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24 de marzo: en torno al número de víctimas de la dictadura y los desafíos actuales de la democracia

por | Mar 23, 2025 | Ideas e historia, Nacionales

A casi medio siglo de distancia, la polémica en torno al número de víctimas de la dictadura se repite una vez más. El historiador Roy Hora propone trascender esta discusión para ponderar la gravedad del autoritarismo y considerar con más amplitud los desafíos de una sociedad democrática. 

Imágenes de los desaparecidos por la última dictadura militar.

Cada 24 de marzo, en torno a la conmemoración del Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia, se reabre el debate sobre cuántas víctimas dejó la dictadura militar de 1976-1983. La discusión se origina en el hecho de que la naturaleza esencialmente ilegal y clandestina del programa represivo desplegado por el Proceso de Reorganización Nacional nos priva de un registro exhaustivo de la cantidad de vidas tronchadas por el terrorismo estatal. De allí que toda reconstrucción sobre la cantidad de “desaparecidos” sea estimativa. En una sociedad cuya vida pública se despliega en un clima agonal, esto también significa que esa estimación, junto con su trasfondo, están sujetos a opinión y polémica.

“30.000 desaparecidos”: la cifra y la idea nacieron en el otoño de la dictadura. Como parte de la lucha contra ese régimen opresivo, varios organismos de derechos humanos proclamaron que ése era el número de personas asesinadas por los hombres de armas tras el desembarco de la Junta Militar en la Casa Rosada. “Treinta mil desaparecidos” no resultó de una reconstrucción exhaustiva, imposible en ese contexto, todavía marcado por la presencia amenazante de un Estado que actuaba al margen de la ley. Hay varias historias sobre cómo nació ese número, pero lo importante es recordar que se impuso como una consigna política y un lugar de memoria, dirigido a llamar la atención sobre la excepcional envergadura del proyecto represivo del régimen militar más sanguinario de América del Sur. Sirvió, en esos tiempos difíciles, para ponerle nombre al horror. Y frente al silencio culposo de la dictadura, como emblema de un reclamo de reparación y justicia. Más que a cualquier cómputo preciso de muertos o desaparecidos, su verdad más profunda estuvo asociada a esa demanda.

A pocos días de asumir la presidencia, el 15 de diciembre de 1983, Raúl Alfonsín creó la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas. Tras los nueve meses de trabajo que llevó la elaboración del Nunca Más, la CONADEP ofreció otra cifra: la violencia de la dictadura había dejado 8.961 muertos y desaparecidos. Elaborado sobre la base de denuncias y testimonios de familiares y sobrevivientes, el Nunca Más por primera vez incluyó también los nombres y apellidos de las personas cuyas vidas fueron segadas por la violencia estatal. Es importante recordar que, al presentar su informe, la CONADEP advirtió que se trataba de una lista abierta, sujeta a ampliaciones y correcciones. Sin embargo, investigaciones posteriores no produjeron ningún cambio de fondo respecto del recuento de la CONADEP. La prueba es que en 2007, cuando se inauguró en el Parque de la Memoria un monumento que recuerda a las víctimas del terrorismo de Estado, el listado no había sufrido grandes modificaciones.

Este baldón de nuestra cultura cívica sugiere que ha llegado el momento de apartarnos de la ya estéril polémica en torno al número para ampliar la mirada y tomar conciencia más plena de que la cruel suerte de los asesinados por el gobierno militar es sólo un aspecto, dramático pero parcial, del enorme daño que el régimen del terror le infringió a nuestra sociedad.

No obstante, cada 24 de marzo se abre un nuevo capítulo de la disputa por el número. En las últimas dos décadas, las inevitables diferencias de opinión sobre el tema se vieron amplificadas por el ambiente beligerante que imperó en nuestra vida pública. Durante los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner, la idea de “30.000 desaparecidos” volvió a ganar relieve de la mano de la alianza de los principales organismos de derechos humanos con la Casa Rosada. Fue la contracara de la política de reconciliación a través de indultos que empujó la anterior administración peronista, la de Carlos Menem. El retorno de la idea de “30.000 desaparecidos” se dio en el marco de una revalorización de la movilización política de la primera mitad de la década de 1970 y se acompañó de la reivindicación de los grupos juveniles que fueron sus principales protagonistas.

