Premio Nobel de Literatura y defensor a ultranza del liberalismo en América Latina, el escritor peruano viaja en el ensayo La llamada de la tribu (Alfaguara) a través de las vidas y las obras de los pensadores que intentaron domar sin éxito la voracidad del capitalismo.
A Mariano Canal
Quienes crean que el talento literario es incompatible con el éxito —y ahora me refiero al verdadero éxito, no a las felicitaciones menesterosas de padres, novias, cazarrecompensas y amigos—, deberían ver la casa de Mario Vargas Llosa en el barrio de Barranco, en Lima, frente a una de las playas más hermosas del Pacífico. Si conocen el malecón Paul Harris, entonces también saben que “casa” quiere decir “mansión”. Y por “mansión” me refiero a lo que uno suele ver en la revista Caras o, para darle un toque más sofisticado, a la clase de lugares donde las películas de Marvel muestran que vive Tony Stark. La de Vargas Llosa, si no recuerdo mal —y no recuerdo mal porque la miré fascinado todos los días—, era absolutamente blanca y estaba estructurada como un enorme mirador privado de tres pisos. Estoy hablando de una de esas propiedades ultramodernas pero al mismo tiempo elegantes, un edificio incapaz de desentonar con la ambientación estándar de un emir de vacaciones en la Costa Azul (o de un fin de semana de Tony Stark en California), una fortaleza equipada con cámaras de seguridad y personal de servicio uniformado full time. Hace unos años pasé ahí algunas semanas —quiero decir: en el barrio de Barranco, “el barrio bohemio de Lima”, no en la casa de Vargas Llosa—, y aunque Pablo y Luisina —mis divertidos anfitriones— repetían que él salía a hacer ejercicio casi todos los días antes de las ocho de la mañana, nunca llegué a verlo (pero Pablo y Luisina sí, justo después de mi retorno a Buenos Aires, y se sacaron buenas selfies). En ese momento Vargas Llosa ya era Premio Nobel de Literatura —y faltaba poco para que dejara a su esposa por Isabel Preysler, lo cual terminaría de coronarlo como héroe y pondría en riesgo todo— pero a ninguno de los peruanos con los que comenté entre pisco y pisco la alevosa fastuosidad de esa mansión le pareció que “Marito” se mereciera otra cosa. En parte, por supuesto, lo decían por la inercia del orgullo nacional frente a un turista tan pudoroso. Pero también lo decían porque ese estatus material, franco y sin necesidad de esconderse ante nadie, transparentaba una dosis casi inapelable de justicia poética.
Ese, al fin y al cabo, era el hombre que con los años había llevado el “boom latinoamericano” hacia una dimensión mucho más erudita y sofisticada que Gabriel García Márquez —que terminó sus días estafando a periodistas con cursitos de “crónica narrativa”— y que, aunque se había ido a vivir a Europa, había vuelto, se había jugado lo que había que jugarse en una elección presidencial contra Alberto Fujimori y, mientras tanto, no había dejado de escribir excelentes novelas, ensayos sobre literatura y sobre política, y también muchísimos artículos periodísticos en los que defendía sus propias ideas sobre la libertad y el buen gusto (con un criterio sensato, por ejemplo, Vargas Llosa escribió, aunque de una manera más elegante, que el Nobel de Literatura para Bob Dylan había sido una idiotez total). Bueno, tampoco a mí me parecía que “Marito” se mereciera menos. Era el autor de La ciudad y los perros y de Conversación en La Catedral, e incluso de la frase —que puede leerse en La orgía perpetua, su ensayo sobre Flaubert— “el bovarismo es una enfermedad de transmisión textual”. Al fin y al cabo, es cierto: hay tipos con muchos menos méritos intelectuales y con mansiones muchísimo más obscenas que “Marito”.
