaba estallado. Saqueos, Estado de sitio, varios presidentes en una semana y un anuncio de cesación de pagos de deuda externa salido de un guion de cine surrealista. El malestar social era percibido incluso por el más optimista, no se podía disimular. Hoy en día todas las variables económicas y sociales son peores que en el 2001. Lo eran también antes del 10 de diciembre del 2022. Muchas lo fueron en el 2018 y también lo fueron antes de Mauricio Macri. Con más pobreza, menos poder adquisitivo de trabajadores y jubilados, peor sistema educativo, peor sistema de salud, más personas que no poseen casa propia, más personas viviendo en asentamientos irregulares, menos acceso a la infraestructura de cloacas, red de agua o gas natural, con narcotráfico instalado y más inseguridad, sólo por nombrar algunos. Con todo ese coctel, el malestar social hace años es parcial y fluctuante. En casi todo lo que se mida, el país de hoy es significativamente peor que el del 2001. Sin embargo, como sociedad, aguantamos y creemos. Hay protestas, piquetes y manifestaciones, pero todo dentro de lo previsible y manejable. A fin de cuentas, todo termina siendo una discusión de caja.
20 AÑOS COCIDOS A RETAZOS
Cuando el kirchnerismo irrumpió en la escena política se presentó como algo nuevo, pese a ser los herederos del «milagro» de la recuperación de Eduardo Duhalde. Nobleza obliga, el ABC de la política así lo indica. Kirchner era alguien que venía de la Patagonia y apodaban el pingüino. En ese entonces se paseaba por todos los medios de comunicación con su traje cruzado desarreglado, un discurso de austeridad y cuentas públicas ordenadas. Aquella elección, donde el partido justicialista pactó una interna abierta, se proclamó presidente de la Nación a Néstor Kirchner.
Así se iniciaría este ciclo de 20 años, una nueva forma de entender la política, en sus formas y sus categorías. Los cambios iniciados en los años 90 seguían vigentes (y siguen) y con el avance de las nuevas tecnologías se condensa un caldo deformante. Acompañados por años de bonanza económica, el kirchnerismo inició lo que coloquialmente llama, su batalla cultural. A cuentagotas comenzó una tensión con los medios de comunicación y la puja por el manejo de los mismos. Periodistas fueron sacados de sus puestos, medios se convirtieron en adictos y otros en feroces opositores. La situación comenzó a vislumbrarse, pero termina de cristalizarse a partir de la crisis del campo. Fue su corolario la sanción de la ley de medios, consolidándose en los tiempos posteriores al deceso de Néstor Kirchner. Estos tiempos coinciden con la aparición, al menos en nuestro país, de las redes sociales a gran escala.
En marzo del 2009, salió al aire el recordado programa 6-7-8. Su nombre en números tenía una razón, el 6 era por la cantidad de panelistas, el 7 por el canal en que salía al aire (la TV pública) y el 8 porque se emitía a las 20 horas. Recordado por vanagloriarse de hacer periodismo de periodistas, sus innumerables informes fake news y por montar operaciones de prensa contra los disonantes del gobierno, aquella producción de contenidos audiovisuales sirve como botón de muestra de lo que luego haría el gobierno a gran escala. Tomando de forma parcial el concepto de hegemonía y bloque hegemónico de Antonio Gramsci, inicia su cruzada contra los medios de comunicación. Lo que buscó en un principio fue limitar las posiciones monopólicas de los medios más concentrados. Sancionó la mencionada ley de medios, que nunca se aplicó y luego genera medios «alternativos» con financiamiento del Estado. Como había cosas que la «corpo» no nos quería contar, le pagaban a alguien para que nos las cuente. Comenzó a ser habitual escuchar peronistas emocionales hablar de medios hegemónicos y de lo hegemónico en general. Doña Rosa, no me deje twitteando solo.
En paralelo que se puso en discusión a los medios informativos se introdujo otra controversia. Comenzó a discutirse sobre la verdad y sus formas. En base a ciertos preceptos filosóficos se difundió la idea de que la verdad a fin de cuentas es de quien más poder tiene para imponerla, para resumirlo muy livianamente. No es casual que en estos tiempos se escuchara tanto la frase, «esta es mi opinión y tenés que respetarla» o alguna variante parecida. Una versión simplificada de lo contra hegemónico.
