¿Existe la clase obrera?. La pregunta, urgente y necesaria, se cuela en el debate. Ana Natalucci, Fernando Rosso, y Paula Abal Medina intentan responderla en un libro publicado recientemente por Capital Intelectual. Y sí: existe. Insiste en existir. Y en ser protagonista de la historia.
La tercera entrega de la colección dirigida por José Natanson y Martín Rodríguez, luego de interrogarse por qué retrocede la izquierda y qué quiere la clase media, es una pregunta sobre el trabajo: ¿Existe la clase obrera? Y la respuesta será más de una, porque la clase obrera es un monstruo de muchas caras, como ya anticipan los directores desde el prólogo, segmentada al ritmo del desarrollo capitalista y las identidades sociopolíticas. Dos cientistas sociales y un periodista, cada uno con sus preferencias y pertenencias políticas, responden a la consigna hablando más del movimiento obrero que de la clase en sí. Y esas respuestas permiten dibujar en su borde exterior una historia del kirchnerismo, su ciclo económico y sus formas de interpelar a una sociedad civil que siempre devuelve la pelota.
El capítulo de Ana Natalucci, el más extenso y vertebrado, se centra en la recomposición del sindicalismo desde 2001. En el relato de Natalucci, esa recomposición tiene un nombre, Hugo Moyano, y un problema: el carácter bifronte que el sindicalismo argentino arrastra desde 1945, simultáneamente corporativo y político en la defensa de los intereses de sus representados. La renovación peronista y luego la estrategia defensiva ante las reformas de los 90s acorralaron a la CGT en el corporativismo defensivo de los Gordos, en desmedro de su flanco político. La autora ofrece una mapeo en filigrana del sindicalismo ultradividido de fin de siglo, en medio de cuyo tejido de facciones y siglas destella el brillo rebelde de Moyano. La economía “neodesarrollista” de la post-convertibilidad y su correlato político, la alianza entre empresarios mercado internistas y trabajadores organizados que Kirchner intentó reeditar, fue la oportunidad que encontró el camionero para traducir su rebeldía de los noventas en una nueva presencia política del sindicalismo.
El tercio de trabajadores en negro, fuera de la representación sindical, que dejó la crisis no afecta, para Natalucci, el dato principal del periodo: el incremento de la tasa de afiliación, síntoma de la vigencia y tonificación del sindicalismo que acompañó el lustro de tasas chinas del kirchnerismo. Para 2008 el liderazgo cegetista de Moyano resultaba indiscutible. Ese mismo año el “modelo neodesarrollista” entró en crisis y quedó claro que ya no habría renta diferencial para distribuir entre todos. Comenzó entonces una paritaria titánica que se extendió durante tres años, con los sindicatos disputando palmo a palmo la porción de una torta reducida ante el empresariado. Movilidad jubilatoria, Fondo Empresarial Anticíclico, Reparto de Utilidades Empresarias fueron algunos de los lances de la CGT para repartir costos y beneficios del modelo en crisis, todos rechazados por la burguesía nacional ante la mirada bovina del gobierno.
La siguiente baza de Moyano fue saltar directamente a la política: la creación de la Corriente Nacional del Sindicalismo Peronista en 2009 y la breve presidencia justicialista que heredó de Kirchner y Balestrini parecieron darle forma a una resindicalización del peronismo. No pudo ser: los intendentes primero; la mala prensa (asesinato de Mariano Ferreira mediante), luego; y, Cristina Kirchner y su fuerza propia camporista, finalmente, abortaron el sueño ruccista y depositaron a Moyano en las listas de De Narváez, rematador de Casa Tía.
La crisis del neodesarrollismo y del sueño moyanista no dejó de ser una oportunidad para otros: “En 2012 se quiebra el relato kirchnerista y eso permite que el Frente de Izquierda tenga más votos” dice el metrodelegado Dellecarbonara, en uno de tantos textuales que jalonan en artículo de Fernando Rosso. La recomposición sindical que revitalizó a la CGT también permitió resucitar la anómala tradición argentina de comisiones internas y sindicatos de base, ahora bajo el signo del trotskismo. La victoria de los metrodelegados por la jornada de 6 horas, las tomas de edificios de los telefónicos y la huelga en el Garrahan, todos hitos del alto kirchnerismo entre 2003 y 2005, fueron los portentos de la explosión de conflictos sociales que escaparon al unicato sindical a partir del receso económico de 2008: Rosso hilvana la gesta autogestora del Bauen y Brukman con los conflictos en Fate, Kraft, la Línea 60 y el piquete de docentes del año pasado, todos con el Acceso Norte de Panamericana como escenario, para cerrar un final esperanzado: a diferencia de las transiciones de 1989 y 2001, la clase obrera encara el ciclo macrista con una fuerza y creatividad digna de los días previos al Cordobazo.
