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El vórtice progresista

por | Oct 13, 2024 | Opinión

Concepto ambiguo y crecientemente peyorativo, el progresismo se ha vuelto una noción omnipresente en nuestro debate público. Eduardo Minutella nos propone una discusión sobre sus usos y sus significantes pasados y presentes para idear un progresismo de cara al futuro. 

Entre los buscadores de curiosidades es conocida la historia del vórtice de Marysburgh, un área ubicada en el este del lago Ontario que registra una gran cantidad de naufragios. Como un Triángulo de las Bermudas, pero con PBI de cuatro cifras en billones. A pesar de que es profusa la cantidad de relatos sobre las causas de aquellas fallidas travesías lacustres, lo que se sabe de aquellas abducciones hacia la nada es más bien poco. Las discusiones sobre “el progresismo” en la esfera pública local (aunque no solamente) por momentos parecen replicar esa tendencia que se mueve entre el estudio de la dinámica de los fluidos y la pura fantasía nominativa que busca contrapesar la escasa propensión al trabajo analítico y la falta de honestidad intelectual con imaginería a la carta. A menudo, y no solo desde el campo de las derechas que se reconocen como tales, es “progresista” o “progre” —su forma abreviada y casi siempre desdeñosa— mucho de aquello que simplemente se desprecia, desde un gobierno fallido hasta una militancia juzgada interesada, parcial o equivocada. Por eso, la pregunta sobre el progresismo no puede desvincularse de una reposición histórica fuerte, que le dé sustento a una categoría de perfiles siempre confusos y sentidos más bien elusivos incluso para los parámetros de la jerga política, donde la precisión conceptual no es la regla. Sin precisar qué progresismo, hablar del progresismo para imputarle deméritos varios es construir un muñeco de paja.

A contramano de las diatribas de los últimos años, en los primeros lustros del siglo XXI han participado en la puja local por la legítima portabilidad del significante fuerzas políticas disímiles, desde el peronismo kirchnerista, el radicalismo alfonsinista, los socialistas democráticos y, con un énfasis menguante hasta la casi extinción, la Coalición Cívica y hasta sectores del PRO. Por fuera del ámbito partidista, también se han considerado progresistas diversos sectores, desde cristianos y ambientalistas hasta ciudadanos nucleados en el onegeísmo vernáculo y librepensadores lógicamente “sueltos”. Especialmente a partir de la crisis de 2001, y a contrapelo de la apariencia de unidad por el espanto articulada en los años noventa para combatir al tándem menemismo-neoliberalismo-globalismo, el progresismo local fue un significante en disputa, aunque es cierto que esa contienda se dirimió en clave poco enfática. Nadie proclamaría slogans del tipo progresismo o muerte, tal vez como consecuencia de que, al menos en sus sentidos más extendidos, los progresismos realmente existentes han sido hijos de un tiempo en que el horizonte de la revolución aparecía como inimaginable. Por eso, la del progresismo ha sido casi siempre una causa sin mártires. Incluso la bandera misma del progreso, a partir de la cual se habían gestado los primeros sentidos asociados al concepto en el siglo XIX, es hoy un credo anacrónico que, salvo en su acepción estrecha que lo vincula a la mera acumulación material y el crescendo tecnológico, cuenta ya con pocos, poquísimos feligreses.

A menudo, y no solo desde el campo de las derechas que se reconocen como tales, es “progresista” o “progre” —su forma abreviada y casi siempre desdeñosa— mucho de aquello que simplemente se desprecia, desde un gobierno fallido hasta una militancia juzgada interesada, parcial o equivocada.

UN POCO DE HISTORIA

El progresismo se deslazó al centro del discurso político en un contexto que buena parte de las izquierdas occidentales reconocieron como un tiempo de derrota. Si durante parte del siglo XX los antagonismos entre izquierdas y derechas se habían organizado principalmente en torno a una disputa que, con mayor o menor énfasis, tendían a poner en el centro del debate la cuestión del control de los medios de producción, las discusiones en torno al progresismo se revelaron como más propicias de un tiempo en el que las tensiones se desplazaron mayormente hacia la cuantificación de los criterios justos de redistribución de lo efectivamente producido y la reevaluación de algunas ideas y valores asociadas al liberalismo político (incluso aunque a veces en la práctica hayan sido fuerzas no liberales, más propiamente socialistas y comunistas, las que permitieron su efectiva materialización histórica). En la Argentina, los escarceos conceptuales sobre la categoría comenzaron a ensayarse con mayor ahínco en el contexto de la última transición democrática, pero su uso recién se hizo más profuso a partir de los años noventa, cuando los marxistas tradicionales, luego de los escombros del Muro de Berlín, tuvieron que recoger también los de la estatuaria soviética en su conjunto.

