El presidente Javier Milei, su vocero y pensadores afines enuncian de forma sostenida lo que se conoce como «discursos de odio», en especial contra la comunidad LGBTIQA+. Sin embargo, Cristian Acosta Olaya argumenta que el verdadero foco de combate está en la negación de lo común y lo colectivo.
1.
Hace más de un mes vivimos con consternación el asesinato, o dicho propiamente, el triple lesbicidio ocurrido en el barrio bonaerense de Barracas por un hombre del cual, como ya es de público conocimiento, no sabemos casi nada. En todo caso, la reacción sobre estos hechos por parte de los múltiples sectores progresistas del país ‒más allá del extravío político en el que vivimos‒ ha sido de repudio contra estos acontecimientos, pero también de responsabilización de los mismos al gobierno de Javier Milei; y esto por lo, en apariencia, evidente: su explícita e implícita reproducción de discursos estigmatizantes de todo tipo, especialmente contra la comunidad LGBTIQA+.
En efecto, esta conclusión parece ser, a todas luces, una verdad de Perogrullo: no se puede desconocer que el prolífico Agustín Laje (un declarado antifeminista, con varios best-seller en su haber en contra de la “ideología de género”) forma parte del trasfondo ideológico del gobierno; y tampoco se podría obviar la afinidad de sentidos acerca de la realidad que tiene Milei con su biógrafo, Nicolás Márquez, quien dijo hace algunas semanas ‒en una entrevista radial‒ que la homosexualidad es una práctica “objetivamente insana y autodestructiva”.
Ahora bien, y a pesar de toda esta artillería de batalla cultural que mencioné, la respuesta del gobierno sobre los hechos de Barracas ha sido más bien sintomática. En primer lugar, la réplica del vocero presidencial, Manuel Adorni, sobre los hechos ha sido doble: por una parte, ha insistido en desconocer en redes la pertinencia lingüística de hablar de lesbicidio, usando como coartada la corrección del uso del lenguaje con el diccionario de la Real Academia de la Lengua; y por otra, ha afirmado ‒en una de sus recientes y rutinarias ruedas de prensa‒ que le parece “injusto” hablar de violencia de género cuando son tanto hombres como mujeres, por igual, quienes sufren la violencia (sin adjetivos). En segundo lugar, y de manera similar, hace también varias semanas, el presidente de la Nación argentina colocó en sus redes sociales una placa que dice: “no amigo… decir la verdad no es generar odio. Que vos odies la verdad es otra cosa”.
El rol de los actuales liderazgos políticos (que se consideran anarcocapitalistas y de derecha, ahora a nivel mundial) es el de hacer un gran laissez faire-laissez passer de lo que se ha venido incubando en el ánimo social general: un odio profundo al progresismo, especialmente al feminismo transincluyente y, en sí, a reivindicaciones que desean una constante ampliación de derechos.
¿Por qué decía, entonces, sintomática? Porque en este caso la articulación de los discursos estigmatizantes contra la comunidad LGBTIQA+ se da de una manera particular: primero, porque antes de señalarla como culpable de todos los males del país, esta comunidad es diluida en la gran generalidad del “todos” (el “hombres y mujeres por igual” de Adorni). Es decir, se le quita entidad y agencia política de todo tipo a dicha comunidad; sería un problema, en todo caso, individual, de condiciones particulares que no remiten a nada común (literalmente, para Adorni y Milei, no hay comunidad LGBTIQA+). Y segundo, pese a lo anterior, es sintomática porque no hay un aval explícito de estos hechos, aunque tampoco hay una condena generalizada: son desdibujados como hechos aislados.
Entonces, se podría preguntar: ¿hay una reproducción o no, desde el gobierno, algo que podría llamarse un “discurso de odio” específicamente direccionado a las disidencias sexuales? A mi entender, este caso (el de Barracas) revela algo aún más preocupante o ‒por así decirlo‒ angustiante; no solo por el desconocimiento de todo lo comunitario (o de todo lo común, de lo extra individual) que revela aquí el libertarismo de Milei; lo verdaderamente preocupante es la ausencia de límites frente a este tipo de construcción de sentidos: pululan sin ningún tipo de dique.
