Una pareja enterró sus libros durante la última dictadura militar. Hace pocos días, los desenterraron junto a sus hijos. Una historia de amores, lecturas, debates y épocas oscuras. Al final, llegó la claridad. Y la emoción. Este cuento reconstruye, a través de la ficción, la historia real.
A Julia le parece recordar esa valija de cuero marrón, sus correas gastadas que terminaban en una hebilla que había sido dorada tiempo atrás. La describe con precisión, hace ademanes con las manos como sopesándola y gestos de levantar cosas pesadas. Pero es imposible, ella nunca la vio y nunca tuvo que cargarla alguna vez. Y mucho menos repleta de libros.
Después de muchos viajes familiares, esa valija partió por última vez de la casa a la que Julia aún no había llegado cuando sus padres, Alicia y Joaquín, tomaron la decisión de usarla para la carga final de libros, esos que habían leído con avidez, compartido con compañeros y discutido con camaradas.
Cuando esa valija partió rumbo a San Gregorio, Alicia y Joaquín lloraron, maldijeron, putearon y también se prometieron. La cargaron con el “Libro Rojo” de Mao, en papel de arroz; “El Manifiesto Comunista”; “¿Qué hacer?”, de Lenin; y hasta novelas como “Crimen y Castigo”, de Dostoievsky o anotaciones de su propio puño y letra realizadas en madrugadas de debate, vinos compartidos y días que se extendían hasta el sexo veinteañero que suele atraparte a cualquier hora.
[blockquote author=»» ]Cuando la valija partió rumbo a San Gregorio, Alicia y Joaquín lloraron, maldijeron, putearon y también se prometieron. La cargaron con el “Libro Rojo” de Mao, en papel de arroz; “El Manifiesto Comunista”, y el “¿Qué hacer?” de Lenin.[/blockquote]
Joaquín fue el encargado de acomodarlos para que entraran todos, él era más meticuloso que Alicia, pero fue ella quien se tomó el trabajo de hacerlo con las cajas anteriores que también fueron llevadas hasta la estación Rosario Norte para que viajen hasta San Gregorio. Esta vez sólo se encargó de cerrar las presillas de la valija y de rociar con lágrimas algunos papeles, aunque se había prometido no hacerlo.
Rosario se había transformado en un lugar peligroso. Argentina lo era. Al menos para gente que pretendía pensar, leer y cuestionarse. Alicia y Joaquín lo sabían.
El padre de Joaquín fue el encargado de esperarlos en Rosario Norte, una estación que había recorrido cada vez que llegaba con el tren, luciendo su impecable uniforme azul que revisaba y acondicionaba frente al espejo cada mañana. Siempre contaba que cada vez que montaba la locomotora sentía una fortaleza y seguridad que nunca había podido sentir en ningún otro lugar. Pero no fue así aquel día cuando tuvo que esperar la valija de Alicia y Joaquín.
Casi sin gestos se despidieron en el andén. Joaquín y su padre, Alicia y su suegro, ambos y sus sueños, los dos y sus miedos. La valija marrón de hebillas doradas partió con su peligrosa carga para recorrer 250 kilómetros Santa Fe adentro.
LA VUELTA
Julia y su hermano Popi llegaron más tarde, renovando sueños, refrescando sonrisas, sumando sangre nueva. Las carreras universitarias de Alicia y Joaquín continuaron entre reuniones clandestinas, peñas con “canciones de protesta” y militancia silenciosa. Aunque la vida juntos se les hizo imposible, para ambos los ojos expresivos de Julia y la sonrisa rápida de Popi fueron el sustento en los momentos más duros. Eso los sigue uniendo, tanto como su militancia en el Partido Socialista que vieron crecer junto a su líder Guillermo Estévez Boero.
Las noches pueden ser largas pero no duran para siempre. La democracia volvió a la Argentina con nuevo fervores y sueños. La militancia continuó para ambos con cargos dirigentes, funciones ejecutivas, responsabilidades de funcionarios y hasta nietos.
[blockquote author=»» ]Las noches pueden ser largas pero no duran para siempre. La democracia volvió a la Argentina con nuevo fervores y sueños.[/blockquote]
Entonces fue Julia la que recordó aquella valija llena de libros que nunca había cargado (¿nunca había cargado?). Volvió al San Gregorio de sus abuelos, preguntó a los vecinos, indagó a los tíos hasta desenterrar el misterio. “Los libros están allí, en la vieja casa de tu abuelo. Él se encargó de envolverlos en bolsas de nylon, cerrarlos herméticamente y meterlos en un baúl de metal de esos que usaban en el ferrocarril”, dijo uno de los tíos, aunque nadie parecía creerle.
Y Julia insistió. Consiguió el permiso de los nuevos dueños, convocó a toda su familia, le imploró a Alicia y casi lo obligó a Joaquín. Pocas paladas bastaron para que asome el baúl de metal, un poco más para que aparezcan los libros quemados por la humedad pero que todavía disparan letras a pesar de tantos días y noches de entierro.