Esta recuperación pasó por alto toda discusión sobre aspectos más problemáticos de la etapa previa al golpe de 1976, entre las que se destaca la apelación a la violencia, una práctica ejercida por distintos actores incluso durante los años de vigencia del orden constitucional de 1973-1976. En esta manera de encuadrar esa etapa tuvo primacía la reconstrucción militante por sobre el esfuerzo por comprender las razones del descenso hacia la violencia y el horror, y la memoria y las demandas asociadas a las víctimas se impusieron sobre la reflexión histórica. Y ello al punto de que, asociada a la idea de que no había habido errores sino simplemente una derrota, por momentos terminó idealizándose la lucha armada, y celebrándose sus banderas. Por otro lado, la estatalización de una parte del movimiento de derechos humanos produjo sucesivas fracturas en su seno (que se vieron reflejadas, por ejemplo, en las marchas conmemorativas) y otro tipo de problemas como el resonante caso de corrupción que involucró al proyecto «Sueños compartidos».

Este alineamiento partisano suscitó, desde otras trincheras políticas, respuestas igualmente partisanas. De este modo quedó opacada la magnitud de la tragedia, cuyo recuerdo quedó subordinado a distintas apropiaciones, muchas veces al servicio de disputas políticas menores. No extraña que, en el vasto arco de expresiones políticas que va del centro a la derecha, donde la condena del terrorismo estatal nunca había sido asimilada completamente como un drama de todos, los discursos que relativizaban o negaban gravedad a los hechos del pasado ganaran mayor legitimidad pública. Al punto de que, unos años más tarde, desde las cumbres del Estado se vilipendió la idea de “30.000 desaparecidos” y se habló con ligereza de los “curros” asociados a la política de derechos humanos. En el gobierno actual, sobre todo en torno a la figura de la vicepresidenta Victoria Villarruel, asistimos a la legitimación de un igualmente condenable reclamo de “memoria completa” que reproduce, de manera invertida, los vicios que viene a criticar y exige el reconocimiento de una guerra que en realidad nunca ocurrió.

En este contexto, los ideales asociados a la consigna “30.000 desaparecidos” se fueron opacando. Lo que en el otoño de la dictadura fue emblema de una valiente demanda de reparación y justicia se tornó instrumento de lucha partisana, en el que confluyen figuras de antecedentes intachables con otras problemáticas (por caso, el general César Milani, promovido a jefe del ejército en 2013, y que en su momento fue él mismo protagonista de la represión que más tarde dijo condenar). Del otro lado, la constatación fáctica de que no había habido treinta mil desaparecidos sirvió de argumento para relativizar y disculpar los delitos cometidos por el Proceso, y en algunos casos incluso reivindicar su «guerra contra la subversión». Hace tiempo que la discusión sobre la cifra está atrapada entre algunos sectores de la dirigencia política que la emplean para otorgar legitimidad a sus posiciones y reclamos y otros que la impugnan para denegar legitimidad a las demandas de sus rivales.

«Son 30.000» es un lema recurrente en la conmemoración de cada 24 de marzo.

A casi medio siglo de los trágicos eventos que tiñeron de luto a nuestra nación, ha sido esta manipulación, más que el desgaste producido por el mero paso del tiempo o el avance de los juicios a militares acusados de delitos de lesa humanidad, el factor que más ha dañado la capacidad de este símbolo de la lucha contra el Estado terrorista de evocar nuestra mayor recaída en la barbarie. El resultado es que, en el país que, gracias al Juicio a las Juntas, se convirtió en un referente global por su tratamiento de las violaciones a los derechos humanos en el marco del Estado de derecho, una parte considerable de la ciudadanía de convicciones democráticas ha dejado de sentirse representado por la consigna “30.000 desaparecidos”. Es preciso ir más allá.

