El 24 de febrero de 2021, pocos meses antes de enfermarse de Covid, Miguel Lifschitz pronunciaba una frase en una entrevista para el diario El Litoral que muchos verán hoy como una anomalía, pero quizá haya sido una de las principales guías de su militancia política: “Los dirigentes podemos esperar”.
Se refería a la vacuna que en plena pandemia estábamos esperando, priorizando el cuidado del personal de salud y de las personas de riesgo en un contexto donde ya se habían revelado algunos casos de vacunación VIP dentro del mundo político y económico nacional. Era un mensaje que lejos de encubrir algún tipo de especulación, revelaba, casi al pasar, su verdadera esencia.
Estábamos frente a un hombre justo, un hombre coherente con sus ideas, que entendía que saltarse la fila y acceder a una vacuna producto de un privilegio era también romper con un contrato social. Y hoy, a tres años de su partida, esas palabras cobran más vigencia que nunca frente a la profunda crisis de representación que atraviesa nuestro país. Por eso, es necesario recordarlas y revalorizarlas porque no sólo hablan de su ética y de su compromiso político y social, también hablan de la responsabilidad que implica todo liderazgo que siempre debe velar por el conjunto de la sociedad.
MESIANISMOS PERVERSOS
Algo que parece tan sencillo y lógico, desafortunadamente, no lo es. Cada vez son más frecuentes los liderazgos políticos de “memoria corta” que se desembarazan de la soberanía popular una vez elegidos y terminan provocando, electores “golondrina”, que mutan de elección en elección y presentan identidades políticas más volátiles, porque no se sienten verdaderamente representados.
Este fenómeno, que es transversal a toda nuestra sociedad, está provocando la atomización ciudadana. La emergencia de individuos que al sentirse defraudados por sus representantes terminan recluyéndose al ámbito privado, devenidos en meros receptores de las decisiones estatales, en lugar de participar de forma activa en la esfera pública para transformar la realidad que los aqueja.
Cada vez son más frecuentes los liderazgos políticos de “memoria corta” que se desembarazan de la soberanía popular una vez elegidos y terminan provocando, electores “golondrina”, que mutan de elección en elección y presentan identidades políticas más volátiles, porque no se sienten verdaderamente representados.
No es casual, que emerjan con más frecuencia los outsiders, que han sabido canalizar este descontento no sólo a nivel local y regional, sino también a escala nacional y hasta mundial. Los hechos reflejan que no son la solución; solamente ayudan a agravar el panorama político, económico y social provocando peligrosas situaciones de inestabilidad. Por eso, se vuelve indispensable que reflexionemos sobre los cambios profundos que se están produciendo, para poder impulsar ideas superadoras que contribuyan a la reconstrucción de un modelo nacional que acabe con las fallas estructurales en nuestro país.
EDIFICAR NUESTRO FUTURO
A más de cuarenta años de la recuperación democrática, Argentina avanza sin rumbo, sin bases mínimas para el desarrollo económico y social. Nuevamente desde el poder se desprecia a las instituciones democráticas y se instalan en forma recurrente dispositivos que buscan anular el debate público. Esto no hace más que exacerbar los particularismos políticos y profundizar las ya rampantes desigualdades económicas y sociales que después de la larga década de estancamiento económico se han profundizado.
No deja de ser perverso y hasta cínico que en un país donde la pobreza alcanza al 51,5% de la población (más de 24 millones de personas) se instale un discurso meritocrático afirmando que las desigualdades son justas porque todos tenemos las mismas oportunidades de acceder al mercado y a la propiedad. Según este relato dominante, una persona que vive bajo la línea de pobreza se lo merece porque no se esforzó ni tuvo los méritos para mejorar sus condiciones económicas.
Es perverso y hasta cínico que en un país donde la pobreza alcanza al 51,5% de la población (más de 24 millones de personas) se instale un discurso meritocrático afirmando que las desigualdades son justas porque todos tenemos las mismas oportunidades de acceder al mercado y a la propiedad.
