El poeta e historiador Fabián Herrero ofrece, tras 30 años de poesía, una antología que refleja, a su modo, su historia y su presente. Al compás de su profesión, nunca dejó de escribir poesía, esa pasión irredenta.
Quién no le tiró una piedrita al mundo / Poemas 1988-2018 de Fabián Herrero (Santa Fe, 1965) es una antología que puede ser visitada y recorrida como un relato de experiencia estética. Treinta años de viaje lírico, con elementos que permanecen, desaparecen o retornan; bitácora de experiencias de lectura del propio poeta, que va sembrando pistas en las dedicatorias, las alusiones, los aires de familia. Retrospectiva y perspectiva de una escritura insistente y secreta.
REGRESO A LA SEMILLA
¿En qué momento alguien decide convertirse en un autor? ¿Es un proceso o un destino? La iniciación literaria de Herrero se funda en esa patria que llamamos infancia. El escenario: una casa del barrio Barranquitas de la ciudad de Santa Fe. La escena: su hermano mayor comienza a darle forma a la biblioteca que pondría al alcance de su mano las palabras de Neruda, de Guillén, de Artaud y la vivencia de un gesto poético: papeles con frases y fragmentos de poemas pegados en cartulinas por las paredes de la pieza. Todo esto abona la sensibilidad de quien más tarde quedaría deslumbrado por las obras de Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, pero que elegiría (¿misteriosamente?) el camino de la poesía, que lo llevaría a Litto Ganchier –compañero de lecturas y de estudio en la carrera de Historia en la UNL–, a Daniel Rafalovich –con quien compartiría la militancia estudiantil y la pasión por los libros–, a Roberto Aguirre Molina –a quien conoce por medio de Rafalovich y que sería más tarde su editor–. En esa época asistía a los talleres literarios de Hugo Gola, primero y después de Edgardo Russo, así como a los encuentros de lectura e intercambio con Beatriz Vallejos, Kiwi, Juan Manuel Inchauspe, Hugo Padeletti, Arturo Carrera. En la década del noventa se establece en Buenos Aires y entra en contacto con Edgardo Pígoli, Jorge Boccanera, Daniel Freidemberg, Hugo Mujica, Ricardo H. Herrera, Luis Tedesco. Ya trae consigo dos plaquetas colectivas publicadas en Santa Fe: el primer cuadernillo de Selección Poética Santa Fe al Norte (Santa Fe: UNL, 1988), compartido con Alicia Acosta y Roberto Aguirre Molina; y Poemas de Washington Castro (Santa Fe: edicionesdelanada, 1988) en la que participó junto a Alicia Acosta y Litto Ganchier. En 1998 sale publicado, con epílogo de Edgardo Pígoli, su poemario El mundo no parece estar aquí (Buenos Aires: Ediciones del Dock) en la colección «El mono hablador» dirigida por Joaquín O. Giannuzzi. Le seguiría, en la misma colección, Sueños del tamaño de un niño (ídem, 2000), con prólogo de Jorge Boccanera. En 2002, se edita en Santa Fe, bajo el cuidado de Aguirre Molina, En el barco de la noche (ediciones delanada, 2002), con epilogo de Ricardo H. Herrera. Luego vendrían Los pasos que nos separan de los sueños (Buenos Aires: Ediciones EdUNLa, 2004), Palabra que tiembla en el corazón (Buenos Aires: Ediciones Cooperativas, 2006), Mirando pasar las nubes (ídem, 2006) y el volumen triple Cielo, momentos, caminatas; Puente Colgante; Noche Inchauspe (Buenos Aires: Rangún, 2018), con contratapa a cargo de Litto Ganchier. La mirada en perspectiva de los títulos puede llevarnos a una lectura intuitiva: de un mundo que no parece estar aquí llegamos al puente colgante y a la noche Inchauspe, como en un viaje de regreso a la semilla.
Treinta años de viaje lírico, con elementos que permanecen, desaparecen o retornan; bitácora de experiencias de lectura del propio poeta, que va sembrando pistas en las dedicatorias, las alusiones, los aires de familia.
DOS LECTORES
Herrero envía por correo ejemplares de su primer libro a poetas que le interesan y admira. En esa época vive en la calle Charcas, en Palermo.
Una mañana suena el teléfono y atiende. Del otro lado una voz vehemente, sin mediar saludo alguno, comienza a recitar: “Mierda. Mierda en todo y caminamos…”. Prosigue pausadamente hasta el último verso y recién entonces, pregunta: “Fabián es usted, ¿verdad?”. Era Francisco Madariaga. “Me gustó su libro, Fabián. Hay poemas de contemplación y hay poemas con mucha fuerza.”
A los pocos días, Herrero recibe un sobre. Retrasa el momento de abrirlo al ver el remitente. Cuando se decide, extrae dos hojas escritas a mano con birome azul y descifra la letra de Leónidas Lamborghini: “Su libro es de ruptura y de experimentación. Uno no sabe qué se va encontrar leyendo, pero siempre es el mismo poeta”.
Madariaga y Lamborghini leyeron de diverso modo el mismo libro, empleando sus propios métodos particulares. Tal vez, no hicieron más que encontrarse a sí mismos en la contemplación y la ruptura que señalan. Sin embargo, todo lo que han leído ya no les pertenece a ellos, sino a Fabián Herrero.
TRES RECORTES Y UN HEXAGRAMA
De entre las innumerables posibilidades de goce –y no sólo de interpretación– que nos ofrece esta antología, podemos recortar tres para la ocasión: la altura y la profundidad, el poema como escenario ficcional, lo poético como elemento agua.
