El libro «Parques» de Sergio Delgado, publicado por la UNL, es inclasificable, una mezcla de ensayo y novela, prosa poética y crónica. Sobre su obra y reflexiones, Fabián Herrero lo entrevistó para «La Vanguardia».
Sergio Delgado nació en Santa Fe en 1961 y desde 1999 vive en Francia. Es Doctor en Letras de la Universidad de Rennes 2 Alta Bretaña con una tesis (que esperamos se publique pronto) sobre el poeta Juan L. Ortíz: La poétique de Juan L. Ortiz. Langage, Paysage, Visage (2003). Desde 2010 dirige la hermosa colección El país del sauce, Universidad Nacional de Entre Ríos y Universidad Nacional del Litoral, proyecto de ediciones críticas de obras fundamentales del patrimonio cultural de la región definida por la cuenca de los ríos Paraná y Uruguay. Actualmente es profesor de la Universidad de Paris Este-Créteil. Su producción es tan variada como abundante, novelas, cuentos, trabajos críticos. Tuvo a su cargo ediciones de obras de Mateo Booz, Juan Manuel Inchauspe, Juan José Manauta, Juan L. Ortíz, José Pedroni, Juan José Saer y Amaro Villanueva. Entre sus últimas novelas, quisiera destacar El corazón de la manzana (2009), Al Alba (2011) y La sobrina (2019). La presente entrevista se realizó entre los meses de agosto y setiembre. Centra su foco de atención en su último libro, Parques, editado por UNL en 2021. Mi experiencia fue en verdad maravillosa, porque me permitió conocer una persona sumamente humana (en el sentido que Cesar Vallejo le daba al vocablo). Pero también, en su lado más sensible y afectivo, pasear tanto por los parques franceses y santafesino como por algunos sitios que llevan el aroma del aire y de la tierra de mi infancia y juventud.
Sergio, me gustaría comenzar por el origen y las intenciones de Parques. A mi primera vista resulta un libro inclasificable, se habla de tres ensayos, se reflexiona sobre la novela, la poesía, la crónica, emergen figuras disimiles de escritor, Cronista, Novelista, Poeta. ¿Qué podes contarnos al respecto?
Tenés razón. Es un libro “inclasificable” incluso entre todas las cosas que escribí, que pueden definirse con relativa facilidad, creo, como ensayos, novelas o cuentos. Parques, en cambio, es un poco todo eso y otras cosas más. Supongo que su concepción, que abarca un arco de más de diez años, colaboró con la definición de mi manera de escribir. Quiero creer que se parece a lo que estoy escribiendo ahora o que terminará pareciéndose a lo que escribiré en el futuro. No puedo saberlo en este momento, pero el proceso me interesa.
Para mí ha sido una experiencia singular desde el comienzo. Es la única vez que escribí “por encargo”, lo que de por sí es todo un acontecimiento en mi vida, dado que siempre hice lo que quise, es decir que siempre escribí desde mis intuiciones y deseos, sin plantearme demasiadas preguntas respecto al destino de ese escrito. Con esto no pretendo siquiera ser original, dado que sigo el camino de los escritores que admiro. A mediados de 2008, Oscar Taborda, director de la Editorial Municipal de Rosario, me invitó a participar de una colección que se estaba creando, la “naranja”. Es una colección que presenta crónicas sobre lugares acompañadas con fotografías. Había que acomodarse a un género e incluso a un formato. Con mucha libertad, naturalmente, pero en ese marco. El pedido coincidió además con que en ese momento tenía programado un viaje a Santa Fe, mi ciudad, y la propuesta se acordaba en cierto modo con la manera como trabajo, con anotaciones sueltas, generalmente en cuadernos, sobre lugares, personas y objetos, y sacando fotos. Es una tarea de recolección que vengo haciendo desde hace muchos años, sin ningún objetivo preciso, por el placer de llenar cuadernos. Así se hizo Parque del sur, un librito que siempre clasifiqué, cuando se me pide un CV, como “crónica” y donde hay un personaje principal que se llama Cronista.