A lo que quiero llegar es que, al contemplar esa mansión en Barranco —“contemplar” es un verbo híbrido pero justo—, no podía dejar de pensar en uno de los ensayos de Vargas Llosa acerca de lo que para él significa ser “liberal”. El texto en realidad es un discurso, “Confesiones de un liberal”, y vale la pena leerlo con cuidado porque, a mi entender, es una breve obra maestra para aprender de qué manera uno puede recibir un premio tan particular como el Irving Kristol, viajar a Washington por gentileza de una organización medio tenebrosa como la American Enterprise Institute y, sin embargo, decirle con una amable “sonrisa retórica” a un grupúsculo de liberales entusiasmados que, más allá de sus propios laureles, están durmiendo en la pendiente constante del analfabetismo más brutal.
En “Confesiones de un liberal”, de hecho, también hay uno de los rasgos que mejor identifican a Vargas Llosa en esa vieja tradición que salvaguarda su independencia intelectual tomando distancia de cualquier “ideología” (y por eso tiene sentido que para este Vargas Llosa irónico y confesional “el liberalismo no sea una ideología”; por supuesto que no lo es, de lo que está hablando, y es fácil darse cuenta, es de su propio ideal romántico de lo que debería ser el liberalismo, al menos si los liberales que lo controlan no creyeran que el mercado libre es “la panacea” capaz de solucionarlo todo). Esto, precisamente, es lo que llevó a Vargas Llosa a presentarse como candidato a la presidencia de Perú en 1990. Uno de esos gestos radicales que podrían vincularse sin demasiado esfuerzo a las trayectorias intelectuales de otros personajes parecidos, como Slavoj Žižek en Eslovenia o Jorge Asís en Argentina, y que, de una u otra manera, insisten en afirmar lo mismo: sí, hay algunos hombres dispuestos a cambiar las cosas a través de la política, pero también hay hombres dispuestos a cambiar la forma en que se puede imaginar la política que luego será capaz de cambiar las cosas. (Y ya que estamos, ¿el elenco político mencionado en El pez en el agua no siempre es el mejor? Bueno, cualquiera que haya visto The Expendables sabe que a veces son los malos los únicos que están dispuestos a hacer lo que sea necesario para salvar al mundo).
LAS TRES MARÍAS LIBERALES: ADAM SMITH, FRIEDRICH VON HAYEK, ISAIAH BERLIN
Podríamos hablar de su edad, podríamos hablar de su hartazgo, podríamos hablar de su inteligencia. Sin embargo, La llamada de la tribu no es más que otra “confesión de un liberal”, dispuesto a decirnos, esta vez, que si las ideas liberales siempre son mejores que los propios liberales —lo cual podría decirse también sobre las ideas comunistas y los comunistas, y sobre cualquier otra idea de una cosa y la cosa en sí misma desde Platón—, conviene elegir bien contra qué ideólogos liberales será necesario contrastar el estado general de un planeta en el que, mientras el liberalismo se sigue expandiendo sin adversarios ideológicos serios a la vista, el 8% de las personas más ricas gana la mitad de los ingresos del mundo y el 1% más rico tiene más de la mitad de la riqueza. Para tratar de entender qué salió mal, Vargas Llosa elige entonces contar las vidas intelectuales (y a veces sexuales) de Adam Smith, José Ortega y Gasset, Friedrich August von Hayek, Sir Karl Popper, Raymond Aron, Sir Isaiah Berlin y Jean-François Revel. Un poco por capricho y otro poco por comodidad, creo que conviene resumir el recorrido al menos a tres “estrellas”: Smith, Hayek y Berlin, las Tres Marías de cualquier politólogo que aspire a difundir la doctrina liberal mientras, parafraseando a Karl Marx, “todas las becas doctorales se desvanecen en el aire”. En ese sentido, si se tratara de rock, Adam Smith sería el auténtico Elvis Presley, el genio de Edimburgo que inventó las reglas, los pasos y las más nobles fantasías contemporáneas sobre el mercado, incluida la de que, como cuenta Vargas Llosa, el propio Adam Smith fue economista, “algo que lo hubiera dejado estupefacto” porque él siempre se consideró “un moralista y un filósofo”. En tal caso, el Adam Smith que le interesa recordar a Vargas Llosa es el que ocupó buena parte de su vida intelectual en reflexionar sobre la retórica y sobre la manera como había nacido el lenguaje, la comunicación humana, “quehacer al que Smith identifica no sólo por una necesidad de supervivencia sino con la propiedad y la simpatía, el don de gentes y el sentido común, pilares de la vida social y de su argamasa: la sociabilidad”.
