Tal como lo pinta el filósofo y “activista” Franco Berardi ‒alias Bifo‒, el paisaje del mundo es sombrío, con notables posibilidades de hundirse en el mayor oscurecimiento imaginable. Esto es inminente, y por eso bastan algunos pocos pasajes de Fenomenología del fin para percibir la intensidad de su desconsuelo. “Hoy en día”, escribe Berardi, lo que él llama “civilización social” naufraga sin piedad. Un desastre acelerado por los ataques del “capitalismo tecno-financiero, que avanzan encubiertos como darwinismo social”. Por si fuera poco, esta crisis terminal de la política, la economía, la sociedad y la cultura, al menos como las conocemos, nos conduce también a “una crisis del humanismo en sí mismo, dado que está eliminando la distinción entre el reino de la naturaleza y la república de los hombres y, por consiguiente, la diferencia entre historia y evolución”. En pocas palabras, los hombres están al borde de desconocerlo todo al momento de organizarse y subsistir, y además van a ser incapaces de sentir e inútiles para expresarse. Esta “subyugación del comportamiento mental”, dictamina Berardi, está sellada con poco margen de apelación. ¿Y qué fue lo que selló nuestro destino? En principio, la acción de los terribles “dispositivos tecnolingüísticos” y las “interfaces tecnolingüísticas” (los mismo que, entre otras cosas, posibilitan leer y enviar estas palabras). Durante unas pesadas 358 páginas, estas variadas partículas teóricas de terror y depresión insisten en un mismo punto: ha llegado el momento de ceder ante las enormes pulsiones de muerte que nos rodean. La “liberación del espíritu animal del capitalismo” y el consecuente “desmantelamiento de las instituciones de la civilización social” ya lo arrasan todo. Por su lado, Fenomenología del fin no es solo una claudicación ante lo que ocurre, también es una claudicación ante cualquier posibilidad de defensa, lo cual convierte al libro en una especie de testamento intelectual siniestro, una carta escrita al mismo tiempo que arde enviada hacia un mundo apocalíptico donde solo los X-Men de las ciencias sociales podrían sobrevivir.
[blockquote author=»» ]Fenomenología del fin no es solo una claudicación ante lo que ocurre, también es una claudicación ante cualquier posibilidad de defensa, lo cual convierte al libro en una especie de testamento intelectual siniestro.[/blockquote]
Ahora bien, a partir de este cuadro general tampoco tendría demasiado sentido indagar en los instantes ‒sin duda reveladores‒ en los que Berardi, un acomodado catedrático de 68 años que trabaja en Milán y en condiciones bajo las que, por supuesto, apenas podría percibir algún temblor realmente dañino del mundo geológico o del tecno-financiero, menciona su propia “cercanía a la muerte”. Pero sí puede tener algún interés indagar en las condiciones para la tanatización absoluta de su discurso. Al menos cuando, como parte de una corriente de pensamiento filosófico más amplia y con muchos otros prosistas menos talentosos, Fenomenología del fin prueba percibir y medir críticamente la temperatura y la densidad de las condiciones técnicas y sociales en las que avanza el siglo XXI y, al fracasar, solo nos devuelve una novela de Stephen King (lo cual, como todo lector de Stephen King sabe, no es poco). Para comenzar a hilar más fino, entonces, conviene distinguir mejor. Y eso obliga a establecer que Berardi no es un especialista en climas sino un cartógrafo. La filosofía le sirve para trazar mapas. ¿Y esto qué significa? Por un lado, significa que el filósofo contemporáneo, como lo entiende Berardi, está para “cartografiar el proceso de globalización neoliberal y la precarización laboral que este implica” ‒aunque esto, es cierto, tal vez no escapa tampoco a la percepción del último analfabeto‒, pero, por otro lado, esto también significa que el filósofo está para “cartografiar el territorio de la mutación y forjar las herramientas conceptuales que permitan orientarnos en este territorio desterritorializado en constante cambio”. Es como parte de esta tarea que, aún pasando por alto la huella del “happening teórico” francés que todavía salpica sus palabras, Berardi se suma a una legión de cartógrafos para los que los monstruos acechan sin compasión al siglo XXI. Pero, ¿a qué se debe esta muerte aparente del pensar en beneficio del dramatismo y el pavor? ¿por qué alguien que se declara responsable de la tarea de trazar un mapa se entregaría a la fantasía de que solo nos resta vagar por un territorio arrasado, espantoso e incompatible con cualquier goce?
