Éric Sadin en La humanidad aumentada (Caja Negra), Ernesto van Peborgh en Homo Hacker (Paidós) y Carlos Godoy en Europa (Triana) exploran desde perspectivas particulares, a veces complementarias y a veces opuestas, los cruces entre imaginación técnica, capitalismo y conocimiento.
Bienvenidos a la misa “appletera”
Sobre la estructura de nuestra existencia digital se respira un credo secular: una oración de esperanza pero a veces también penitente hecha con un rosario de buzzwords. Big data, algoritmo, nube, gamificación, spam, red social, data mining, burbuja de filtros, geekismo, apps, movilidad, meme, internet de las cosas, realidad aumentada. La góndola se expande con el spanglish de las gacetillas en Silicon Valley y nada indica recesiones en su campo creativo. De hecho, tampoco conviene limitar esa fuerza a los universos bibliográficos. La profesión de fe se absorbe de manera más cotidiana en esas calcomanías con la manzanita de Apple pegada a los autos –entre clientes fieles pero también entre quienes valoran la creatividad– y en el éxito playero de esa biografía de Steve Jobs escrita por Walter Isaacson que tiene más páginas que una novela de Harry Potter. Las hagiografías de Hollywood terminan de ambientar la misa “appletera”; ya sea en la versión de Michael Fassbender o Asthon Kutcher, no solo el capitalismo, también la humanidad debería sentirse culpable por haber entorpecido con tristes mediocridades e incorregibles conservadurismos el despliegue de los deseos y las ambiciones de Steve Jobs (cuyo “Nuevo Testamento” en YouTube todos vieron desde Facebook: un discurso motivacional a un grupo de graduados estadounidenses que, si no se animaron a emplearse en las fábricas de iPhones en China, seguro compraron acciones de Apple en Wall Street).
Escrito por el filósofo francés Éric Sadin, La humanidad aumentada (Caja Negra) es un ensayo ensamblado en este kairós. Claro que Sadin no es –ni podría ser– un publicista de Silicon Valley. Sin embargo, su voz opera como la de un exégeta o, mejor, como la de un amable guía turístico de los negocios en marcha (la perturbadora foto en la solapa profundiza cierta idea de santoral ortodoxo). Ahora bien, ¿es el tono aséptico de este libro un efecto de la “vergüenza prometeica” que, como señala Sadin, “sentimos con respecto a nuestra finitud comparada con la potencia creciente de las máquinas”, o se trata de un golpe de estilo diseñado para resolver la complejidad del tema con las pinzas de la objetividad? La respuesta queda a criterio de los lectores. En principio, historiográfico antes que filosófico y descriptivo antes que explicativo, Sadin recorre lo que llama “revolución digital” y explora desde su descripción densa de internet nociones –leves– como el “poder de delegación” de la técnica, desde lo cual asoman especulaciones sobre la “inteligencia artificial” para insistir, finalmente, con el concepto de “antrobología”, un “entrelazamiento entre cuerpos orgánicos y chips en el interior de los tejidos biológicos” que le debe a la antropotécnica de Peter Sloterdijk más de lo que confiesa.
Fuerza del Homo Hacker
Como un Byung-Chul Han lavado –sin el candor romántico ni la simpática negatividad– y como un Slavoj Žižek aburrido –como jugadas de pizarrón, Sadin también recurre a Hollywood para ilustrar lo obvio–, lo más interesante que La humanidad aumentada termina por decir es que “el repliegue de lo tangible” en beneficio de una “prioridad algorítmica” ha duplicado el volumen de la humanidad. Virtualizadas a través de las pantallas, las personas cambiarán así sus vidas (y esto, como saben los lectores de Sigmund Freud, suena aggiornado por el potencial de la técnica pero no involucra novedades). Es en ese vacío crítico entre las descripciones de lo que la tecnología promete y las ausencias de lo que efectivamente cumple que la retórica de Sadin se licúa entre “ambiciones demiúrgicas” regadas con bibliografía obligatoria y optativa (Nietzsche, Simondon, el sintomático Barthes, Turing, Carr y Agamben se destacan dentro de la ortopedia teórica con la que intenta hacer pie en el mundo). Entonces: la técnica altera nuestra percepción de la realidad y reformula con sus herramientas la gestión de nuestros conflictos. ¿Pero cuál es esa realidad y cuáles sus conflictos? Ante un territorio que Sadin prefiere no explorar, conviene prestar atención a Homo Hacker (Paidós) del argentino Ernesto van Peborgh.