Esto me lleva a preguntar, no sólo por la génesis sino por la reproducción de lo que actualmente se viene nominando ‒estemos de acuerdo o no‒ como “discursos de odio”. O dicho en otros términos: la cuestión aquí radica en pensar si aquellos discursos son solamente aupados en la esfera pública por autoridades políticas de toda clase; o si, en cambio, el rol de los actuales liderazgos políticos (que se consideran anarcocapitalistas y de derecha, ahora a nivel mundial) es el de hacer un gran laissez faire-laissez passer de lo que se ha venido incubando en el ánimo social general: un odio profundo al progresismo, especialmente al feminismo transincluyente y, en sí, a reivindicaciones que desean una constante ampliación de derechos.
II.
Como resulta evidente, no se podría dar respuesta definitiva a las cuestiones planteadas aquí (qué fue primero, el huevo o la gallina: el odio en lo social o el odio en lo político, como si se pudiera dividir la discusión topográfica o cronológicamente). Tampoco me gustaría reproducir o reivindicar aquí el argumento del backlash progresista, esto es, que nos sobregiramos con la ampliación de derechos (que nos “pasamos tres pueblos” a la hora de reivindicar minorías, demandas históricamente excluidas, etc.), y que sería por esto, en definitiva, que tenemos la revulsión reaccionaria que nos merecemos. Finalmente, no sé qué tanto aporta decir que estos discursos se vienen gestando en los sectores populares desde hace más de veinte años y que pocos sociólogos (solos algunos, elegios y hoy laureados con premios prestigiosos) la vieron venir, mientras los demás no nos dimos ni por enterados. Este narcisismo iluminista en las ciencias sociales tal vez pueda decirnos mucho de dónde venimos pero poco tiene para aportar a la hora de preguntarle hacia dónde vamos (más allá de lo obvio, esto es, a la hecatombe generalizada).
Me gustaría entonces detenerme aquí a hacer una pregunta más. Como se mencionaba anteriormente, la no condena de triple asesinato de Barracas por parte del gobierno, ¿es entonces un aval de estos hechos? Una posible respuesta a esta cuestión está justamente dicha en la ya mencionada entrevista de Nicolás Márquez, en el programa de radio de Ernesto Tenenbaum; allí Márquez dice que el problema no es tanto la existencia de los homosexuales (individuos “desviados”, pues nunca habla de comunidad); el inconveniente ‒según él‒ es que el Estado financie su existencia y los promueva como práctica “insana y autodestructiva”; financiamiento que se venía dando desde el 2003 en la Argentina.
En pocos meses de gobierno, entonces, la verdadera “casta” contra la que combaten los miembros de este gobierno no es la que dicen combatir (la política): es la política, como construcción comunitaria, hecha por y para muchos, y que va más allá del individuo, lo que detestan.
El uso del “financie” por parte de Márquez no es gratuito, pues para él ‒y para todo el pensamiento libertario‒ la garantía de derechos no es una cuestión que se tenga que dar por la sola existencia o membrecía de alguien dentro de una comunidad: es un gasto (y uno público). Esto me lleva a concluir algo más o menos evidente: que la minimización de los hechos de Barracas hace parte de una reivindicación más general del estado de cosas actual, a saber, que cada uno y una de nosotres está (o debería estar), según el gobierno argentino, a su propia suerte. De allí que no sea casual, por poner de ejemplo la vida universitaria, la reivindicación al emprendedurismo, del start-up, de hacer viable económicamente la educación: toda garantía es ahora un gasto.
Lo anterior tiene, por lo menos, dos corolarios. El primero es obvio: que toda idea de comunidad está minada. En pocos meses de gobierno, entonces, la verdadera “casta” contra la que combaten los miembros de este gobierno no es la que dicen combatir (la política): es la política, como construcción comunitaria, hecha por y para muchos, y que va más allá del individuo, lo que detestan. El segundo corolario, por su parte, resulta ser a mi parecer más preocupante: ¿Qué representa y cristaliza a mediano y largo plazo todo este odio a lo común? ¿O el actual experimento anarcocapitalista en Argentina propone otro tipo de comunidad sobre la base de un lazo que todavía no logramos descifrar? De hecho, ¿se podría hablar, entonces, de un mileísmo, de una identidad política mileista, o es el mileísmo justamente algo que no puede existir porque supondría algo de lo común que es justamente lo que se deplora?
III.