Con la practicidad de quien vivió intelectualmente entre el comunismo y el capitalismo, Boris Groys suele mencionar que la construcción de esta clase de climas generales de desánimo requiere condiciones más bien transparentes de existencia. Libre mercado, globalización, culto a la celebridad, terrorismo, aburrimiento ‒probablemente la palabra clave‒, el sentimiento de que la cultura está acabada ‒algo bien sintonizado con Fenomenología del fin‒, en definitiva, todos los fenómenos del fin de siècle del siglo XIX. Y esa, dice Groys, es una coyuntura valiosa porque nos recuerda que “necesitábamos una guerra en aquel momento para comenzar las cosas de nuevo”. ¿Y cuál es esa nueva “guerra” en marcha? Al margen de los términos en que se presente, esta es la única pregunta que vale la pena formular hoy. Una pregunta que Berardi, sentado en la trinchera cómoda de la derrota, es incapaz de plantear. Irónicamente, parte de la explicación para esa incapacidad ‒la del cartógrafo incapaz de cartografiar‒ emerge de sus propias palabras. La “mutación antropológica”, un proceso que avanza al compás del “desmantelamiento de la civilización moderna”, ha aniquilado, dice Berardi, “la sensibilidad y la sensitividad”, y, por lo tanto, la “habilidad de percibir el cuerpo del otro como una extensión viva de mi propio cuerpo”. Desde ya, estas no parecen las condiciones más adecuadas para empezar a recorrer “el territorio desterritorializado” del presente. Y por eso, llegado este punto, conviene tal vez recurrir a otras ideas. Porque si bien es cierto que habrá cada vez más sensibilidad moral dispuesta a la indignación de la que puede calmarse remitiendo al cambio constante de estructura de las situaciones precarias, tampoco deja de ser cierto que algunos síntomas ‒aún los de apariencia más dolorosa, como recuerda aquel chiste de Slavoj Žižek sobre la entrada de María Magdalena a la carpa de Jesús‒, pueden gozarse. Desde ya, no se trata de desacreditar las elevadas propuestas teóricas de Berardi mediante el mero contraste con la más vulgar experiencia cotidiana. Pero tampoco deberíamos abandonarnos a un “amor por la sabiduría” que, en realidad, solo vela el romanticismo de los perdedores. En todo caso, la otra pregunta que debería poder formularse para hacer posible una cartografía completa de la época ‒otra pregunta que Fenomenología del fin también evade‒ debería ser la pregunta sobre las dimensiones sensuales de ese mundo tecno-financiero ‒o “semiocapitalista”, dice Berardi‒ y sobre las satisfacciones y las gratificaciones que ese mundo nos ofrece a cambio de nuestro tiempo y de nuestro dinero, además de los más sórdidos estragos metafísicos.
La respuesta a estas preguntas suele descolocar a varios románticos de la derrota y la sumisión, como el francés Éric Sadin o el coreano Byung-Chul Han ‒del que Berardi toma el concepto de “psicopolítica” para rebautizarlo como “modelización biosocial de la sensibilidad”‒, y sin duda sirve para incomodar a quienes, ante el problema de pensar la técnica digital contemporánea, optan por la solución irreflexiva del apocalipsis del Ser, el totalitarismo tecnocrático, el triunfo irreductible del capitalismo y la erosión de Eros. Sin embargo, y llevando el problema al nivel más accesible posible, ¿de qué tratan en su gran mayoría todos esos mensajes intercambiados por WhatsApp que pueden verse a simple vista en el subte? ¿Y qué zonas físicas y mentales merodean una y otra vez la gran mayoría de los mensajes intercambiados por Facebook? De hecho, aún si uno creyera vivir atrapado en su propia burbuja de filtros ‒y solo pudiera ver desde ahí un mundo hecho de magros espejos negros y narcisismos satisfechos y, al mismo tiempo, completamente ingenuos‒, restaría resolver una contradicción esclarecedora alrededor de la presunta extinción simbólica y erótica de la humanidad. ¿O acaso no hay un correlato evidente entre los cientos de emojis de besos y corazoncitos intercambiados en algunas redes sociales y los cientos de fotos de bebés que se publican en otras? Elocuente y lineal, esa podría ser apenas una entre muchas otras postales de genuina satisfacción o confianza en favor del proyecto humano, es decir, a priori, nociones incompatibles con la hipótesis de que los “dispositivos tecnolingüísticos” y las “interfaces tecnolingüísticas” están organizadas y dispuestas nada más que para la “subyugación del comportamiento mental”. Como el propio Berardi escribe, si la sensibilidad es “la habilidad de percibir lo tácito”, ¿no es suficientemente tácito que la tecnología digital no está ‒ni podría estar‒ tan “reñida” como él sostiene con cualquier forma tradicional de placer? En su precariedad, este simple hecho es una cuestión importante (e incluso de importancia vital, si uno se rinde al tono melodramático) sobre todo porque para creer que las personas prefieren la ausencia del placer en lugar del placer ‒incluyendo las variantes patológicas detectables por la lupa psicoanalítica‒, y para creer que tal cesión existencial es realmente posible, sería necesario un tipo de subestimación de las pulsiones humanas inconsistente incluso con la fascinación apocalíptica. A fin de cuentas, ¿es realmente tan poco lo que se necesita para destruir tanto? Entonces, ¿quiénes, entre los que conozcan apenas un poco la cartografía de internet, pueden ignorar que existe una estética y existe un erotismo propios de internet? Y aún mejor, ¿quién puede ignorar que el hiato entre el “discurso tanático” y el “discurso erótico” es parte de la propia identidad del habitante contemporáneo de internet?