Al mismo tiempo, a medida que el comercio de tabaco entre el Reino Unido y América progresaba y modificaba la vida en Glasgow, Smith empezó a interesarse cada vez más en los procesos económicos, hasta que, gracias a “uno de los Reyes del Tabaco de la ciudad”, pudo conocerlos desde adentro y en toda su crudeza. La riqueza de las naciones creció así entre prósperos amigos burgueses, un gremialismo en estado germinal y “ese sentimiento de simpatía y la imaginación que atraen a los extraños y establecen entre ellos un vínculo que rompe la desconfianza y crea solidaridades recíprocas”. De hábitos espartanos y amables, con una tendencia casi patológica a la distracción, amigo de David Hume y Voltaire, pedagogo a sueldo y reacio al trato con las mujeres (“triste como un perro”, lo llamó Samuel Johnson, que tal vez sabía que Smith vivía con su mamá), su “descubrimiento” fue que el mercado libre era el motor del progreso. “Fue insólita la revelación”, escribe Vargas Llosa, “de que trabajando para materializar sus propios anhelos y sueños egoístas, el hombre común y corriente contribuía al bienestar de todos”. No, no era el altruismo ni la caridad, era el egoísmo —motivo por el cual su libro estuvo prohibido por la Inquisición en España— lo que movía al mundo. La frase más famosa de Adam Smith en La riqueza de las naciones, la frase que todavía balbucean economistas, banqueros, financistas offshore, pequeños intelectuales en alquiler y prestamistas, es que “no obtenemos los alimentos de la benevolencia del carnicero, del cervecero o del panadero, sino de su preocupación por su propio interés. No nos dirigimos a sus sentimientos humanitarios, sino a su egoísmo, y nunca hablamos de nuestras necesidades, sino de sus propias ventajas”. Sensible “al horror de la pobreza”, escribe Vargas Llosa con más precaución, y convencido de la necesidad de una igualdad de oportunidades “aunque no usara nunca esta expresión”, Smith también escribió que “ninguna sociedad puede ser próspera y feliz si la mayoría de sus miembros son pobres y miserables”.
[blockquote author=»» ]Sensible “al horror de la pobreza”, escribe Vargas Llosa con más precaución, y convencido de la necesidad de una igualdad de oportunidades, Smith también escribió que “ninguna sociedad puede ser próspera y feliz si la mayoría de sus miembros son pobres y miserables”.[/blockquote]
Está bien, Adam Smith pudo haber vivido en una época en la que el capitalismo era algo muy distinto a lo que es hoy, pero el caso de Friedrich August von Hayek es distinto. De hecho, como escribe Vargas Llosa, “a Hayek el destino le deparó la mayor recompensa a que puede aspirar un intelectual: ver cómo la historia contemporánea —o, al menos, los gobiernos de Ronald Reagan en Estados Unidos y el de Margaret Thatcher en el Reino Unido— confirmaban buena parte de sus ideas y desautorizaba las de sus adversarios, entre ellos el famoso John Maynard Keynes”. Si este elogio resulta ambiguo para los oídos más sensibles (al punto de que podrían confundirlo con un insulto), lo que viene se pone mejor. Igualdad, libertad, propiedad, prosperidad: Hayek cumple con todas y cada una de las key words del pensamiento liberal clásico, de eso no hay duda.