Como categoría, “progresismo” no era una palabra nueva, sino una reelaboración de un concepto que comenzó a generalizarse en el siglo XIX, cuando todavía el marxismo no había irrumpido con la fuerza que finalmente supo conseguir en el heterogéneo campo de las izquierdas. En el debate político, se lo utilizaba principalmente como antítesis del conservadurismo. Por ejemplo, así lo usaron los liberales decimonónicos que lucharon en España contra el Antiguo Régimen, o dirigentes y —acaso para disgusto de los actuales devotos del presidente Milei— letrados de la Argentina finisecular constituidos en torno al Partido Autonomista Nacional. Conscientes o no, todos ellos compartían una certidumbre sobre lo irrevocable de un movimiento general de las sociedades hacia un futuro mejor, reforzado por un optimismo positivista sobre la inminencia de aquel advenimiento virtuoso, que a la larga (porque el corto plazo siempre parecía imponer otras urgencias) debería realizarse en clave liberal-democrática y necesariamente productivista.

Más que en otras categorías usuales del léxico político, un campo en el cual las definiciones taxativas son siempre esquivas, el progresismo se revela como una criatura de perfiles difusos que, incluso aunque pueda organizarse en torno a un núcleo más o menos recurrente de ideas, siempre aparece como sujeto a tensiones, disputas y transformaciones. Por eso, a lo largo del siglo XIX, la tensión conservadores-progresistas funcionó en términos enfáticamente relacionales: mientras que unos demostraban satisfacción respecto de un orden de cosas dado, los otros consideraban necesaria la introducción de transformaciones graduales pero sostenidas que garantizaran la modificación de ese orden hacia uno considerado necesariamente superador. Esto no implicaba que en la práctica todos los portavoces del progresismo de ayer fueran sustantivamente progresistas. Cuando lograban sus objetivos, en algunos casos podían convertirse en conservadores de un nuevo status quo.

Más que en otras categorías usuales del léxico político, un campo en el cual las definiciones taxativas son siempre esquivas, el progresismo se revela como una criatura de perfiles difusos que, incluso aunque pueda organizarse en torno a un núcleo más o menos recurrente de ideas, siempre aparece como sujeto a tensiones, disputas y transformaciones.

La condición “progresista” podía incluso ser reivindicada desde posiciones políticas diferentes y hasta antagónicas. En la Argentina de finales del siglo XIX y comienzos del siglo pasado puede encontrársela reivindicada por figuras tan disímiles como el dirigente de la Unión Cívica Francisco Barroetaveña, el gobernador de Santa Fe por el Partido Autonomista Nacional, José Bernardo Iturraspe, quien utilizaba el concepto como sinónimo de “liberal”, o en un intelectual formado en el socialismo, como José Ingenieros, quien en su clásico Sociología Argentina escribió: “Cuando la República Argentina esté plenamente civilizada (dentro del periodo económico capitalista) su política parlamentaria traducirá dos tendencias fundamentales: conservadora y progresista”.

A lo largo del siglo XX, el progresismo apareció mayormente como una condición complementaria de otras identidades más consolidadas. Por ejemplo, se podía ser parte del “ala progresista” de alguna fuerza política en torno a la cual se configuraba una identidad primigenia. Solo en el contexto del último retorno democrático, que obligó a una necesaria revisión de ideas y prácticas, como las llevadas adelante por grupos intelectuales como los articulados en torno a publicaciones como Punto de Vista, La Mirada y La Ciudad Futura e incluso —en un diálogo desde el peronismo— Unidos, la palabra comenzó a aparecer con más regularidad, y sus nuevas coordenadas empezaron a hacerse algo más claras. Así, en la década de 1990, la palabra “progresista”, que se había utilizado principalmente como adjetivo, comenzó a emplearse cada vez más como sustantivo: fue posible ya no solo adherir a posiciones “progresistas”, sino también “ser un progresista”, aunque esa condición fuera casi siempre voluble y otorgara más ciudadanía ético-cultural que político-partidaria.