Desde ya, van Peborgh no escribe como un ensayista francés: es un “empresario, ingeniero y MBA por la Harvard University”. En otras palabras, un hombre pragmático de negocios –exvicepresidente del Citicorp Equity Investments– que no concibe la tecnología como un cúmulo de impresiones humanísticas sino como parte de “un futuro que puede ser dramático”. Por eso no solo el escenario desde el cual piensa es distinto –e incluso más universal, con sus preocupaciones por “el agotamiento de los recursos naturales y el cambio climático”, entre otras inquietudes típicas de un enemigo de James Bond– sino que su diagnóstico empuja a Sadin hacia la galería de los intelectuales de derecha sumisos ante el poder. Este, por ejemplo, es van Peborgh destituyendo con admirable serenidad, y nada más que a partir del Flash Crash [1] del 6 de mayo de 2010, el discurso sacrosanto de Silicon Valley sobre los algoritmos: “El 40% del mercado estadounidense de acciones es manejado por algoritmos, no por personas. El resultado fue que el Dow Jones perdió el 10% de su valor entre las dos y media y las tres menos cuarto de la tarde. El Flash Crash sacó a la luz que el mercado de finanzas no está manejado por personas y expuso la volatilidad que esto acarrea.
El capitalismo financiero se ha convertido en una fuerza totalmente autónoma, creada por nosotros mismos, pero frente a la cual nos mostramos perplejos. ¡Vaya paradoja! El capital se ha separado por completo del ciclo material de producción y de las verdaderas demandas sociales”. Es notable –por muchos motivos– que ante las mismas coordenadas frente a las que Sadin se conforma con el “repliegue de lo tangible en beneficio de una prioridad algorítmica”, Ernesto van Peborgh desnude casi con carácter de mansplaining que “el capital se ha separado por completo del ciclo material de producción y de las verdaderas demandas sociales”. Importa insistir en que van Peborgh no es un intelectual comunista como Terry Eagleton. De hecho, ni sus críticas a la “ideología” de Allan Greenspan escapan de lo que él llama “el marco del capitalismo”. De lo que se trata, en realidad, es de la capacidad para fracturar ciertos compartimentos desde los cuales se construyen “las bases materiales y sociales sobre las cuales se apoyan el espíritu y el intelecto de una sociedad”, como escribe van Peborgh (y por eso podemos leer así a un analista liberal más lúcido que Sadin para comprender el flujo del capital dentro en su actual cauce digital).
Exilio final a Europa
Entre la liviandad crítica de La humanidad aumentada y la crudeza pragmática de Homo Hacker se ubica Europa (Triana), un ensayo del escritor argentino Carlos Godoy focalizado en “el concepto de libertad, que es la adaptación modernista del concepto de salvación”, y su relación “cada vez más directa con el acceso a la información”. El vector de estos artículos es el estilo: informativo sin caer en la insustancialidad de lo imparcial y erudito sin olvidar el relief de la cultura mainstream, en Europa resplandece algo que suena por momentos como la voz automática de un Kindle capaz de pronunciar, de manera inesperada, las tramas de futuras novelas (la interpretación sobre el aumento del autismo en el mundo, al final del libro, puede leerse casi como una versión poética de aquel “poder de delegación” que menciona Sadin sobre las máquinas ante la Humanidad). La pregunta, entonces, reaparece: ¿cómo podemos hoy amar a (y dejarnos amar por) las máquinas? Este problema, esencialmente teórico y abstracto, es sintonizado por Godoy con una tradición de sensualidad que solo la literatura ha explorado con atención desde hace años (basta pensar en Don DeLillo, en Jonathan Franzen, en Michel Houellebecq): “La mecanofilia, la simorofilia (llevada al mundo estético por la novela Crash de Ballard) o la acrotomofilia son conductas sexuales que se desprenden del amor directo hacia la máquina, o hacia las transformaciones que ocasionan las máquinas en nuestro cuerpo, como amputaciones o lesiones por accidentes, precisamente, con máquinas”.
Europa sobrevuela aquella cuestión sobre cómo las redes sociales alteran nuestra percepción de la realidad –asunto que, de nuevo, el psicoanálisis siempre puede desmentir– para ocuparse del reciclaje contemporáneo de movimientos culturales más amplios como el hippismo –“la red social, al igual que el hippismo, ofrece emotividad y un trabajo sobre el potencial del deseo”– y depositar en sus inmediaciones el peso de la certeza técnica. ¿Y si los marcos de contención jurídica más inmediatos encontraran su sentido en “los cálculos de estadística que permiten la tendencia a agruparse y pertenecer”? Esa determinación algorítmica de las afinidades ilumina, de hecho, otro de los fundamentos argumentales de Godoy: el new age es la literatura de la época. ¿Y esto qué quiere decir? Entre otras cosas, que la resignificación de las prácticas espirituales, y en particular el modo en que “Occidente refritó a Oriente”, apunta a “contrarrestar el desgaste que el capitalismo ahistórico genera sobre las personas”. El efecto es evidente: el deseo “de estar bien con uno mismo” sumado al de “nunca dejar de producir” es no solo la única forma en que Occidente interpreta el pensamiento oriental, sino que también revela la escala de prioridades a las cuales ofrecen su creatividad y su innovación las mentes más lucrativas de Silicon Valley.
[1] ¿Por qué cuando se trata de “las ventajas de internet” conocemos mejor la programación de Netflix antes que fenómenos impresionantes del capitalismo del siglo XXI como el Flash Crash? La única respuesta transitoria es esta: tal vez ese desplazamiento no es casualidad.