EL PERIODO LÍQUIDO
Desde los años 80 estamos transitando lo que algunos pensadores han denominado la posmodernidad. Periodo que tiene varias características pero que vamos a sintetizar en palabras de Zygmunt Bauman como un periodo líquido. La modernidad era sólida, este periodo esta signado por lo opuesto, al menos en apariencia. Todo cambia y está en constante movimiento. Por eso tanta alegoría a que el movimiento es vida y a que debemos adaptarnos o reinventarnos. Son todas formas de decirnos que lo estático ya no es posible, por ende, las cosas se vuelven «impredecibles» en apariencia. En esos constantes cambios, la verdad esta alcanzada. Y en un uso excesivo de la interpretación, las cosas terminan siendo interpretadas a conveniencia. Si a eso le sumamos la idea de una autopercepción de amplio espectro, tenemos nuestra propia versión de «Un mundo feliz».
En estos tiempos la comunicación tiene más peso que nunca, ya no en la variante de la radio o la televisión como central, ni hablar de los diarios que prácticamente ya nadie lee. Los influencers del streaming han reemplazado en buena medida al periodismo. Generar tendencia en Twitter es fundamental y las historias de Instagram hasta explican libros. Se sigue necesitando que doña Rosa no los deje solos.
En esto de poner en duda lo que es verdad o mentira, apareció un término muy utilizado, la posverdad, algo así como una verdad emocional. Su fuerza radica en la cantidad de personas que la crean. Pero no como la resultante de un consenso en base a hechos, sino como una creencia contra cualquier hecho fáctico. Las categorías políticas también fueron tomadas por este método. El partido justicialista, de tradición católica conservadora se reconvirtió y sumó una versión liberal en los años 90. Luego y habiéndose negado a participar de la CoNaDeP y no colaborando en los primeros juicios a la junta, decidió sumar a su stock una versión de «izquierda» defensora de los derechos humanos. Autopercibiéndose contrahegemónico y progresista. Categoría esta última, que ya había sido adoptada por buena parte de la izquierda en el mundo occidental. Principalmente por culpa ante el fracaso del comunismo en lo referido a las libertades individuales. Tomando como propio ese paraguas, el peronismo deviene en esta versión que conocemos hoy. Para algunos una versión distinta del peronismo tradicional, para otros (entre los que me incluyo), como una cepa más con la misma denominación de origen.
«En estos tiempos la comunicación tiene más peso que nunca, ya no en la variante de la radio o la televisión como central, ni hablar de los diarios que prácticamente ya nadie lee. Los influencers del streaming han reemplazado en buena medida al periodismo. Generar tendencia en Twitter es fundamental y las historias de Instagram hasta explican libros. Se sigue necesitando que doña Rosa no los deje solos.»
Pero más allá de estas consideraciones, esta reversión de las cosas nos trajo hasta esta distopia ideológica que estamos viviendo. La ideología fue reemplazada por la moral y la política toma para si emociones en detrimento de la razón. De ahí que haya quienes hablen de ideología de género desconociendo al feminismo y otros que crean que el idioma inclusivo también tiene un correlato ideológico, o quienes crean que la posición sobre el matrimonio igualitario o el aborto sea una cuestión de ideologías. A eso le podemos sumar la eutanasia o la legalización de las drogas. Todos temas del orden moral, cuya posición es transversal y no necesariamente monolítico en una ideología, ni hablar dentro de un partido político. Eso que en otra época se hubiese entendido así, hoy ni siquiera es considerado. Se dejo de ubicar lo ideológico en lo material, para depositarlo en lo moral. Las verdades son emocionales dejando de lado a la razón. Por eso suele haber una melancolizarían de las personas ante los resultados electorales.
Los libertarios representan lo contra hegemónico de todo lo construido por el peronismo del siglo XXI. Se constituyeron en el alter ego de aquellos, dándole continuidad y profundidad a la distopia. El espacio autodenominado libertario reversiona la ideología liberal tradicional. Religiosos que están en contra del aborto y hablan de moral, se auto perciben paladines de la libertad, contraponiéndose a absolutamente todo (lo moral) que defendía la cepa kirchnerista del peronismo.