La altura y la profundidad son condiciones intrínsecas del instante poético que se verticaliza quebrando la horizontal prosaica del mundo, ya sea por elevación o por descenso, e incluso por combinación antitética. Podemos encontrarnos respirando “como un suspiro de la tierra”, sentados en nuestro cielo, y de repente caemos para hundirnos en la ya citada “MIERDA. MIERDA EN TODO, y caminamos” (con esa “y” que en su cópula parece silenciar un “sin embargo”). En otros casos, la simultaneidad de lo uno y lo otro se da como una forma de hacer habitable el mundo individual y colectivo: “una nube blanca/ flota/ lentamente,// y/ al deslizarse/ parece dibujar/ en la tierra húmeda,/ aquello/ que no vemos.”
Por otra parte, tenemos el poema como escenario ficcional, pues no sólo se escribe sobre lo que se sabe, sino también para saber (entendiendo que todo conocimiento es provisorio, deseante, inagotable). Por ejemplo: No sabemos qué pensó el jardinero que halló muerto a Antonin Artaud, y ni siquiera tenemos por qué saber si existió o no tal jardinero; tampoco sabemos qué hubiera ocurrido si Basho se encontraba con Bertolt Brecht, o qué palabras dirigió Dylan Thomas a Pamela Hansford; aún así, todo resulta conjeturable poema adentro (en “El amigo jardinero de Antonin Artaud”, “Un día de verano de Matsu Basho en la primavera de Bertolt Brecht” y “El príncipe de la oscuridad”, respectivamente).
Encadenado a lo anterior: lo poético como elemento agua. A lo largo de este libro se navega –o se sueña, lo cual es casi lo mismo–, de tanto en tanto llueve, se deviene barco –pero también barquito– y, por supuesto, nos aproximamos a la orilla del río, más aún, de los “ríos en lo más profundo de nosotros”. Parodiando a Huidobro, aquí no se le canta al agua, se la hace fluir en el poema, hidratando memoria y distancia.
Sin dudas, el que alguien mantenga encendida la linterna de la poesía por tres décadas es algo a celebrar. En una ocasión tan especial como ésta, tal vez no sea casual una coincidencia: en el I-Ching, el hexagrama 30 es doble, Li-Li, fuego sobre fuego… Como quien dijera: poesía sobre poesía.
A lo largo de este libro se navega –o se sueña, lo cual es casi lo mismo–, de tanto en tanto llueve, se deviene barco –pero también barquito– y, por supuesto, nos aproximamos a la orilla del río, más aún, de los “ríos en lo más profundo de nosotros”.
El amigo jardinero de Antonín Artaud
Para Fabián Mónaco y José Maria Deville
“Cuando lo encontré muerto -dijo-
tenía un zapato en la mano.
‘Un poeta loco’, decían,
por eso, en público llegó a pincharse el cráneo
con un cuchillo. Artaud, dijo, fue un hombre
construido con el barro
de un odio
que parecía tomarlo del aire
de todo
un mundo ardiente
y salvaje.
¿Por qué negarlo? Cuando murió -dijo-, pensé
en mi propia vida, reclinando
sobre
el viejo
rastrillo
mi cuerpo cansado, allí,
anclado
en el pasto
nuevamente húmedo
de lo callado.
Y pensé, mirando el silencio que pesa como un hierro
en mi jardín, que yo conocí
a Antonín Artaud, ‘el poeta loco’,
que, al borde de su cama,
mientras yo repasaba el silencio
de toda mi vida,
me hizo escuchar, el grito indescriptible
que aún no ha dado, el mundo.”
Raymond Carver. Días de junio de 1977
Para Daniel Lvovich
“Todo eso, ya estuvo bien.
Diez años viviendo en la verdadera casa
del infierno.
Pero ahora nuevamente
en casa, nuevamente en el camino.
Aquí pensé que los años eran, simplemente,
los innumerables ladrillos de un muro, amontonándose,
alrededor de todo lo que llamaba
‘mi vida’, uno
encima del otro.
Y allí, entre ese aire sólido, con un vaso de whisky
en la mano, y
demasiadas vendas en la cabeza,
yo caminé hacia algún lugar
que luego guardé prolijamente en el país del Olvido,
porque alcohólico,
el hombre no hace más que dar interminables vueltas
por países muy extraños, como si fuera simplemente
un piloto automático.
Pero he vuelto a casa.
¿No es acaso eso lo que quería?
Y me detengo a mirar la luna, que sin duda
fue el único agradable fuego blanco que conocí,
y expuesto
en ese inmenso silencio,
camino por las calles de mi mente,
que brillan
como si hubiera llovido.”
El príncipe de la oscuridad (Dylan Thomas)
1. Palabras para Pamela
«Quisiera decirte algo. Créeme.
Hay un duende fantasma
en tu cuarto, mirándote
con mis ojos. Tus cabellos
dulces
son como sogas
colgando de las manos
del cielo. ¿Colgadas
para trepar? ¿Pero
alguien tiene esa fuerza? Demasiado
pensamiento, demasiada charla,
demasiado alcohol.
¿Vendrás en verano?
Swansea es un deslucido infierno
y mi madre
un fraude. Gowen es hermoso.
¿Vendrás? Hay una bahía
demasiado hermosa
para mirarla.
En esa bahía hermosa, diremos palabras
de hechizados,
y sobre la desolación ardiente
nos desmayaremos.
Pero no vuelvas a escribirme a máquina.
/Por favor,
no lo hagas. Las palabras más cálidas
parecen frías. Ah! para tu madre
va una carta. Puedes
leerla también. No dice nada
de nada. Pero
¿qué dice algo? ¿y
con cuál palabra?”