Diez años después, en 2018, Ivana Tosti, directora de la editorial de la UNL, me propone volver a publicar Parques del sur en una colección que se estaba creando y que se llama “Lugares”. Acepté de inmediato y le contrapropuse la incorporación de dos “parques”, de dos ciudades donde había vivido, Lorient y París, y sobre los cuales tenía mucho material acumulado. Aceptó y me puse a trabajar, prolongando en realidad el mismo dispositivo, con el recurso a mis cuadernos, mis notas y mis fotos, e imaginando dos respectivos personajes principales: Novelista y Poeta. Trabajé en el libro durante casi dos años y el “tríptico” fue armándose de manera conjunta, como un retablo laico, releyendo el primer parque y escribiendo sobre los otros dos. La composición, que es un agregado de fragmento, también se mantiene. Y en definitiva se van incorporando elementos a medida que el relato progresa, como un viaje: miradas, perspectivas, géneros, árboles, hojas. Lo que se encuentra. Supongo, al menos algunos lectores me lo sugirieron, que el libro puede leerse como crónica, pero también como prosa poética y quizás como una novela.
«El parque es el lugar donde la Naturaleza, como absoluto, se vuelve algo concreto, se domestica. Con la ayuda, entre otras, de ciencias como la geometría, la arquitectura y la botánica».
Los sentidos del vocablo “Parques” parecen ser múltiples. Por ejemplo, señalás que es “un espacio de todos y de nadie” (p. 90) y , en otros momentos, afirmás que allí se conserva la memoria de los juegos de la infancia. Podés, por favor, explicar estos sentidos que atraviesan tiempos, espacios, pero también referencias personales y colectivas.
Desde hace algunos años vengo estudiando la llamada “teoría del paisaje”, que no es más que una prolongación de la reflexión moderna sobre el problema de la mirada. El paisaje es uno de los temas de mi tesis doctoral, sobre la poética de Juan L. Ortiz, que no publiqué todavía, pero cuyas ideas principales se encuentran, dispersas, en las introducciones y notas a las ediciones de su poesía que tuve la suerte de preparar. Pienso ahora en la del poema El Gualeguay, donde el río es el eje de una particular concepción del territorio como “jardín”. El río Gualeguay es un río personal, íntimo, con el cual el poeta ha compartido momentos muy especiales, en presencia o ausencia, a lo largo de toda la vida. Y al mismo tiempo es un río colectivo, aunque provincial. Es cierto que no puede competir con los imponentes Paraná y Uruguay que definen esa provincia de “entre ríos”, pero sin embargo es un testigo privilegiado del territorio, que atraviesa de punta a punta, y puede brindar su versión de la historia. Un testigo menor, que no se propone escribir la “gran historia”, pero que ha asistido al nacimiento del país como desde adentro, conociendo los hechos y sus protagonistas desde su origen. Cuando Ortiz habla de “jardín”, “país” o “parque”, combina, en toda su complejidad estas dimensiones individuales y colectivas de la memoria.
