El último libro de Eduardo Halfon es un inclasificable conjunto de historias sobre bibliotecas, pero en sentido pleno, de escrituras y escritores, de anaqueles y memorias, de retazos y fragmentos.
«Hay un elemento de la memoria que es sexual. No me refiero a nuestros recuerdos sexuales (…) sino a esto: el placer derivado del puro acto de recordar. El goce de arribar a una memoria», escribe Eduardo Halfon sobre el final de Biblioteca Bizarra (Ediciones Godot, 2020), un libro que mantiene a través de sus páginas una dinámica fluida, un espíritu conversatorio realmente amigable, y, aun así, sostiene un sentido crítico, política y culturalmente bien marcados. Por ser quien es el autor esto no sorprende, pero este subrayado no tiene que ver con la honestidad que exige un libro que atraviesa la anatomía de la memoria, una honestidad que se traduce en no presentar difusamente el lugar desde el que se elige hacer esa configuración. Este subrayado se refiere por sobre todo a la construcción de una voz a conciencia.
Así, entre lo confesional y testimonial, y a pesar de la independencia de los capítulos, las bibliotecas se nos revelan como cuerpo de memorias. Pero no se trata tan solo de cuerpos intelectuales o emocionales. Son cuerpos tan lúdicos como de riesgo.
Halfon elige el camino difícil. No se regodea en ningún eufemismo, evade todo tipo de cursilería y demagogia, incluso se permite ironizar y hasta reírse de los que banalizan y automatizan la siempre incómoda, angustiante e incompleta experiencia de leer, y lo mismo la de escribir. Nos recuerda un ABC de los más olvidados en este tiempo: “no es lo mismo escribir que ser escritor”.
La voz del autor guatemalteco aparece primero como la de un curador de anécdotas y reflexiones alrededor de diversas bibliotecas familiares, de amigos y celebridades literarias. El rescate de historias parece construir simplemente belleza y sensibilidad, con la complejidad que esa simplicidad advierte, pero avanzando las páginas la perspectiva se amplifica con nuevos pliegues, la selección compartida pierde toda inocencia y ya ninguna historia viste el traje elegante de la casualidad. Lo dicho, una voz a conciencia que empieza a hacerse oír para nosotros entre los libros de una tía abuela de 99 años, recién fallida, que deja como herencia una biblioteca sionista.
Así, entre lo confesional y testimonial, y a pesar de la independencia de los capítulos, las bibliotecas se nos revelan como cuerpo de memorias. Pero no se trata tan solo de cuerpos intelectuales o emocionales. Son cuerpos tan lúdicos como de riesgo. La memoria, que “ante todo, es caprichosa”, reina todo ese campo oculto de lo que entendemos (o desentendemos, mejor dicho) como deseo. Como todo cuerpo. Como toda biblioteca.
Desde esa curva implícita es que este libro golpea e ilumina las esquinas políticas y culturales de la escritura y la lectura, y no solo por ese reconocimiento soberano a todas las caras que tiene el idioma español latinoamericano. Un reconocimiento fortalecido en un anhelo imposible por momentos: déjennos ser todo lo latinoamericanos que somos. O, más bien, que nos empujan a ser. Porque toda memoria que es hija de la colonización, del imperialismo, de persecuciones políticas, religiosas o de raza, de genocidios es una memoria que se hace, no que nace. Por eso, Biblioteca bizarra también se acomoda como un trabajo necesario cuando recupera historias de escritores desaparecidos, exilios propios y ajenos, y afila su ADN afirmando que la publicación póstuma del autor exiliado es “el más extremo de los exilios”.
Páginas anteriores, Eduardo Halfon elige contarnos un encuentro en Bogotá con los que allá llaman “los desechables, porque ya no sirven para nada”. Es algo irónico que los olvidados tengan en cada lugar del mundo un nombre distinto para ser nombrados cuando nadie los mira, o no tan irónico cuando la nómina implica una identificación y otra manera de control poblacional, de mantener el margen ahí. Este capítulo es tan fuerte como imprevisto. Los desechables aportan una tercera voz que aparece, en realidad, como una sola, única, que se mezcla y nos envuelve hasta que, como puntadas filosas, nos tensamos con las preguntas que ellos van haciendo y caen sueltas entre párrafos. Preguntas al hueso que los desechables formulan con una visión iluminada y el don de desarticular los lugares comunes, que no son comunes para ellos, y así, exponer las limitaciones más íntimas del acto de escribir, de leer, y por qué no, del goce de coleccionar memorias en estantes.
Desde esa curva implícita es que este libro golpea e ilumina las esquinas políticas y culturales de la escritura y la lectura, y no solo por ese reconocimiento soberano a todas las caras que tiene el idioma español latinoamericano.
Pero esas limitaciones rápidamente encuentran su salida de emergencia, como toda implosión. Y es justamente con una pregunta que se destaca, que sobresale como un faro, aunque también podría utilizarse como GPS iniciático, y sin ser recíproca funciona muy bien como un continuado de otros pasajes del libro, con advertencias como “Teclear no es escribir, que escribir está mucho más cercano a la música, a respirar, a caminar sobre el agua”, pero, sobre todo, o ante todo, la pregunta del desechable sobresale porque toca la raíz de la memoria, la raíz que avisa el grado vital y presente de la memoria, y por eso, funciona esencialmente como una kryptonita de negacionismos: “¿Y usted a quién honra cuando escribe?”.