Pero el problema de Vargas Llosa con Hayek es otro, más parecido al que Martin Amis le señaló al Partido Republicano cuando Donald Trump empezaba a devorarlo desde afuera (“sabemos que los republicanos se niegan a comprometerse con los demócratas, ¿pero por cuánto tiempo pueden negarse a comprometerse con la realidad?”). “Algunas de sus convicciones son difícilmente compartibles por un auténtico demócrata”, escribe Vargas Llosa sobre Hayek, “como que una dictadura que practica una economía liberal es preferible a una democracia que no lo hace”.
[blockquote author=»» ] “Algunas de sus convicciones son difícilmente compartibles por un auténtico demócrata”, escribe Vargas Llosa sobre Hayek.[/blockquote]
Así, llegó al extremo de afirmar en dos ocasiones que “bajo la dictadura militar de Pinochet había en Chile mucha más libertad que en el gobierno democrático populista y socializante de Allende”. Eso le valió “una merecida tempestad de críticas”, aclara Vargas Llosa —aunque tal vez no en Chile, agregaría yo—, a partir de lo cual Hayek se convierte en el peor adversario de Hayek. El problema clave es este: para Hayek, el error del socialismo y de su plan para acabar con la explotación de los pobres por los ricos nace “al mismo tiempo que la idea de abordar las cuestiones sociales con el mismo método científico con el que se estudia la naturaleza”. Por lo cual ese “constructivismo”, dice Hayek, es “enemigo de la libertad”. ¿Es esto, por otro lado, un oportuno alegato de Mario Vargas Llosa contra el nuevo apogeo de los tecnócratas liberales? Tampoco lo aclara, pero sigamos. Para Hayek, escribe Vargas Llosa, “sin un orden legal estricto y eficiente que garantice la propiedad privada, el respeto de los contratos y un poder judicial honesto, capaz e independiente del poder político”, la economía de mercado se reduce simplemente a “una retórica”. Ahora bien, si Hayek murió en 1992, es imposible que haya visto los efectos definitivos del capitalismo liberal globalizado sin barreras después de la caída de la Unión Soviética. Pero también es justo señalar que resulta improbable que, si era la mitad de inteligente de lo que dice convencido Vargas Llosa, Hayek no haya intuido siquiera el giro retórico que iba a tomar la “economía de mercado”. ¿Se trata de un error típico de los intelectuales encerrados en sus gabinetes “científicos”, o se trata de los límites de la ideología liberal ante la realidad del liberalismo realmente existente? Cuando Vargas Llosa se toma la molestia de contestar estas preguntas en nombre de Hayek, uno no puede más que volver a experimentar los tórridos efectos de la identificación narcisista y de la decepción romántica. “Un tema que Hayek no toca, no, por lo menos, con la importancia que el asunto ha alcanzado en nuestros días, es la corrupción”, escribe Vargas Llosa. Es verdad, y a menos que uno se permita ser demasiado ingenuo, no es difícil imaginarse por qué, aunque Vargas Llosa intente exculparlo mencionando factores que Hayek “no pudo tener en cuenta” como la decadencia moral y el terrorismo que asolan a la Humanidad.