Con todo jardín, parque, plaza, ocurre lo mismo que ocurre con un territorio provincial o nacional. Es un espacio en el que los miembros de una comunidad en formación, de manera personal o colectiva, han ido depositado un tiempo importante de sus vidas. El parque es el lugar donde la Naturaleza, como absoluto, se vuelve algo concreto, se domestica. Con la ayuda, entre otras, de ciencias como la geometría, la arquitectura y la botánica. Cuando se talla un pino como un cono o como un cubo, cuando se produce un vacío o un desierto (como ensaya la paisajística japonesa, por ejemplo), o cuando se simula el estado salvaje (como sucede con los jardines “a la inglesa”), se prepara el escenario para un encuentro o una evasión. Es la demostración concreta de la famosa apuesta de Oscar Wilde, de que la naturaleza imita al arte. La historia de la pintura, en su extensa representación de paisajes, enseña a modelar la naturaleza. Y el espectador, que visita cualquier parque, ha sido educado por esa extensa representación iconográfica. Ve lo que le muestran y descubre su mirada. Domesticar la naturaleza es una experiencia dinámica, que se produce en el tiempo y en el espacio. A pesar de que existe una tradición milenaria, en Occidente y en Oriente, del diseño paisajístico, en cada lugar que se instala un jardín, un parque o una plaza, se produce una experiencia nueva. Si acaso antes existía un río, una colina o una planicie, este parque, el de mi barrio y mi ciudad, a cuyo diseño incorporo mi experiencia, produce siempre algo único, puntual, intransferible.
En el libro se reiteran las menciones de cuaderno de notas, fotografías, incluso hay un hermoso poema, también hay reflexiones sobre el trabajo de poeta (p. 147). También señalás que el hilo de la escritura se resuelve en la escritura (p. 88). Afirmación que me hizo acordar a una conversación que mantuve hace muchos años con Beatriz Sarlo, quien justamente me decía que lo que escribía básicamente lo resolvía escribiendo. ¿Se puede decir que el libro se fue haciendo en ese doble recorrido de pasear y escribir?
Me gusta la idea de pensar la escritura como un paseo. Y quiero creer que cada viajero tiene su manera de viajar. Pero todos sabemos que incluso el viajero más experimentado, cuando viaja, sólo puede tomar notas. El relato se escribe cuando se llega a destino. Ahí se arma ese rompecabezas. El recurso de Victor Hugo, en su libro sobre el Rhin, copiado por Sarmiento en sus Viajes, de escribir cartas hacia atrás, es decir al lugar desde donde se partió, como deshaciendo el viaje permanentemente, es un recurso tramposo. Las cartas, como las notas, deben luego ser recogidas para armar el libro. En mi caso, como vos lo señalás, cuando trabajo en el armado de un libro, acumulo materiales diversos durante un cierto tiempo, metódica y caóticamente, pero la escritura se resuelve cuando encuentro el “hilo” que los une y me conduce del principio al fin. Hubo antes visitas, varias visitas, a esos parques, una convivencia incluso, pero el relato sobre el parque se escribe de regreso, entre la pérdida y la recuperación, entre la nostalgia y el confort del abrigo.
Los lugares, como los cuadernos, son reales, pero están modelados por la imaginación. Ir de la crónica a la novela me permite esa libertad. Aunque haya referentes muy concretos, incluso para algunos personajes, no son más que un punto de partida. Y muchos personajes no existieron nunca como personas. O existen en otro plano de la realidad. Es el caso de Poeta, que viene de un personaje de Los cerezos, una novela que estoy escribiendo (que quizás termine de escribir algún día), pero con otro nombre. Existen los tres lugares que brindan el motivo al libro: el parque del sur en Santa Fe, el parc du Venzu en Lorient y el Square Le Gall en París. Existen en una determinada realidad, pero son evocados a partir de mi memoria. No volví a visitar esos lugares mientras escribía el libro. Reflejan ciudades donde viví y vivo, pero mientras escribía sobre ellos no eran un espacio vivido. Los lugares evolucionan, como los personajes, a medida que avanza el proceso de escritura.
Tiendo a trabajar como un novelista, es decir que mi materia prima es siempre la realidad. No se puede trabajar exclusivamente con la imaginación, aunque más no sea porque la imaginación forma parte de nuestra comprensión de la realidad. Pero ninguna realidad es tampoco algo inmóvil. Se modela cuando la escritura pone en marcha sus dispositivos. Lo mejor que nos puede pasar es ser consciente del problema. Alguna vez escribí o dije que habría que hablar más de «realismos» (en plural) que de «realismo». Quiero decir que estoy convencido de que cada novelista trabaja la realidad a su manera. Esto se ve con la representación de lugares y personas.