¿Acaso un niño o una niña que nace en la pobreza (7 de cada 10 niños lo hacen) tiene las mismas posibilidades de quien nace en un hogar de clase alta? La respuesta es clara: así como los ricos heredan la fortuna, los pobres heredan la pobreza y tienen grandes “oportunidades” sí, de permanecer desescolarizados, ser sometidos a trabajo infantil, aspirar a empleos precarios y hasta una esperanza de vida reducida. Porque las desigualdades son acumulativas y se retroalimentan. Sin políticas públicas que las combatan sólo podemos esperar su recrudecimiento.
UN MUNDO CADA VEZ MÁS DESIGUAL
Existen otros tipos de desigualdades, más veladas, que al decir del sociólogo francés François Dubet, están cada vez más individualizadas entre las personas de una misma posición económica; como las que se producen entre las mujeres y hombres con un mismo puesto laboral, pero con distinta remuneración o aquellas que se establecen entre trabajadores en blanco y trabajadores en negro, por mencionar sólo algunos ejemplos. Son desigualdades que también pesan en la vida cotidiana y desarman el tejido social al punto de erosionar la identificación de las personas de un mismo grupo socioeconómico, obstaculizando toda acción colectiva que pretenda combatir las desigualdades más profundas.
En este mundo cada vez más desigual donde, como señala el economista Thomas Piketty, el 1% más rico de la población mundial se apropió del 27% del crecimiento económico de los últimos cuarenta años, mientras que el 50% más pobre sólo capturó el 13%, la única igualación que existe es la que se produce hacia abajo, es decir, entre la clase media que se empobrece vertiginosamente y las clases más pauperizadas.
El 1% más rico de la población mundial se apropió del 27% del crecimiento económico de los últimos cuarenta años, mientras que el 50% más pobre sólo capturó el 13%, la única igualación que existe es la que se produce hacia abajo.
Estamos en presencia de la versión más brutal que se haya conocido del capitalismo que mientras se fortalece, los Estados se debilitan. Por eso hoy más que nunca es necesario recuperar la ética del servicio público, repensar la política como un espacio de transformación, recomponer la confianza en los partidos políticos como canalizadores de las demandas colectivas e impulsar la participación activa de los ciudadanos, revalorizando aquellos liderazgos como el de Miguel, que han sido referentes en la construcción de sociedades más justas e igualitarias y han contribuido, siguiendo esos principios, a la planificación de políticas públicas con un profundo contenido ideológico, trascendiendo distintas gestiones de gobierno.
EL LEGADO DE MIGUEL
De la historia se desprende que sólo se han logrado establecer políticas públicas de calidad cuando fueron impulsadas por dirigentes políticos como él, de convicciones profundas, al servicio del interés general y que contaron con el apoyo de las mayorías.
Vale recordar, en este sentido, aquella lucha que Miguel libró a principios de Siglo junto a su equipo de la Municipalidad de Rosario, para establecer la sede definitiva del primer Museo de la Memoria de Argentina, donde funcionaba el Comando del segundo cuerpo del Ejército. Mostrando una vez más sus convicciones y nobleza, decidió pese a ser en ese entonces el intendente de la ciudad, no dar un discurso en su inauguración en 2010, brindando una lección política, al darle el lugar correspondiente a las organizaciones de derechos humanos, decidiendo no apropiarse desde la política de algo tan sentido para el pueblo argentino.
De la historia se desprende que sólo se han logrado establecer políticas públicas de calidad cuando fueron impulsadas por dirigentes políticos como él, de convicciones profundas, al servicio del interés general y que contaron con el apoyo de las mayorías.
Como dijo alguna vez Salvador Allende: “La revolución no implica destruir, sino construir; no implica arrasar, sino edificar”. Y vaya si Miguel edificó a lo largo y ancho de su vida. Construyamos entonces a través de la participación política y el diálogo, a través del debate público, sobre los cimientos ya establecidos, reconociendo los errores para así promover iniciativas donde la ciudadanía hoy atomizada, sea parte más allá de las urnas, donde podamos pensar en un futuro más igualitario y recordemos a nuestros referentes, que impulsados por el deseo de construir un mundo mejor, nos han dejado su legado, enseñándonos la importancia de anteponer siempre lo colectivo sobre los particularismos más extremos.