A nivel mundial, el desplazamiento del significante progresista hacia el centro del debate político coincidía con la crisis de los partidos tradicionales y la emergencia de nuevas formas de construcción y representación, como el onegeísmo, o bien con el simple desinterés y hasta desprecio hacia los políticos profesionales y la política partidaria. A tal punto se extendió aquella sensibilidad, forjada en un contexto de entronización inusitada del individualismo y una fascinación por la economía de mercado que comenzaba a aparecer cada vez más naturalizada, que no resultaba del todo extraño que un primer ministro en ejercicio, como Tony Blair, pudiera proclamar que realmente nunca había estado metido en política y ni siquiera se consideraba a sí mismo un político. A nivel local, el significante progresista que se fue perfilando en las décadas iniciales del retorno democrático también coincidió con una reevaluación crítica de las experiencias de las izquierdas revolucionarias, y con una nueva valoración de la institucionalidad y la democracia, que dejaba de considerarse en el discurso de buena parte de las izquierdas como una mera máscara que encubría las relaciones burguesas de explotación para incorporar un valor sustantivo. Que bastara con la democracia para que la sociedad lograra comer, curarse y educarse hoy puede considerarse de un optimismo injustificado, pero en el contexto de la transición aquella afirmación de Alfonsín suponía dotar de contenido concreto al fundamento basal del orden que buscaba constituirse.

UN PROGRESISMO (DE NUEVO) EN CRISIS

El tópico de la “crisis del progresismo” (o de “los progresismos”) se repite cada cierta cantidad de años, al punto que uno no puede dejar de preguntarse si no habría que entender esas crisis en su acepción griega original, es decir, como instancia de decantación —aunque en este caso siempre irresuelta— entre opciones posibles. La crisis no sería, entonces, una disrupción extraordinaria, sino la condición de existencia de un progresismo siempre en busca de una adecuada ecualización de diversas tradiciones, valores e identidades. Lo anterior no niega el carácter inédito de la actual ofensiva antiprogresista que ofrecen las derechas radicalizadas, tanto en la Argentina como a nivel mundial. Paradójicamente, una discursividad antiprogresista que ulula en un panorama en que son cada vez menos quienes, incluso en el campo otrora autopercibido progresista, tienden a reconocerse a sí mismos como tales. En el mundo heterogéneo de las izquierdas, que en la Argentina incluye a las tradiciones usualmente vinculadas con el ideario “nacional-popular”, hoy “progresista” parece no querer ser (casi) nadie.

Así, el progresista es el otro, sobre todo cuando parece estar equivocado. Por eso, no sorprende que a los dardos de las derechas contra el ladriprogresimo, proliferen descalificaciones proferidas desde el cuadrante opuesto, encarnadas en críticas al progresismo mainstream, el falso progresismo, o el progresismo liberal. En el discurso, estas últimas contribuyen a la construcción de un sujeto progresista escindido de lo que, supuestamente, serían los verdaderos intereses de unos sectores populares a menudo concebido por estos mismos críticos de una manera en extremo simplificada, pero políticamente eficaz. Por eso, en la medida en que no se proponga una autocrítica de los progresismos realmente existentes —muy especialmente entre aquellos que llegaron a materializarlo en experiencias de gobierno—, seguirá siendo efectiva como crítica al progresismo la caricatura especular que muestra por un lado a unos progres supuestamente culturales, hedonistas, urbanos, sin sentido de pertenencia nacional y funcionales a una globalización capitalista concebida en clave exclusivamente occidentalista, y por otro a una clase obrera que se sigue bosquejando a la manera de las viejas figuras de Carpani, solo preocupada por intereses materiales “concretos” y, por tanto, supuestamente no woke, como el salario, la preservación del hogar y la familia concebida en forma tradicional, y la seguridad pública.

Paradójicamente, una discursividad antiprogresista que ulula en un panorama en que son cada vez menos quienes, incluso en el campo otrora autopercibido progresista, tienden a reconocerse a sí mismos como tales. En el mundo heterogéneo de las izquierdas, que en la Argentina incluye a las tradiciones usualmente vinculadas con el ideario “nacional-popular”, hoy “progresista” parece no querer ser (casi) nadie.

¿UN PROGRESISMO PARA EL SIGLO XXI?

El balance de las experiencias vinculadas con la denominada marea rosa, que en el siglo XXI articuló una particular modulación progresista en tensión con el liberalismo y con mayor diálogo con las tradiciones latinoamericanistas y nacional-populares, es heterogéneo. A los innegables méritos en aspectos tales como la expansión de derechos y (con diferencias según país) la reducción parcial y limitada de algunas desigualdades sociales, le contrapesan evidentes déficits institucionales, el abuso de la doble vara moral y el silencio oportunista ante los considerados “propios” en asuntos tales como la corrupción o, incluso, violaciones a los derechos humanos. También se les endilga, y con razón, la subestimación de determinadas demandas consideradas relevantes por la población (seguridad, inflación, previsibilidad económica) y, en algunos casos, una falta de correlación entre la radicalidad de los discursos y la medianía de lo efectivamente realizado.