Toda descripción de un lugar invita a la participación del lector que debe completar lo presentado con sus propias imágenes y recuerdo. Todo retrato de personaje, incluso el más realista, se hace desde una perspectiva y en una situación determinadas. Inocencio X está sentado, Felipe IV de pie con una coraza, etc. No creo en el modelo balzaciano de la reaparición de personajes. En todo caso soy consciente de que es un dispositivo tramposo: las personas envejecen, los personajes no. Obligarse a repetir personajes es un condicionamiento que personalmente no podría soportar. Nunca retomo el nombre de un personaje, pero sin embargo me gusta jugar con las semejanzas. Muchos personajes se parecen a otros, como nos sucede en la vida, cuando encontramos por primera vez a una persona, que nuestra primera reacción es compararla con alguien conocido. Muchos personajes están inspirados, muy lejanamente, aunque tiene también algo de homenaje, en amigos o personas conocidas. Acepto el desafío de la celebración.
Volviendo a tu pregunta, entonces, efectivamente, como decís, hay una relación incesante entre paseo y escritura. Es importante estar preparado para un paseo (en mi caso con una determinada estructura de trabajo) pero es importante también dejarse sorprender. Que lo desconocido emerja dentro de lo conocido. Es lo que ocurre con los lugares, las personas y el lenguaje. Un adverbio o un adjetivo pueden cambiar nuestra manera de mirar.
«Me gusta la idea de pensar la escritura como un paseo. Y quiero creer que cada viajero tiene su manera de viajar. Pero todos sabemos que incluso el viajero más experimentado, cuando viaja, sólo puede tomar notas. El relato se escribe cuando se llega a destino. Ahí se arma ese rompecabezas».
En el libro contás una experiencia de caminata por calles de tu infancia, advirtiendo que todo ha cambiado, salvo algunas cosas (p. 36). Es como si te vistieras con el traje de un testigo participante, recorres tu (o nuestra) propia ciudad viendo como Todo lo sólido se desvanece en el aire, ese hermoso libro de Marshall Berman donde cita a Marx para definir la vida en la modernidad. Podés por favor contarnos sobre esta experiencia donde se mezcla el paso del tiempo, los sentimientos, la nostalgia y el presente.
No conocía el libro de Marshall Berman, lo que es imperdonable, hasta que me lo mencionaste. Estoy modelado por la literatura, la sociología y la filosofía europeas, lo que casi podría definirse como una deformación profesional, y te agradezco el dato que me saca de mis rutinas de lectura. Estoy leyendo Todo lo sólido se desvanece en el aire en estos días y me atrapó desde el comienzo, desde su dedicatoria, al hijo del autor, muerto a la edad de 5 años. Descubro que el libro, entre otras cosas, está modelado en la idea de que los seres que viven felices en un lugar, como era el caso de su hijo, pueden ser “los más vulnerables a los demonios que lo rondan”. Es una excelente definición de la modernidad. Todos los padres compartimos ese sentimiento. Es algo que está lejos y sin embargo es inminente. El estado de bienestar es una de las utopías de la modernidad más moderna y también una de sus ilusiones más torpes. Leo, concretamente: “la idea de que la rutina cotidiana de los parques y las bicicletas, de las compras de las comidas y las limpiezas, de los abrazos y besos habituales, puede ser no sólo infinitamente gozosa y bella sino también infinitamente precaria y frágil”.
