El 1 de enero pasado cumplía 200 años Frankenstein, la novela de Mary Shelley. La publicación de una edición especial del Massachusetts Institute of Technology resulta una buena oportunidad para ver qué tiene para decirnos esta fábula adolescente dos siglos más tarde.
A Pablo Touzon
El primero de enero pasado, mientras brindábamos por Año Nuevo y comenzaba la exitosa lectura tuitera de La Divina Comedia, cumplía 200 años Frankenstein, la novela de Mary Shelley. Una edición especial del Massachusetts Institute of Technology, anotada para “científicos, ingenieros y creadores en general”, es una buena oportunidad para ver qué tiene para decirnos esta fábula adolescente dos siglos después.
EL BUEN SALVAJE CONTRA TODOS
Frankenstein o el moderno prometeo es una narración enmarcada, un juego de matriushkas en el que Margaret Saville lee las cartas de su hermano Robert Walton, quien a su vez escucha el relato de Víctor Frankenstein, quien a su vez, una noche en una cabaña, escucha el relato de su criatura, quien a su vez es espectador de la historia de la familia De Lacey.
En este meollo narrativo Shelley puso en escena todas las otredades del romanticismo europeo: Oriente (la historia de Sadie y su padre), la Edad Media (la noblesse del viejo De Lacey), Arcadia (la austeridad rural suiza). Y el mito del buen salvaje, cuyo cursus honorum hace la criatura aceleradamente: descubre el bosque, el fuego, el lenguaje, la comunidad y finalmente, las grandezas y miserias de la civilización en Milton y Plutarco pero también en el desprecio de sus queridos De Lacey. Claro que no usó esa decepción para escribir el Contrato Social sino para extorsionar y matar gente. Como buen moderno, el monstruo aprendió a culpar a la sociedad de sus pesares.
EMPODERADA
¿Qué lugar le guarda la historia de emancipación femenina a Mary Wollstonecraft Shelley (née Godwin)? Su pedigrí es indudablemente progresista. Era hija de una pionera del feminismo moderno y de un izquierdista al uso de la época: un liberal radicalizado que creía en la igualdad humana sin fisuras y en la capacidad de la sociedad para prescindir de gobiernos. Esas ideas lo acercaron al poeta Percy Shelley, relación que se agrió por deudas y porque Percy se fugó con Mary, de dieciséis años. Una historia romántica, jalonada de huidas, suicidios y bebés muertos, que no complacería los estándares igualitarios actuales: Mary debió soportar abandonos, infidelidades, el manoseo de su ópera prima (Walter Scott llegó a pensar que Frankenstein era una obra de Percy) y calavereadas como el viaje que el poeta organizó con unos amigos en un velero diseñado por ellos mismos y que terminó en el naufragio que dejaría a Mary viuda.
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Ya sola, Shelley se dedicó a criar a su hijo, escribir, tener amantes discretos y reeditar Frankenstein. Con los años su corazón progresista se calcificó y su obra dio un giro hacia los valores conservadores de la familia y la esfera privada. Algunos arriesgan que nunca fue una revolucionaria y que Frankenstein mismo puede ser una respuesta al optimismo izquierdista de su padre y su marido.
TODAS LAS COSAS ESTÁN VIVAS
Ya es un clisé vincular a Frankenstein con el ludismo. Las fechas coinciden con exactitud de relojería: en 1811 comienzan las destrucciones de maquinaria y Mary es enviada a Escocia por su padre para que “crezca como filósofa, o incluso como escéptica”. En 1817 se produce el levantamiento ludita de Pentrich y Shelley termina de redactar Frankenstein. En 1831 comienzan las destrucciones de trilladoras en el campo y Shelley decide publicar la versión revisada de su novela.
Sin embargo Mary no era una tecnófoba, todo lo contrario: mientras vivió con su padre pudo frecuentar al científico William Nicholson; más tarde, junto a Percy, asistió a varias charlas científicas en Londres. Percy mismo incursionó en la ciencias en Eton y experimentó con electricidad en Oxford, rodeado de eminencias como Joseph Priestley, James Lindt y el cirujano William Lawrence, quien combatió al vitalismo en nombre del materialismo. Esos debates y caracteres inspiraron los personajes de Krempe y Waldman, los dos profesores de Víctor Frankenstein en la Universidad de Ingolstadt.
Mary parece exculpar a las ciencias modernas del desastre de Frankenstein: sus inspiradores no son Humphry Davy ni Galvani, sino Alberto Magno, Agrippa y Paracelso, alquimistas medievales sacados del basurero de la historia. Frankenstein se nutría de lo que hoy Ben Goldacre llamaría “mala ciencia”. El profesor Waldman debe explicarle que “los antiguos maestros de la ciencia prometían lo imposible y no consiguieron nada. Los maestros modernos prometen muy poco […] Pero estos nuevos filósofos, cuyas manos parecen hechas para escarbar en la suciedad […] en realidad han conseguido milagros”.
[blockquote author=»» ]Mary parece exculpar a las ciencias modernas del desastre de Frankenstein: sus inspiradores no son Humphry Davy ni Galvani, sino Alberto Magno, Agrippa y Paracelso, alquimistas medievales sacados del basurero de la historia.[/blockquote]
Empero, Frankenstein logra un milagro. Y escarbando en la suciedad: “Para estudiar las fuentes de la vida, debemos recurrir en primer lugar a la muerte”. Paracelso venció. Ya en el siglo XX, Roland Barthes detectaba elementos alquímicos en la naciente industria del plástico: la maleabilidad infinita de un elemento inerte. El siglo XXI proseguiría la empresa de darle vida a lo inorgánico mediante la inteligencia artificial, la internet de las cosas, etc. Prometeos posmodernos como Bezos, Musk, Brin y Page podrían extender la respuesta de Waldman diciendo que hoy la ciencia promete lo imposible y logra milagros. Paracelso venció.