A la mochila de los errores del pasado reciente, los progresismos del siglo XXI deberán sumar los de una agenda de problemas multiplicada por los males de este siglo todavía joven. La subjetividad neoliberal se ha expandido incluso en quienes se niegan a reconocerse en esos términos; la entronización del mercado, la compulsión al consumo y el culto hedonista al individualismo hoy no parecen ser contingencias propias de un tiempo de crisis, sino realidades que han llegado para quedarse. La conversación pública de masas, decantada hacia las redes sociales y los foros de Internet, perfila una esfera pública cacofónica y propensa a los sesgos de confirmación y la proliferación de fake news que en nada se parece a los espacios de intercambio racional imaginados por los ilustrados del siglo XVIII.

Cada vez con más énfasis, la exclusión social no puede considerarse una contingencia sino un fenómeno inherente al estadio actual de un capitalismo posindustrial que debería automatizar la producción, pero en cambio se empecina en crear cada vez más desempleados estructurales y bullshit jobs. Las lecturas sobre esos “caídos del sistema” que luchan para sobrevivir con las herramientas que encuentran a mano oscilan entre la ponderación de su potencial emancipatorio individual en clave emprendedurista y la romantización moralizadora de la “economía informal”. Una puesta al día del progresismo no puede evitar una respuesta sólida y —sobre todo— actual para este problema que llegó para quedarse. Para que esto sea posible, es fundamental dejar de encarar el presente con la vista puesta casi exclusivamente en un espejo retrovisor que mayormente muestra slogans y banderas perimidas e íconos de un tiempo que ya no es.

La subjetividad neoliberal se ha expandido incluso en quienes se niegan a reconocerse en esos términos; la entronización del mercado, la compulsión al consumo y el culto hedonista al individualismo hoy no parecen ser contingencias propias de un tiempo de crisis, sino realidades que han llegado para quedarse.

Por otro lado, la crisis climática impone una nueva frontera para la ya de por sí golpeada imaginería del progreso. La discusión sobre cómo lidiar con los efectos negativos del crecimiento económico, por décadas concebido casi como un dogma, ha entrado en profunda revisión desde las últimas décadas. En la medida que la cuestión ambiental ha ganado espacios cada vez más preponderantes en las agendas de considerables sectores de las izquierdas y se ha revelado como una temática ineludible, ha comenzado a impugnarse el credo decimonónico que consideraba a la naturaleza como una simple fuente de materias primas de la cual podían extraerse recursos de manera incontrolable hasta su agotamiento. Así, la convicción que homologaba mayor progreso con mayor producción fue cuestionada por quienes sostienen el discurso de la sostenibilidad y, en forma mucho más enfática, por quienes creen que progresar ya no es producir más sino menos y mejor. Desde el uso de combustibles fósiles y el impacto del cambio climático en sociedades más preparadas para padecerlo que para soportarlo, hasta el modo en que tratamos a los animales no-humanos, todo parece estar en revisión. Si el progresismo va a seguir significando algo, ninguna de estas cuestiones, que obligan a imaginar soluciones novedosas y creativas, van a poder esquivarse, a pesar del tironeo y las urgencias que parecen imponer los asuntos inmediatos de la agenda mediática de cada día.

Por el momento, recuperar el valor del concepto y reconstruir una pertenencia progresista es una batalla que cada vez menos parecen estar dispuestos a librar, y no son pocos los que proponen enviar al concepto definitivamente al basurero de reciclaje de la historia, junto a otras reliquias ya en desuso del léxico político, como “doctrinarios”, “lomos negros”, “antipersonalistas” o “contubernistas”. Será el compromiso sincero con el presente y las acciones concretas de quienes consideren que allí todavía hay algo por lo que luchar lo que decidirá si el progresismo ya ha ingresado fatalmente en las aguas del vórtice de Marysburgh, y entonces ya estará todo dicho, o todavía puede aglutinar sentidos constructivos, que le permitan encarnarse en prácticas que alumbren nuevas y mejores esperanzas.

 

Eduardo Minutella

Eduardo Minutella

Profesor en Enseñanza Media y Superior en Historia en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Se desempeña como investigador especializado en Historia intelectual y cultural contemporánea de la UNTREF. Es colaborador periodístico en Panamá Revista.