Mientras tanto, en el subsuelo de la Patria Sindical o Socialista, subsiste el “otro movimiento obrero” de trabajadores informales, cartoneros y cooperativas, que Paula Abal Medina historiza en su artículo. Esta otra clase nace con la desocupación de los 90s, se moviliza con los piquetes de fin de siglo y se recicla como trabajador informal a partir de la crisis hasta institucionalizarse desde 2009 con el plan Argentina Trabaja y la creación, al año siguiente, de la Confederación de los Trabajadores de la Economía Popular.
[blockquote author=»» ]Los tres textos del libro apuntan a experiencias diferentes. Todos, sin embargo, participan de la idea de que la clase obrera sí existe.[/blockquote]
Si bien los “trabajadores de la economía popular” comparten con el movimiento sindical una historia de resistencia e integración entre el menemismo y el kirchnerismo, su consagración comienza cuando el restauracionismo social de Néstor Kirchner se quedó sin aliento. La reedición de la alianza social peronista no pudo reducir ese 30% de trabajo en negro que dejó la crisis. Usando los apuntes de Álvaro García Linera sobre el capitalismo boliviano y las curiosas metáforas lácteas de Emilio Pérsico, Abal Medina traza un mapa del mundo del trabajo kirchnerista que, aún en el esplendor del modelo, no pasó de ser un islote de empresas competitivas que emplean a la crema de la clase obrera, un 20% bien pagado y reconvertido, rodeado de un cinturón de pymes y servicios en donde trabaja la leche del mercado laboral, inexperto y precarizado, todo ello en medio de un dilatado océano de trabajo informal, en donde reposa el agua de la fuerza de trabajo, prácticamente improductiva en los términos del capitalismo.
La investigadora del CONICET es más pesimista que Rosso respecto a la vitalidad de las comisiones de fábrica, arrasadas por treinta años de represión y posfordismo, y disiente con Natalucci en cuanto a la valoración de la tasa de afiliación: la dificultad de la estructura sindical argentina para representar a ese resto del movimiento obrero es el límite que encontró la CGT para protagonizar realmente la década ganada (y el intento de contener los movimientos sociales fue la causa del quiebre de la CTA). Y es ese ese resto irreductible, junto a la desaceleración de la economía, lo que llevó al kirchnerismo a variar la estrategia de la clásica intervención del Estado en la relación capital-trabajo a la contención de familias pobres y trabajadores informales: desde los overoles y cascos amarillos de los spots de campaña 2007 al piberío desangelado de la AUH. La formación de la CETP, hoy movilizada junto al Movimiento Evita, vendrían a coronar al sujeto social parido por el salvaje stop and go argentino: el excluído corporativo, organizado no para combatir al capital, ni siquiera para intentar domarlo desde algún cesarismo amigo, sino para erosionarlo, trabajando improductiva, casi ilegalmente, a un costado del camino, esperando su derrumbe con la paciencia de quien escarba en la basura.
Desde el adiós al proletariado de André Gorz en 1980, la clase trabajadora es siempre algo que ya fue. Quienes mejor escribieron sobre la clase obrera en el siglo XX (E.P. Thompson, Hobsbawm, Stedman Jones) lo hicieron sobre la clase obrera del siglo XIX. O decretaron su muerte, como Jeremy Rifkin o Perry Anderson en su famoso debate con Thompson. La clase obrera siempre está muriendo, siempre tuvo un pasado de oro, de lucha, de bienestar, y ahora está a punto de desaparecer. Y sin embargo, ahí está: fabricando las cosas que usamos, cocinando nuestro menú ejecutivo o cuidando a nuestros hijos mientras nos encerramos 8 horas en una oficina para sostener materialmente nuestra vida de “clase media”.
[blockquote author=»» ]Desde el adiós al proletariado de André Gorz en 1980, la clase trabajadora es siempre algo que ya fue. Pero no: no fue.[/blockquote]
Parte de esa nostalgia mezclada con urgencia se trasluce en este libro, desde la oportunidad perdida del moyanismo al sueño de estar viviendo los nuevos años 60s del sindicalismo de base, al mismo tiempo que en ninguno de los autores deja de repiquetear la duda sobre qué harán los trabajadores ante Macri, y viceversa. Por ese motivo la pregunta por la clase obrera, la clase en sí de gente que trabaja, se la responde hablando del movimiento obrero, la clase para sí que se organiza: la tradición política de la Argentina impide separar una categoría de la otra, el largo brazo corporativo termina movilizando en defensa de sus intereses a toda esta clase magullada, segmentada, proteica, deformada por las crisis, que insiste en existir.
Abal Medina, Paula; Natalucci, Ana; Rosso, Fernando, ¿Existe la clase obrera?, Capital Intelectual, Buenos Aires, 2017.