Se presentan como defensores del liberalismo y portadores de esa verdad como la única. Confían en las fuerzas del cielo como garantes del éxito a obtener y defienden la libertad de mercado incluso contra la razón. La generación de un mercado de venta de órganos o de niños, es llevar a un paroxismo adolescente cualquier concepción de libertad económica. El límite o la contradicción no son concebidos en este tipo de esquemas. El convencimiento performativo del lenguaje es tal, que decir en voz alta, esta libertad no, se ve como una herejía. En la misma línea van la sola idea de la crítica a la señora septuagenaria.
POPULISMO ENLATADO
Estas ideologías son de formato enlatado, se acepta todo sin critica. Ofrecen las justificaciones necesarias para hacer tolerable, lo que ayer era un pesar. Siempre hay algo peor que nos facilita justificarnos. Se constituyen en una cosmovisión que todo lo explica, que tiene las respuestas a todo. Aquello que no pueda resolverse, es por responsabilidad de otro. En esta distopia la característica neoliberal más presente es la de la tercerización. Así como las empresas o el Estado, tercerizan en otra empresa a su personal, el ciudadano de a pie hace lo propio con sus responsabilidades. Ya nadie quiere hacerse cargo, no parece ser necesario. Nadie lo exige.
El andamiaje de todo se basa en una necesidad fundamental, una otredad completamente equivocada. Un tercero responsable de todas las frustraciones y/o problemas que aquejan. Hay un adversario al que se lo percibe como enemigo y al que no es justo ni moral, darle la razón ni en una parte, por más mínima que esta sea. En esta Argentina distópica, la mirada del otro es inválida, no suma nada, incluso se la considera toxica. No hay lugar a los matices, salvo que convenga y al que está enfrente es mejor ni escucharlo. No se confronta con un otro, se confronta con una idea pre armada que se tiene de él. Ya sabemos lo que nos van a decir, para que vamos a perder tiempo en la escucha. Por eso es cada vez más común que uno se encuentre atrapado en conversaciones donde las personas te completan la frase o ya te responden antes de terminar. La mayoría de las veces ese completar esta cargado de distorsión. Escuchamos lo que necesitamos escuchar. «Ya sé lo que me vas a decir», es algo que se repite mucho. Estamos rodeados de telépatas.
Ambas facciones tienen la soberbia suficiente para considerarse el todo. Para unos lo no propio es la derecha y para los otros, los demás son la casta. Algunos nazis o comunistas, dependiendo del auditorio. No hay grises ni divergencia entre los que piensan distinto. O fuiste funcional a la derecha o lo sos a la casta. En esta alienación emocional que vivimos todo pasa, en buena medida, por las redes sociales. Millones de caracteres para discutir cosas que en realidad no les importan ni les cambian la vida. Al menos no de la manera en que se cree. Festejamos que el PAMI pueda hacer sus recetas en idioma inclusivo o que el ejército deje de usar dicho emergente. Lo que percibimos como la realidad no es más que una superficialidad cargada de emociones que de fondo no modifican absolutamente nada. Ni lo uno mejora el servicio de salud ni lo otro hace lo propio con las fuerzas armadas.
DOÑA ROSA 2.0
Es común en esta ruina escuchar la defensa de este tipo de gestos. Se utiliza la argumentación, en este caso positiva, de considerar esas cosas como «microcambios», como parte de la «micropolítica» o la «micromilitancia», una especie de idea de que en lo mínimo ocurren grandes cosas. Agregarle la palabra micro a las cosas confiando que eso oficia como una especie de «transporte» hacia una cosa mayor. Una lupa que busca la aguja en el pajar, pequeños grandes cambios. La idea de que un estado de WhatsApp o una historia de Instagram son actos militantes y/o denunciantes. La superficialidad teñida de una sofisticación que no se encuentra.
Todo esto no es más que una generación de contenidos para doña Rosa 2.0 que no descansa. Una usina que es necesario esté funcionando 24-7. «Los chinos van a poner 20.000 millones de dólares en inversiones», «campo vs. gobierno», el «#7D», «Fibertel dejo de existir», «a Nisman lo mataron», «Nisman se suicidio porque era corrupto», «el Papa fue cómplice de la dictadura», «el Papa es peronista», «el Papa es maligno», «el Papa cree en el ministerio de capital humano», «los fondos buitres y el juez Griesa», «pañuelo verde», «pañuelo celeste», «pañuelo naranja», «cuarentena si», «cuarentena no», «el surfer y su tabla», «la expropiación de Vicentin con su soberanía alimentaria», «la vacuna Sptutnik», «la de Pfizer», «el pacto de San José de Flores», «Lali depósito», «Lali Espósito», «las fuerzas armadas no pueden usar mas barba», y son sólo algunos que me vienen a la cabeza. Hay muchísimos más, todas cosas sin demasiado sentido ni resultados materiales, pero que cumplen su función.
