Reseña de «El Reino» de Emmanuele Carrere
Es ya un lugar común afirmar que la cultura europea se construyó históricamente con un Gran Otro, fuente de temores pero también de inspiración. Sólo que los tiempos cambian: atrás quedaron la guerra por las traducciones de las Mil y una Noches, el descubrimiento del budismo por Schopenhauer o los orientalismos de Kipling.
Uno de los proveedores más exitosos de otredades para la sensibilidad actual es Emmanuel Carrére. Carrére nos relata la historia del impostor que mató a su familia o del neofascista bolchevique bisexual, pero lo hace entrometiéndose como autor en el texto, narrando sus dudas y ambigüedades ante la historia que cuenta, intercalando instantáneas de su vida de bo-bo (bohemian burgeois, la clase media alta educada y pretendidamente inconformista pero que en realidad es carne electoral del liberalismo progresista). De esa manera, no sólo construye un yo lírico a la medida de su vanidad, sino que también delimita un cerco solidario con su público de bo-bos dentro del cual las pequeñas miserias del europeo promedio resultan acogedoras ante esa frontera a cualquier código son Limonov, Jean-Claude Romand o el el Philip K. Dick paranoico y visionario de Je suis vivant et vous êtes morts.
En El Reino esa metodología llega a un grado de paroxismo casi caricaturesco: para relatar la historia del primer siglo del cristianismo a través de la vida de Pablo y Lucas, Carrére se toma más de cien páginas para narrar su ataque de misticismo en los noventas y la salida a su actual agnosticismo. Las notas autobiográficas continúan interrumpiendo todo el relato con las preferencias del matrimonio Carrére en materia de pornografía y las quejas de Emmanuel sobre la conducta de los griegos en el crítico año 2014, entre otras. Sin embargo, esas idas y vueltas alimentan un juego de equivalencias entre los orígenes del cristianismo y los problemas de Europa con sus actual Gran Otro.
Carrére no tiene que esforzarse mucho en trazar el mapa social y cultural del Imperio Romano sobre la superficie de la Europa actual: los romanos perfeccionaron la globalización helenista, son pluralistas en cuanto a religiones, tienen ciudades atestadas y cierto vacío de espíritu que llenan con una curiosidad hacia los cultos orientales, como Carrére y sus amigos practican yoga y artes marciales. Lo que queda más allá de eso es superstitio: el judaísmo duro y esa línea interna llamada “cristianos”, portadores de odio y muerte de la civilización como siglos más tarde “ha sido el comunismo, actualmente es el integrismo islámico.
Ese el gran Otro oriental que acecha al confortable mundo de Séneca y Marcial: los judíos irredentos, los discípulos de ese criminal ya muerto que fue Jesús. Y Pablo, el converso que predica con el sentido estratégico de un Lenin pero que sufre alucinaciones paranoicas como un P.K. Dick insomne; que espera el fin del mundo y renuncia al sexo pero no a vivir de su trabajo, que quiso ser rabino y difunde la palabra de Jesús sin autorización de su Santiago, el austero y estricto judío que lidera la secta y quiere encauzar el legado de su hermano crucificado dentro del Templo y la Ley. Pablo invierte la lógica de ese mundo ordenado que construyeron romanos y judíos: el Reino no será para los inteligentes, ni los ricos, ni los buenos, la Ley no importa, el Agapé que nos lleva a amar asimétricamente es el nuevo principio.
Pablo se enfrenta a la ley romana, a los judíos y al propio Santiago. Esa interna pronto es rebasada por dos procesos mayores. Por un lado, las persecuciones a cristianos posteriores al incendio de Roma, que Carrére adjudica a cristianos exaltados, como células de Al Qaeda que actúan por su cuenta. Con todo, la persecución les dio a los cristianos la visibilidad que hasta ese momento no tenían. El segundo evento fue la Guerra de los Judíos, que Carrére narra siguiendo a Flavio Josefo: con la destrucción del Templo surge el judaísmo tal como lo conocemos, apegado identitariamente a la Ley, pero también se impone el cristianismo desjudaizado que predicaba Pablo.
En ese relato, a Lucas le corresponde el lugar de intelectual escéptico y pluralista con el que se identifican Carrére y su público bo-bo. Lucas es occidental, culto y como escritor comparte muchas de las inquietudes de Carrére: predilección por la anécdota, cierto esnobismo, pocos pruritos a la hora de inventar para terminar de redondear los hechos.
Como ya lo había hecho con Limonov y Dick, Carrére busca colegas en los márgenes.
Y, sobre todo, el Lucas de Carrére es un pluralista que acompaña a Pablo en su prédica, pero no duda en consultar con el adversario Filipo para documentar su evangelio o en escribir la epístola de Santiago. Finalmente, será su Evangelio, escrito por un griego en plena desjudaización del cristianismo, el que vincule a Jesús con el Antiguo Testamento y describa su circuncisión.
Llegados a este punto el juego de metáforas y equivalencias de Carrére nos plantea un punto ciego: si el Imperio Romano es Europa y el cristianismo paulino es una híbrido entre ISIS y el Comintern ¿Cómo terminará nuestra Historia? La clave está en ese Lucas, el traductor del odio y muerte cristianos a la tradición clásica, un rol que quizás Carrére, llegando a los 60 años en su casita de Patmos, no se arrogue, pero sí espera de su clase social de bo-bos.
En una historia de los árabes que fue best-seller en los 90s, Albert Hourani, un inglés católico hijo de libaneses presbiterianos, ponderaba la relativa tolerancia y buena convivencia de judíos, cristianos y musulmanes en el califato de Córdoba, en contraste con la intolerancia de la Europa medieval. ¿Será posible para una UE repleta de inmigrantes y refugiados musulmanes traducir el “odio y muerte” de ISIS y (re)incorporar al Islam a la tradición occidental? ¿Habrá alguien dispuesto a escribir un nuevo Evangelio según San Lucas?