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Milei: la verdad incómoda

por | Feb 8, 2025 | Nacionales, Opinión

El agresivo discurso de Milei en Davos provocó una marcha multitudinaria en clave antifascista en la Argentina. Roy Hora, no obstante, advierte los límites de caracterizar al gobierno como fascista y los desafíos para traducir estas manifestaciones en una propuesta política opositora viable. 

Javier Milei dando su discurso en el Foro Económico Mundial.

 

El sábado pasado, una multitudinaria concentración, que inundó de manifestantes el eje cívico entre el Congreso y la Plaza de Mayo, alzó la voz contra los costados más reaccionarios del gobierno de Javier Milei. La Marcha del Orgullo Antifascista y Antirracista LGBTQI+, también replicada en muchas ciudades del país, fue una saludable y bienvenida respuesta al ofensivo discurso que el presidente había ofrecido el 23 de enero, en el Foro Económico Mundial.

En ese reducto dominado por políticos y financistas de la elite global, Milei lanzó una violenta diatriba contra los ideales que deben inspirar la vida en común y la política pública en una nación tolerante y liberal. Con los Alpes como telón de fondo, y ante un auditorio que siguió entre sorprendido y aburrido un discurso indigno de un jefe de estado, el presidente de la república insistió en la asociación de la homosexualidad con la anormalidad y el delito, manifestó su rechazo a las nuevas formas que hoy adoptan las familias, negó las desigualdades de género. Todo esto fue dicho sin ningún atisbo de empatía, respeto o compasión por los que, desafiando viejas imposiciones patriarcales, buscan su propio camino. Para terminar de desacreditarse, Milei volvió a suscribir la idea de que no existe tal cosa como el cambio climático. Sus juicios en esta materia también se apoyaron en argumentos impropios de una persona que se dice sensible al razonamiento basado en la evidencia empírica.

Todos estos tópicos forman parte, desde hace tiempo, de la retórica tóxica a la que nos tiene acostumbrados la persona que, por mandato constitucional, tiene la obligación de velar por el bienestar de todos los argentinos. En sí mismos, pues, no conllevan novedad alguna. Pero repetidos desde una tribuna tan elevada como el Foro Económico Mundial, los argumentos del jefe de Estado cobran una mayor significación. No se trata sólo de una opinión errada o debatible, sino de la voz de la persona que representa a una nación. Y hacen temer que sus prejuicios, alimentados por asesores tan ideologizados como poco educados, tengan impacto en la política pública, acentuando formas muy nocivas de discriminación en terrenos como la administración de justicia, la educación y la salud pública.

Milei parece no advertir contradicción entre sus ideas anti-liberales y su papel de paladín de la libertad. No sólo pasó por alto a Mill, sino también a Hayek. 

Alguien podría pensar que estas agresiones sólo dañan a los grupos que son objeto directo de estigmatización. Sin embargo, es importante resaltar que sus víctimas más inmediatas no son sus únicas víctimas. Hay que ir más allá del famoso argumento de John Stuart Mill según el cual ninguna conducta individual que no cause un daño a terceros debe ser reprimida. Un punto importante a destacar es que cuando el Estado promueve una visión normativa y autoritaria de lo que es aceptable y de lo que no lo es causa un daño colectivo. Si ciertas formas de vida sólo pueden expresarse “de las puertas de la casa para adentro” (como propuso, en un gesto que quiso componedor, el jefe de gabinete), es la sociedad toda la que sufre una degradación, pues es obligada a desenvolverse en un entorno más represivo y más gris. Y eso, como mostró Guillermo O’Donnell en un estudio clásico, le da licencia a muchos pequeños autoritarismos, que ven legitimado desde arriba su deseo de hostigar a quienes perciben distintos. La libertad requiere condiciones políticas y sociales para que pueda ejercerse, que hoy están cuestionadas. Es el camino para hacer retroceder a la Argentina a un pasado al que sólo unos pocos desean volver.