[blockquote author=»» ]Una pregunta que debería poder formularse para hacer posible una cartografía completa de la época ‒otra pregunta que Fenomenología del fin también evade‒ debería ser la que indaga sobre las dimensiones sensuales de ese mundo tecno-financiero o “semiocapitalista”.[/blockquote]
Por supuesto, tal vez se trate de estéticas y erotismos diseñados para un placer nuevo. Lo cual, para cualquiera al corriente de la larga marcha de la creatividad humana, significa que se trata apenas de formas ligeramente nuevas para los más viejos placeres. Acerca de esto, el añorado humanismo ‒“en crisis”, alerta Berardi‒ conoce lo suyo cuando se trata de gozar las múltiples posibilidades de una expertocracia de la salvación. Como señala con ironía cierto filósofo europeo, en relación al hombre nada tiene más éxito que la decadencia. Y es precisamente ahí donde puede leerse, para terminar, la más interesante contradicción ideológica de Fenomenología del fin. Con o sin “semiocapitalismo” o “general intellect” por medio, con o sin “infoesfera” como configuradora de los sensores que crean la constelación de mundos que habitan en ella, y aún con o sin la idea de una “epidermis global” que funcione como “memoria de caricias y cicatrices”, lo que Berardi deja flotando en el aire no es una fórmula de creencias transitivas más o menos oportunas o rentables dentro de determinados circuitos académicos o intelectuales. Toda esa “histeria antitecnológica”, como la llama Peter Sloterdijk, no es más que el signo de otra cosa bien conocida: el perfume de una descomposición de la metafísica. Una vehemencia que por falta de convicción solo representa una descomposición que, en Fenomenología del fin, tiene un único y definitivo vencedor: el mercado neoliberal, ya sea en su versión “semiocapitalista” o “tecno-financiero”. Un mercado neoliberal triunfante más allá de cualquiera de los pseudoconflictos con los que puede envolvernos por un rato la última aplicación de Silicon Valley. De hecho, esa “subyugación” sería tan irreparable que, de acuerdo a Berardi, ni siquiera estaríamos en condiciones intelectuales o sensitivas de disfrutar ni la más mínima migaja de placer, solo podremos ser y sentir como autómatas (y no con las ligeras perversiones de los autómatas de Philip K. Dick). Alrededor de lo que, por otro lado, Berardi se considere que es un “activista”, desde ya, podrán hacerse otras preguntas en otros ámbitos. Pero, en tal caso, no deja de ser notable que respecto a este triunfo colosal del mercado neoliberal hay cierto abismo que su voz tanática prefiere habitar hasta volverlo invisible. Al fin y al cabo, ¿qué podría haber u ocurrir en el mundo si sus habitantes no se “subyugaran” ante lo peor? ¿Qué podría cambiar si los hombres no se conformaran con ser reducidos a otros objetos más de la ciencia? Frente a eso, Berardi asume una posición clara: no hay modo de evitar el subyugamiento. Y ese no es otro que el miedo conservador a que lo “imposible” ocurra. Apenas con 74 años, otro académico, Terry Eagleton, recuerda en uno de sus últimos libros que «si no luchamos contra lo inevitable nunca sabremos hasta qué punto era realmente inevitable». Es una sugerencia interesante para no dejarse fascinar por quienes ya eligieron ante qué intereses rendir su imaginación.