EL PROMETEÍSMO Y SUS CRÍTICOS
Elizabeth Bear señala que “las decisiones de Victor Frankenstein son fatales no por su deseo de conocimiento, sino por su empeño en evitarlo”. A Víctor no le sobran ciencias duras sino que le faltan humanísticas: no tiene noción de ética, de ley, de consecuencias sociales de actos individuales. Es un materialista anti-aristotélico que considera que un ser humano es cualquier cosa hecha con material humano, sin importar su telos ni su desarrollo. Tan obtuso como afirmar que un embrión es una persona.
La novela de Shelley no parece denunciar tanto a la tecnociencia como al prometeísmo, la pretensión de transformar al Mundo y al Hombre mismo sin asumir un límite predeterminado. Fue tan prometeica la Revolución Industrial como la Francesa y todas las que le siguieron. El anti-prometeísmo fue el analgésico intelectual para los traumas del siglo XX: Heidegger, Arendt e Iván Illich coincidieron en criticar al subjetivismo voluntarista en nombre de algún gran trascendente.
[blockquote author=»» ]La novela de Shelley no parece denunciar tanto a la tecnociencia como al prometeísmo, la pretensión de transformar al Mundo y al Hombre mismo sin asumir un límite predeterminado.[/blockquote]
Ray Brassier encuentra tras esa crítica el supuesto teológico de que existe un equilibrio cósmico que no debe alterarse, incluyendo al dolor y la muerte. Pero el mundo no fue hecho, concluye Brassier, simplemente está ahí, renunciar a cambiarlo es perpetuar lo peor de la existencia humana. En definitiva, el propio Frankenstein es anti-prometeico: cuando el monstruo le pide que acelere y engendre a otra criatura que lo acompañe, Víctor teme que se procreen, se niega y así condena a su entorno humano al dolor y la muerte. Faltó la tolerancia de Deckard al final de Blade Runner. O la sabiduría de Neville al final de Soy Leyenda, cuando asume que el monstruo es él y cede el mundo a los vampiros. Un humanismo bien entendido, dice Reza Negarestani, debe aceptar la capacidad racional de transformar lo humano.
LA MELANCOLÍA DEL ANDROIDE
No es Prometeo el único mito que campea tras Frankenstein. También puede ser leído como una versión sádica de Génesis 2:7-25, con un Creador irresponsable, un Adán insumiso y una Eva ausente. Los que estudiaron el erotismo reprimido de Drácula dejaron pasar el de Frankenstein, cuyo protagonista desata una carnicería sólo porque quería una novia. Quizás sea ese patético deseo sexual frustrado, más que la perorata tecnofóbica, lo que captó la atención del siglo XX. La primera versión fílmica de Frankenstein fue producida por Thomas Alva Edison en 1910. Pero fue la película de James Whale la que colonizó nuestra imaginación. La interpretación de Karloff, una especie de patovica dark con bornes en el cuello, consigue transmitir el patetismo del original pese a perder la locuacidad romántica por unos gruñidos norteamericanos.
Ninguna representación de Frankenstein pudo librarse de ese aura de tristeza que desde entonces envuelve a todos los robots, desde el inmenso Roy Batty a HAL 9000, pasando por El hombre bicentenario y, por qué no, el T-800 de Terminator 2. Es la melancolía del androide.
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Desde la caída de Adán, dice el melancólogo Eric G. Wilson, los hombres vivimos la tristeza de la autoconsciencia, el divorcio entre el cuerpo y el alma. Para los neoplatónicos había dos salidas: la muerte que libere al alma de este envase adiposo o lo contrario, insuflarle alma a lo inerte y engendrar un androide, que entonces signará nuestra falta de unidad, nuestra melancolía.
Pero la racionalidad avanzó, la melancolía perdió su nobleza para ser un cuadro clínico; y los androides, máquinas. El autómata moderno desplazó al golem medieval. Éste apenas sobrevivió en el romanticismo de Jacob Grimm, Achim von Arnim y su gran lectora, Mary Shelley. Frankenstein es el último golem: un “amargo y retorcido intento de trascender la materia mediante la materia”, condenado a repetir la obsesión de su creador. Por eso según Wilson el relato falla, se vuelve mecánico y repetitivo.
Le tocó al cine realizar ese potencial. En 1935 Whale cumplió la promesa traicionada de Víctor con La novia de Frankenstein. La franquicia luego se perdió en la serie B hasta que la retomó la Hammer con su erotismo y decorados suntuosos. En Frankenstein created woman, de 1967, el cerebro de un ahorcado es trasplantado en el cuerpo de una mujer. “¿Hay mayor travestismo que ocupar el cuerpo de otro?”, se preguntó Daniel Melero en la presentación del disco Travesti, cuyo video de difusión “Quiero estar entre tus cosas” lo mostraba disfrazado de Frankenstein.
FUTUROS PASADOS
Hay otro monstruo romántico que cumple 200 años: Karl Marx. A ambos les tocó consagrarse en el siglo XX hasta transformarse en dos fantasmas que se niegan a abandonar la mansión del siglo XXI: la admonición monstruosa contra los sueños de la razón y la ilusión aceleracionista de matar al sistema con una sobredosis de sí mismo.
En enero Branko Milanovic tuiteó algo así como que para entender el mundo actual es mejor leer material de hace 100 años que de hace 10 o 15 años. Que los fantasmas del siglo nos acompañen a buscar los futuros perdidos en el pasado. Allá vamos.