Milei parece no advertir contradicción entre sus ideas anti-liberales y su papel de paladín de la libertad. No sólo pasó por alto a Mill sino también a Hayek. Es su problema. Pero el enorme retroceso político y conceptual que representan sus palabras debería ofender a quienes se dicen liberales y que, convencidos de que la reforma económica en curso justifica estos horrores, guardan silencio ante esta claudicación. Por supuesto, sus inhibiciones se deben, en parte, a que temen que, si no cierran filas con Milei, sus votantes los abandonarán. No todo es pragmatismo (u oportunismo) político, sin embargo. Su renuencia a cualquier esfuerzo para redefinir los términos de su acercamiento al gobierno de modo de hacerlo más coherente con sus posiciones anteriores (“reforma económica en un marco de tolerancia y libertad que no impugne los avances igualitarios alcanzados por la sociedad argentina en las últimas décadas”) también pesan cuestiones vinculadas a la dimensión proyectual de la política. Para ellos también vale el conocido apotegma de Keynes que nos recuerda que los hombres prácticos, que se creen exentos de influencias intelectuales, suelen deberle a las generaciones pasadas mucho más de lo que son capaces de advertir. En efecto, su actitud prescindente dice mucho sobre la singular forma mentis y las prioridades de la corriente predominante de nuestro liberalismo, nuestros republicanos, desde el comienzo muy sensible a la razón de Estado, y con frecuencia más amigos del mercado y la república que del individuo y la libertad.

Marcha del Orgullo Antifascista y Antirracista LGBTQI+ del 1° de febrero.

 

El principal problema, sin embargo, está del otro lado de la cerca política. Allí, el anacrónico sermón del presidente le dio arraigo a la idea de que la amenaza fascista golpea las puertas de la ciudad. Fascismo: en estos días, esta expresión, que evoca el momento más oscuro del siglo XX en Occidente, corrió de boca en boca. No sólo fue la consigna más utilizada para convocar a la marcha del 1F sino que fue empleada en las arengas de dirigentes y en los pronunciamientos de no pocos intelectuales, y también en las conversaciones en la plaza y en las diatribas que inundan las redes sociales. Más que una Marcha Antirracista o una Marcha del Orgullo LGBTQI+, la manifestación del 1F fue conceptualizada como una Marcha Antifascista.

Al apelar a un término tan cargado de historia, que trae al presente el recuerdo del mal radical, quien lo hace suyo expresa el temor ante un desafío existencial. No hay dudas de que ciertas minorías hoy son víctimas de un trato muy agresivo, que pone en duda la solidez de las conquistas liberales alcanzadas por la sociedad argentina en las últimas décadas. En las presentes circunstancias, sin embargo, y como sugiere Santiago Gerchunoff en una intervención reciente, invocar el peligro fascista también revela dificultades para comprender los dilemas políticos del presente. Además, agitar el peligro fascista permite esquivar toda autocrítica sobre cómo llegamos a este punto. En la medida en que fomenta una actitud reactiva, nos libera de la necesidad de discutir honestamente de dónde venimos, hacia dónde vamos y de qué manera debemos avanzar.

Es bueno recordar que no es la primera vez que la palabra fascismo ingresa al debate cívico argentino. Entre sus precedentes más notorios hay uno que se destaca. Tras el golpe militar del 4 de junio de 1943, esta expresión dominó, con su enorme carga dramática, la conversación pública. Desalojando del poder a un régimen corrupto y basado en la falsificación electoral, la Revolución de los Coroneles combinó autoritarismo político y reforma social. Esa dictadura tuvo, además, un líder ambicioso y carismático, que fue el rostro más visible de un proyecto político que caminó sus primeros pasos apoyado sobre la espada y la cruz. No sorprende, por tanto, que muchos vieran el ascenso del coronel Juan Perón a la luz del gran conflicto que entonces dividía a Europa y concluyeron que, también en las playas del Río de la Plata, se libraba una batalla entre fascismo y democracia.

Ese trágico error de diagnóstico no sólo le hizo más fácil las cosas a este outsider que salió del cuartel para dejar una honda huella en nuestra historia. El legado más perdurable de esa miopía fue una brecha entre la reforma social y la democracia política que tardó décadas en cerrarse. Pues a diferencia de Mussolini y Hitler, Perón no tomó el poder tras una marcha sobre Roma o desmontando y destruyendo el orden constitucional. Se consagró presidente en elecciones honestas y, pese a los indudables costados autoritarios de su régimen, volvió a refrendar su ascendiente popular cada vez que la ciudadanía concurría a las urnas.