Sir Isaiah Berlin, por último, es la niña dorada: el poster boy del liberalismo del siglo XX. El inmigrante judío que escapó de uno de los rincones más olvidados de la Unión Soviética —Letonia, donde se hizo fóbico al comunismo— y llegó a ser profesor en Oxford y presidente de la Academia Británica, todo eso apenas unos años después de que Winston Churchill preguntara “impresionado”, escribe Vargas Llosa, quién era la persona que escribía los brillantes análisis políticos que recibía el Foreing Office desde Washington durante la Segunda Guerra Mundial (“El Sr. Berlin, un judío báltico, de profesión filósofo”, fue la respuesta de Anthony Eden). Vargas Llosa lo llama sin dudar “maestro” y al describir el estilo con el que Berlin escribe sus ensayos lo compara nada menos que con un novelista como Flaubert y un cuentista como Borges. Enemigo de la violencia, aclara Vargas Llosa, Berlin no dudó en apoyar la guerra de Estados Unidos en Vietnam ni la invasión a Cuba en Bahía de los Cochinos. De hecho, el espíritu liberal de Berlin también se averió un poco cuando usó sus influencias para impedir que la Universidad de Sussex le diera una cátedra de estudios políticos a Isaac Deutscher, “judío exiliado como él, pero antisionista y de izquierda”. “Su discutible respuesta a quienes lo acusaron de haberse conducido en este episodio como los cazadores de brujas norteamericanos”, escribe Vargas Llosa, “fue que no podía recomendar para una cátedra a alguien que subordinaba el conocimiento a la ideología”. Aún así, el equilibrismo teórico con el que Berlin se esfuerza en mantener en pie sus ideas sobre la libertad positiva y negativa y su relación inalienable con la (ideología) liberal resulta, por decirlo rápido, algo “contradictorio” —para usar una palabra significativa en su vocabulario— y, en última instancia, tal vez con apenas un poco de astucia psicoanalítica, esto se revele mejor a través de su relación con la poetisa rusa Anna Ajmátova.
[blockquote author=»» ]Sir Isaiah Berlin es la niña dorada: el poster boy del liberalismo del siglo XX.[/blockquote]
La historia es sugestiva y Vargas Llosa se demora en narrarla con la pulcritud de quien ha escrito La tía Julia y el escribidor. Enviado por la embajada británica a Moscú en 1945, Berlin visitó Leningrado y llegó entonces a la casa de quien “había sido una gran belleza y muy famosa como poeta desde antes de la revolución”. En ese momento, Ajmátova tenía 56 y Berlin 36. Acosada por Stalin, que había masacrado a todos sus maridos y que le prohibía publicar o recitar en público su poesía, Ajmátova pasó con Berlin entre once y doce horas “de intensa y fulgurante charla pero castas”, escribe Vargas Llosa. Insisto: estamos hablando de un premio Nobel de Literatura, así que la piadosa sonrisa provocada por una línea como esta no es exactamente casualidad. “Anna”, escribe Vargas Llosa, “le recitó buen número de los célebres poemas del libro que escribiría de memoria, Reunión, que pasó luego a representar uno de los más altos testimonios de la resistencia espiritual y poética contra la tiranía estalinista”. Sin embargo, insiste Vargas Llosa, “no hubo el menor contacto físico”, no obstante lo cual “el austero” Isaiah Berlin “regresó al Hotel Astoria dando brincos de felicidad y proclamando que se había enamorado”. Cuando veinte años más tarde volvieron a verse en Inglaterra, ella era una anciana (que le había dedicado a Berlin varios poemas de amor) y él un académico que se había casado con la mujer de uno de sus propios colegas en Oxford, que le permitía encontrarse con su esposa hasta que aprovechó un viaje a París para divorciarse. “Así que el pajarito ha sido encarcelado en una jaula de oro”, dijo Ajmátova. Incapaz de “proyectos de largo aliento”, escribe Vargas Llosa, la obra ensayística de Berlin fue armándose gracias a la voluntad de discípulos convencidos de que no debían perderse en la marea del tiempo y el olvido las ideas y las opiniones de un hombre “convencido de que lo que había hecho era poca cosa en el rutilante fuego de artificio del pensamiento universal”. Anna Ajmátova no lo habría dicho mejor. Mario Vargas Llosa trató a Berlin dos veces en su vida, una durante una cena en Londres donde “la invitada estrella” era Margaret Thatcher, y la otra en Sevilla, en la que Vargas Llosa cometió “la barbaridad de decir que había nacido en Lituania en vez de Letonia”. Sir Isaiah Berlin, simpático o indolente, le dijo que el error no era tan grave, “cuando yo nací, todo eso era Rusia”.