Desde el triunfo de Milei en la segunda vuelta de noviembre del año pasado, es recurrente la crítica desde el interior de las ciencias sociales a la celebración constante del populismo á la Laclau durante la década pasada. Es decir, se critica la reivindicación de pensar a ciertos fenómenos políticos como lógicas que, independientemente del contenido ideológico, se configuran al articular una serie de demandas insatisfechas, generando cadenas equivalencias que construyen, en definitiva, un pueblo versus un anti-pueblo. Y se ha criticado, precisamente, porque quienes reivindicaron el populismo (en el periodo kirchnerista en general) al parecer no habría contemplado que, dicho mal y pronto, la lógica populista también puede salir mal.
Ciertamente, el resurgir del populismo como un insulto (digo resurgir, pero esta connotación peyorativa del populismo es la dominante) ha servido para caracterizar a Milei como populista: en tanto cristalización de un proceso de unión de demandas no satisfechas, el triunfo del libertario fácilmente podría pensarse como ejemplo local de populismo. De hecho, su lucha contra la casta política ‒su supuesto anti elitismo‒ sería la traducción mileista de la pugna pueblo/anti-pueblo. Pero, si es cierto que el populismo puede salir mal (cuestión que ya han marcado desde hace décadas autores como Stuart Hall y Chantal Mouffe, al pensar el thatcherismo británico y sus consecuencias a largo plazo), también es verdad que llamar a Milei populista hoy nos limita a pensar las innovaciones que supone para un país como la Argentina su victoria electoral y actual gobierno.
¿Cómo pensar y caracterizar al mileísmo (si existe tal cosa) cuando es un proceso que, efectivamente, articula demandas pero que, a su vez y de manera constante, desplaza el lugar del poder, al punto de decir que es él mismo un “topo” dentro del Estado? Su negación de lo común tal y como lo conocíamos hasta hoy y de una idea eminentemente política de lo colectivo, ¿es un proceso que está construyendo un pueblo como tal? ¿Cuál es el pueblo de Milei más allá de los “argentinos de bien”? En todo caso, Milei pareciera ser la expresión algo más grave: no es sólo producto del triunfo cultural del anti-progresismo (anti-peronista, anti-socialista y un largo etcétera), sino el triunfo de pensar la política como una esfera cuyo lazo con el otro pueda ser algo más que un intercambio económico.
¿Qué hacer en democracia con quienes desprecian a la sociedad y a todo lo común? ¿Cómo procesar democrática y republicanamente a aquellos que odia a los migrantes, las disidencias sexuales, los desahuciados, a los opositores políticos, sin replicar el “discurso de odio”?
IV.
Para volver al caso inicial, el del triple lesbiscidio en Barracas, su minimización por parte del gobierno de Milei invita a una nueva forma de individualización de las problemáticas sociales que tiene correlato en la historia argentina: el “sálvese quien pueda”, legitimado, existió desde cuando se desaparecía gente hasta cuando se privatizaron empresas públicas a fines del siglo pasado. Sin embargo, lo que preocupa hoy son las formas que tomará el desprecio e invisibilización de todo lo colectivo como parte fundamental de la legitimación del gobierno: el reciente aplauso a la reducción de la inflación y al control macroeconómico al precio que sea (hambre, desahucio, pobreza extrema, etc.), y con el argumento de que “era lo que tenía que hacerse”, es ‒en parte‒ ejemplo de dicha legitimación.
Todo lo anterior me lleva a plantear a una pregunta final: ¿Qué hacer en democracia con quienes desprecian a la sociedad y a todo lo común? ¿Cómo procesar democrática y republicanamente a aquellos que odia a los migrantes, las disidencias sexuales, los desahuciados, a los opositores políticos, sin replicar el “discurso de odio”? Finalmente: ¿sería erróneo o tendría consecuencias totalmente desastrosas azuzar un “discurso de odio”, pero ahora pensado más en términos del “odio de clase”, en contra de tanta reivindicación de los millonarios y empresarios de cualquier calaña? Se sabe, por supuesto, que experimentos de polarización de las sociedades, tanto desde la izquierda como la derecha, han dado resultados muchas veces nefastos y trágicos. Sea cual sea la solución ‒más o menos extrema‒ que logremos armar con la urgencia del ahora, la salida que no deberíamos reivindicar es la de la indiferencia y de la anti-política del “todo pasa”. La salida, en definitiva, debe ser común y en comunidad.