Este baldón de nuestra cultura cívica sugiere que ha llegado el momento de apartarnos de la ya estéril polémica en torno al número para ampliar la mirada y tomar conciencia más plena de que la cruel suerte de los asesinados por el gobierno militar es sólo un aspecto, dramático pero parcial, del enorme daño que el régimen del terror le infringió a nuestra sociedad. Y, sobre todo, para tomar distancia de una visión empobrecida de la problemática de la violación de los derechos humanos durante la dictadura que, centrada en la suerte de los activistas que la enfrentaron o en las personas que fueron sus víctimas más directas, ya sea para celebrarlos o para condenarlos, presta poca atención a las muchas otras violencias que en esos años golpearon a nuestro país.

Todo balance sobre el daño que causó la dictadura debe ampliar el foco para contemplar a todos los que vieron su vida degradada por la acción de ese régimen. Pues esa dictadura que hizo del terror uno de sus instrumentos políticos privilegiados no sólo asesinó a varios miles sino que oprimió los cuerpos y las mentes de los vivos, cercenando los derechos y las libertades de los que fueron obligados a reprimir su sexualidad, esconder sus preferencias estéticas o políticas, silenciar sus opiniones y acallar sus deseos. Humilló a todos los que tuvieron que agachar la cabeza por temor a ser señalados o castigados, y dejó su marca en muchos otros que tuvieron miedo de que sus seres queridos no regresaran del trabajo, la escuela o la universidad. Y, tras doblegar a la prensa, también trabajó para anular el libre debate de ideas y crear una realidad paralela, con capítulos ominosos como la idea de que las violaciones a los derechos humanos eran un invento de los enemigos del país.

Visto desde este ángulo, las víctimas de la dictadura no fueron ni 8.961 ni 30.000, ni ningún otro número de cuatro o cinco cifras. Fueron muchos millones los que, aún sin percibirlo del todo, vieron su existencia cotidiana y sus sueños dañados y empobrecidos por el espíritu reaccionario y represivo de un gobierno que quiso convertir al país en una combinación de cuartel y prisión con jardín de infantes.

Visto desde este ángulo, las víctimas de la dictadura no fueron ni 8.961 ni 30.000, ni ningún otro número de cuatro o cinco cifras. Fueron muchos millones los que, aún sin percibirlo del todo, vieron su existencia cotidiana y sus sueños dañados y empobrecidos por el espíritu reaccionario y represivo de un gobierno que quiso convertir al país en una combinación de cuartel y prisión con jardín de infantes. Aceptar este razonamiento invita a formular una observación adicional, que algunos quizás encuentren polémica. La visión imperante sobre el problema de los derechos humanos, moldeada de manera decisiva por las organizaciones que se movilizaron desde los años de la dictadura para buscar respuestas a la candente cuestión de los desaparecidos, no es lo suficientemente comprensiva como para captar adecuadamente este panorama más complejo. Fijada en el pasado, no es, tampoco, la mejor guía para pensar los dilemas del presente y, en particular, de qué manera pensar el concepto de derechos humanos como vara rectora y horizonte ideal de una sociedad democrática en nuestros días.

A medio siglo de distancia, muchos protagonistas de los dolorosos conflictos de los años del Proceso ya nos han abandonado. A la vez, el recuerdo de la dictadura pierde nitidez entre los más jóvenes, y otras preocupaciones ganan espacio en nuestras mentes. La historia no se repite, afirma, con toda razón, un viejo adagio. Sin embargo, la reflexión sobre la experiencia pasada también enseña. De allí que, cuando el horizonte de la democracia se puebla de nubes oscuras que ponen en entredicho el ideal de una sociedad abierta, solidaria y tolerante, es bueno tener presente que un gobierno autoritario que se cree dueño de la verdad no sólo se ensaña con sus contradictores más abiertos. También daña y empobrece la vida de toda la comunidad, incluyendo la de aquellas personas que, aun prestándole voluntaria obediencia, a veces no son capaces de advertir cuánto les quita. Esta es una de las razones por las cuales conviene recordar un hito tan triste y tan lúgubre como el 24 de marzo de 1976 no sólo como una pesadilla que hemos dejado atrás sino también como una invitación a trabajar para que nunca más asistamos a un retroceso de la democracia y la libertad en nuestro país.

Roy Hora

Roy Hora

Es historiador, doctorado en la Universidad de Oxford. Es investigador principal del CONICET y profesor titular en la Universidad Nacional de Quilmes (UNQ) y de la de San Andrés.