Habilitan la posibilidad de discutir con un otro demente, que no solo piensa mal, sino que además quiere el mal para mí. Imperan las emociones y estas dictan las claves de la ideología. Las discusiones son impersonales y no requieren acción. La distancia nunca pierde su espesor.
Antes de esta era, el orden era visible. El marco conceptual era claro y las cosas se organizaban con solución de continuidad y en consecuencia con la exploración. Primaba la concepción del método científico y la famosa frase pienso (dudo), luego existo, era la que motorizaba la búsqueda y el análisis. Hoy en buena medida todo aquello cayó en desuso. La frase fue reemplazada por una versión más cómoda. Un método hecho a medida. Un modo que no requiere contrastación ni dudas. Uno simple, más take away. Creo, luego existo. Una sociedad donde los ateos ven conspiraciones, creen en un universo proveedor, constelan, hacen biodecodificación o ven en Leda o algún otro fenómeno parecido, que algo hay. Elijen creer.
En esta ruina en que habitamos, nadie quiere hacerse responsable de lo que pasa. Maniqueamente se transita el devenir sin culpas. Se encargan, mediante los medios que tienen a su alcance, de introyectar el odio y la división, es un todos contra todos. En esta distopia no hay lugar para causas transversales. No hay nada que pueda hacer mella suficiente para hacer comunidad. No parece posible tender puentes de entendimiento.
Como esta distopia es una alienación moral y emocional, no hay nada que indigne por igual, tampoco hay algo que alegre de la misma manera. Salvo un mundial o una cosa así, exógena de la cosa pública. Se ven cosas en el otro, que se omiten en el propio. O lo que es peor, se justifica con algo que hizo el que me cae mal, para defender al que me cae bien.
En esta distopia ideológica no importa lo que se hace, importa quien lo hace. Unos y otros creen ser superiores moralmente. Cada uno con su propia policía del pensamiento y su batalla cultural a cuestas. Transitan esto como una cruzada religiosa donde imponerse es lo único que queda. El otro siempre va a ser peor a cualquier costo. El mal, en nombre del bien. A través de la historia se han justificado las peores cosas siguiendo esa línea de pensamiento que en estas latitudes es la única elegida.
«En esta ruina en que habitamos, nadie quiere hacerse responsable de lo que pasa. Maniqueamente se transita el devenir sin culpas. Se encargan, mediante los medios que tienen a su alcance, de introyectar el odio y la división, es un todos contra todos. En esta distopia no hay lugar para causas transversales. No hay nada que pueda hacer mella suficiente para hacer comunidad. No parece posible tender puentes de entendimiento.»
Esto lejos de estar llegando a su fin esta en su fase superior de consolidación. La manipulación ideológica y las construcciones de verdades «alternativas» son necesarias para las fuerzas políticas en general, pero más todavía para las grandes estructuras que tensionan entre sí. Sus narrativas, aunque sesgadas y construidas en base a repetición les son útiles a ambos. El dislate propio suele ser el combustible que motoriza el sentido común del ajeno. Esta contraposición de «ideas» de forma viscerales es condición necesaria y suficiente para el funcionamiento de esta posdemocracia.
Es necesario reiniciar las cosas. No pretender volver a un pasado romantizado creyendo que fue mejor. Si volver sobre nuestros pasos y de camino ir desandando toda esta maraña emocional. Es necesario abrirle paso a la razón y despojarse de la debilitante idea de la moral como vector del pensamiento político. No es fácil, pero si necesario. Debemos cada uno de nosotros hacer un trabajo introspectivo a fin de poder identificar hasta donde está metida esta forma de entender. Aceptar nuestras contradicciones y dilemas. Asumir que por más atractivos que nos resulten los formatos ideológicos «enlatados», lo duro es la lata, lo que esta adentro nunca lo es.
Por más lindo y tentador que parezca, no se puede explicar la realidad como en un cuento con ilustraciones. Debemos retomar el camino de la formación y amplitud del pensamiento en sus formas tradicionales y probadas. Tenemos que hacernos cargo.