El trabajador: eterna víctima de un sistema inescrupuloso.
Miguel no entiende por qué, luego de 17 años de largas jornadas de trabajo, de horas extra, de viajar de lunes a sábado, de venirse desde Merlo hasta capital, tomarse el Sarmiento, después el subte o el colectivo, después unas cuadras a pie, Miguel no entiende –decía- que su jefe, el arquitecto, no lo salude. Por qué junta los papeles, algo molesto, saluda al abogado, y se va. Por qué vino haciendo eso en todas las audiencias y por qué ahora, de nuevo, en la audiencia testimonial, acomoda papeles y habla con su abogado, pero no lo saluda.
Miguel está abstraído en sus propios pensamientos, absorto. Mira las paredes, a los costados, al piso. De vez en cuando a su abogado, a su esposa, al otro abogado, al sinfín de secretarios. La gente circula y Miguel, simplemente, está quieto, sin reaccionar. “¿Por qué no me saluda?”, pregunta, rumiando en su cabeza recuerdos de 17 años de trabajo.
“¿Vos no te das cuenta de que este tipo te está cagando?”, exclama, indignada, su mujer, molesta ante su pasividad. “¡Le importa un carajo que hayas sido el empleado por tantos años, Miguel, haceme el favor!”.
Pero Miguel no reacciona. Y tampoco lo hace cuando se le acercan su abogado y la secretaria privada del juez, con una propuesta entre manos.
La historia
Miguel es de Merlo, en la zona oeste del conurbano bonaerense. Obrero de la construcción especialmente hábil para tareas detallistas, Miguel es un tipo muy prolijo y cumplidor. “No le falté nunca”, solía repetir. Llegaba a las 7:30 al trabajo y se iba a las 17. Todos los días, de lunes a sábados. El jefe le tenía especial afecto y lo ponía siempre a cargo de las tareas difíciles y de precisión: trabajos de altura, donde se tenía que balancear con esfuerzo para mantener el equilibrio en el andamio, un balanceo que lo obligaba a ponerse en cuclillas. También revocar escaleras, que lo obligaba a subir y bajar baldes cargados, varios pisos. Los cerámicos son otra especialidad: en invierno y en verano, sus rodillas apoyadas sobre el suelo húmedo, o sobre los fríos cerámicos.
No extraña que Miguel fuera desarrollando un problema en sus rodillas. Sobre todo si nunca lo rotaban de su trabajo, como indica la ley y es práctica habitual en el rubro de la construcción. La seguridad y la higiene, bien gracias. El arquitecto lo prefiere, y lo elige siempre. Y eso es todo. Qué tanta ley, qué tanto reglamento… Confía en él. Y punto. Por eso Miguel no entiende que no lo salude. Eso es lo único que se pregunta Miguel. No piensa en la indemnización, en su mujer, que lo azuza para que reaccione. “No le importás, Miguel, tiene como 40 empleados más, qué carajo le importa uno más, ¿no ves que te echó? Reaccioná, Miguel”, le dice, ahora en voz baja. Miguel la mira. Mira a los demás en el juzgado, al abogado, a la secretaria privada del juez. Vuelve un poco en sí de sus abstracciones y trata de ver, a lo lejos, si el arquitecto lo mira. Pero no: sigue acomodando papeles.
Tampoco hay que decir que Miguel no se diera cuenta: las rodillas ya le venían doliendo. Vamos a decir la verdad: varias veces pensó en ir al hospital. Pero después llegaba la mañana, se alistaba para salir, enfilaba para la estación Merlo del tren Sarmiento y esos pensamientos se le pasaban. Tenía que ir a trabajar. Y punto. Incluso aunque dolieran las rodillas. Y así fue durante mucho tiempo. “Un hombre a los 36 tiene que aguantar, qué es eso de andar llorando… hay que aguantar, ni que fuera un viejo choto. Mirá si se me enoja Jorge y no me llama más… Hoy voy así, después veo…”.
Pero un 13 de enero, en la estación Flores, la pierna derecha le falló. Venía caminando y sencillamente se desvaneció. Lo levantaron, pero no podía sostenerse en pie. “El cuerpo no aguanta cualquier cosa, pibe”, recuerda Miguel que le dijera un viejo que lo ayudó a levantarse. “¿No habrás estado tomando, no? Son las 7 de la mañana”, completó.
Finalmente llegado al trabajo, y tras verlo en ese estado, lo dejaron ir. Tras idas y vueltas, tras reposos y vueltas al trabajo, lo concreto es que Miguel tuvo que operarse las rodillas.
Pasados los meses, los reclamos a la ART, los puntillosos envíos de certificados médicos para justificar sus ausencias, los turnos de resonancia, de cirugía, un día llegó la carta documento. Y no tuvo más remedio que buscarse un abogado.
El juicio
“Ahora vamos a ver cuánto vale el kilo vivo de morocho en pie”, le susurra el arquitecto, en busca de complicidad, al abogado de Miguel. Se ríe hacia sus adentros, socarrón, feliz de la ocurrencia. El abogado lo mira, algo perplejo, y elige no responder.
Miguel, ahora sí, deja de mirar hacia otro lado, y levanta la cabeza. Pone los pies sobre la tierra: está en el juzgado, esta es la audiencia testimonial y está hablándole la secretaria privada del juez. Los llevó aparte a él y a su abogado, lejos de los secretarios, del arquitecto, de su mujer. Sólo su abogado, la secretaria y él: “Escuchame una cosa Miguel, ¿vos cuánto querés?”, le dice. Es una mujer aguerrida, con convicción. Está harta ya de las idas y vueltas. Le molesta la injusticia del caso y ahora, esta vez, al menos por este momento, las condiciones las puede poner ella.
Miguel no sabe qué decir, susurra algo ininteligible: “No sé… Yo con $ 30.000 estoy bien…”.
La secretaria lo mira. “Escuchame una cosa Miguel: vos vas a cobrar $65.000, ¿me escuchaste? Eso vas a cobrar. Decime si aceptás”.
Y Miguel aceptó.