Antes que la promesa de un nuevo orden político, Milei es la expresión de la decepción con todas las grandes apuestas que hizo nuestra elite política en el siglo XXI y del hondo malestar que recorre a un país golpeado por más de una década de retroceso económico y alta inflación.

Por el momento, algo similar cabe decir respecto de Milei. Pues el outsider libertario resultó victorioso en unas elecciones en las que supo interpretar, mejor que sus rivales, demandas perentorias de una ciudadanía hastiada. Fue ella la que le dio a este iracundo personaje los instrumentos con los que castigar a una clase dirigente que se mostró indiferente ante la suerte del hombre común. Antes que la promesa de un nuevo orden político, Milei es la expresión de la decepción con todas las grandes apuestas que hizo nuestra elite política en el siglo XXI y del hondo malestar que recorre a un país golpeado por más de una década de retroceso económico y alta inflación. Para la mayor parte de sus seguidores y votantes, su costado más atractivo y más creíble es el que lo muestra con la motosierra en la mano, destruyendo lo que muchos ven como los injustificados los privilegios de la casta dirigente y restaurando cierta normalidad en el funcionamiento de la economía. Hay buenas razones para dudar de que, si se propusiera sancionar una Carta del Lavoro o una nueva constitución a partir del cual reformular, sobre las ruinas de la Argentina que conocemos, un nuevo orden político e institucional, encuentre el apoyo suficiente para acometer esta tarea.

La sociedad argentina tiene importantes sectores conservadores, pero sus grupos reaccionarios y antidemocráticos son minoritarios. Es, por definición, y desde hace mucho tiempo, un país políticamente inquieto y movilizado, que se distingue por su poderosa cultura de la protesta. Sin embargo, este rasgo singular de nuestra cultura cívica suele ponerse al servicio de propuestas moderadas, toda vez que el país es tan hostil a las interpelaciones de la izquierda radical como de la derecha antisistema. De hecho, cada vez que la ciudadanía fue a las urnas en el curso del último siglo, le dio la espalda a la oferta reaccionaria o revolucionaria, que rara vez cosechó más del 4 o 5 por ciento de los sufragios. Incluso lo sucedido durante los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, que protagonizaron nuestra experiencia más radicalizada del siglo XXI, se encuadra en estos parámetros. Luego de machacar durante varios años con una retórica agresiva, lanzada desde todos los canales oficiales y presente en todos los rincones del Estado federal, una amplia mayoría que nunca se dejó seducir por ese discurso obligó a la elite kirchnerista a rendirse ante la evidencia y, muy a su pesar, ir a las elecciones de 2015 abrazada a un candidato tan anodino como el camaleónico Daniel Scioli.

Por cierto, algunas cosas han cambiado en estos últimos años, y no siempre para bien. La calidad de nuestro intercambio cívico se ha deteriorado, a caballo de la decepción que experimentan muchos, pero la violencia política sigue siendo parte de nuestro pasado, no de nuestro presente o de nuestro futuro. Y no hay grupos organizados que impugnen abiertamente las instituciones de nuestra democracia. Es el malestar económico el que ha contribuido, más que cualquier otro factor, a debilitar la lealtad popular hacia la clase dirigente y las grandes formaciones de centro reformistas que dominaron nuestra vida pública durante más de un siglo. A la luz de estos razonamientos, es difícil argumentar que nuestra sociedad constituye terreno fértil una política fascista o extremista, cualquiera sea la manera de definir lo que esto significa.

Antes que la encarnación local de una ideología que siempre fue extraña a nuestras tradiciones cívicas, el ascenso de Milei es el resultado de las cegueras y miserias de la elite política, de su falta de imaginación para sacar al país del atolladero en el que se encuentra hace más de una década. Hoy nos gobierna un impiadoso crítico del establishment y del Estado que éste puso a su servicio porque persistimos demasiado tiempo por una vía muerta: una economía cerrada y sobre-regulada, con un nivel de gasto público insustentable, para peor asignado de manera dispendiosa y deficiente, todo esto condimentado con demasiados privilegios para la clase política y demasiada corrupción. El resultado ha sido estancamiento e inflación, y cansancio ciudadano. Con este lastre, la elite dirigente no pudo asegurar los legítimos y razonables deseos de progreso de la mujer y el hombre de a pie. Y en las últimas elecciones fue duramente castigada por ello, abriendo el camino para la llegada a la Casa Rosada de un líder que va mucho más allá de lo que el grueso de sus votantes esperan de él.

La marcha de 1° de febrero se centró en la caracterización de Milei como fascista.

 

En un país que difícilmente ofrezca una base de apoyo para desplegar una propuesta fascista, la apelación a este concepto por parte de sectores de la clase política invita a un comentario adicional. El abuso del término fascismo, o de otros equivalentes (como en su momento fue el de neoliberal o el de populismo) que desplazan todo el problema hacia el campo enemigo, reflejan cierta incomodidad ante fenómenos políticos que, visto con ojos más frescos, pueden parecer menos peligrosos pero, para los grupos dirigentes hoy sometidos a impugnación, son sin duda más inquietantes. Por una parte porque, al recostarse sobre un arsenal de ideas familiar, que evoca viejas tragedias, la apelación al fascismo o sus equivalentes funcionales pone de relieve dificultades para entender lo nuevo (y es indudable que en el ascenso de La Libertad Avanza hay elementos nuevos).

Esta apelación a lo conocido también es problemática porque revela cierta renuencia para interrogarse sobre las razones por las cuales medio país sigue acompañando al gobierno de Milei, prefiriendo a esta figura bizarra antes que a la dirigencia que lo precedió en el poder. En este sentido, la idea de fascismo, como cualquier etiqueta que normaliza un fenómeno político proteico y en gran medida desconocido, no sólo nos aleja del camino que permite entenderlo mejor. Cumple la función de esquivar la autocrítica sobre los motivos por los que llegamos a esta encrucijada. En síntesis, denunciar a Milei como la encarnación del mal radical expresa no sólo orfandad de ideas sino también renuencia a examinar de qué manera las razones de su éxito se vinculan con los propios errores.

El mileísmo es un fenómeno original, que se mueve en una dirección cuya estación final nadie conoce. Su destino es un interrogante sin respuesta porque, aunque moldeado por la historia, el pasado no determina su futuro.

Tomar distancia de la idea de que el componente autoritario constituye la clave de bóveda del experimento político que estamos viendo desplegarse antes nuestros ojos no supone, sin embargo, que no debamos estar alertas ante sus costados más oscuros y problemáticos, y esto incluye interrogarnos sobre las afinidades electivas que lo conectan a otras experiencias de la derecha radical, nuevas o viejas. El mileísmo es un fenómeno original, que se mueve en una dirección cuya estación final nadie conoce. Su destino es un interrogante sin respuesta porque, aunque moldeado por la historia, el pasado no determina su futuro.

Por el momento, pues, mientras seguimos con atención la deriva del mileísmo, recordemos que sus tentaciones autoritarias siempre deben ser denunciadas y combatidas. La marcha del 1F mostró que nuestra sociedad posee recursos para ello. Y como sucedió con la movilización universitaria de abril de 2024, todo indica que la Casa Rosada no tendrá más remedio que aprender la lección que le propinó la calle.

La oposición tiene otra lección que aprender. Las iniciativas que tienen la vista congelada en los aspectos más deplorables del modelo de sociedad que propone Milei pero que prefieren no interrogarse sobre la gran verdad que desnuda su llegada y su permanencia en el poder –que no puede haber mejora del bienestar si no se crean a la vez las condiciones para un crecimiento económico sustentable, que ninguna elite dirigente tiene la supervivencia asegurada si no es capaz de producir una política pública mejor– nunca serán suficientes para producir una alternativa que lo supere. Hace falta ir más allá, promoviendo el examen de conciencia y el despliegue de la imaginación política. Por supuesto, sería injusto exigirles a las víctimas directas de tanta agresión que piensen en estos términos. Este es el gran desafío de la dirigencia política opositora tiene por delante. Si realmente desea ser protagonista de un verdadero renacimiento nacional que deje atrás esta noche de oscuridad y vergüenza tiene la obligación de tomarse en serio esta tarea y proponer una política que, rechazando toda forma de nostalgia por un supuesto pasado dorado que Milei vino a destruir, y también la tentación de pelear batallas imaginarias, nos anime a mirar hacia el futuro.

Roy Hora

Roy Hora

Es historiador, doctorado en la Universidad de Oxford. Es investigador principal del CONICET y profesor titular en la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ) y de la de San Andrés.