Me gusta pensar que la salida a un parque sea, en nuestras actuales ciudades modernas, una de las primeras experiencias que hace un niño en el mundo exterior. Un parque debe ser un lugar seguro, donde la naturaleza y lo salvaje estén controlados, como decía anteriormente, pero no existe la seguridad total en ningún lado. Todo niño es la prueba de fuego de una época, en este caso del mundo moderno o pos-moderno en el que vivimos. En el mundo de nuestros abuelos o bisabuelos, es el caso al menos de mi familia de origen italiano, siempre había niños muertos a la edad de tres, cuatro o cinco años. Hoy, afortunadamente, la situación ha cambiado, al menos desde un punto de vista estadístico. No desde un punto de vista imaginario. Parques comienza con una cita del Pulgarcito de Perrault. Ya no vivimos en un mundo donde los padres acuciados por el hambre abandonaban a sus hijos en el bosque. Sin embargo, ese mundo no es imposible hoy en día. Serán necesarios milenios para llegar a desmontar el sentimiento de fragilidad que renace con todo niño.
En este sentido, cuando uno sale a la calle recuerda inexorablemente, de manera consciente o inconsciente, el momento en el que se salió por primera vez de la casa; cuando se va a un parque, renovamos nuestras primeras experiencias con la naturaleza. Así ejercitamos –es al menos mi ilusión–, este estado de “testigo participante” que vos mencionás, donde el pasado se actualiza permanentemente. En la calle y en los parques de nuestras ciudades nuestros pasos se confunden con los de tantas personas que los transitaron anteriormente. No es un pasado remoto, es el pasado de nuestra cultura. Una calle se trazó en algún momento por primera vez; un parque emergió un día concreto. Allí nace nuestra mirada presente pero también nuestra historia.
Tiendo a creer que, con la escritura, con la literatura, las cosas suceden de la misma manera. Paseamos, pensamos, leemos y escribimos más en las calles y los parques que en los escritorios. El escritor más sedentario (pienso ahora en Proust) alguna vez salió de su casa. En todo caso propongo como ejercicio poner de relieve esta dimensión de nuestra mirada “en el paso del tiempo” (retomo tus palabras). Es lo que sucede incluso con la mirada más acostumbrada a un lugar, que casi no mira el espacio que atraviesa. Basta con que ocurra un accidente, un desliz, un descuido, una desviación, para que comprendamos el sentido de nuestra participación, de nuestra condición provisoria.
En Parque del Sur describís el lago bellamente: “No está muerto: desfallece de tristeza”, y, más adelante, afirmás que es “una gran orilla melancólica” (p. 51). A tus ojos, no son aguas muertas, pero siempre están en vía de serlo. Como santafesino siempre tuve una sensación similar y, al mismo tiempo, parece toda una imagen de la vida de Santa Fe, por lo menos en algunos años que he vivido allí. Una ciudad que no parece estar, que parece no arrancar nunca, quizás, como señalás, una “ciudad doble” (p. 61), esa imagen de la ciudad fundada dos veces.
Supongo que todo habitante de una ciudad la ama y odia profundamente, y sin descanso. Le pasa a un santafesino y también a un parisino. El visitante tiene en cambio una imagen de paso, necesariamente fantasiosa. El que vive o vivió en una ciudad, sobre todo el que nació en ella, tiene una imagen modelada por su propio inicio en la percepción. Y esto es maravilloso: es en ese lugar que las luces, los olores, las texturas se sienten de esa manera tan particular. Aunque uno se vaya de su ciudad y vuelva al cabo de un cierto tiempo para percibir cómo muchas cosas cambiaron, siempre hay algo que no cambia, que nos identifica, que nos muestra que ahí se encuentra una de las claves de nuestro origen. Supongo que el habitante de una ciudad como Santa Fe, construida sobre el fracaso, que debió ser fundada dos veces y que vive siempre en permanente re-fundación, esta experiencia tiene un relieve singular. No es el único caso. Con Roma, casas más, casas menos, ocurre exactamente lo mismo. Quizás estoy exagerando. Habría que preguntarle a los romanos. En definitiva, sólo puedo hablar desde lo que conozco, desde mi experiencia.
Uno de los objetivos de mi literatura es explorar esas perplejidades. Algunos motivos me ayudan. Es el caso por ejemplo del lago del parque del sur. En su momento fue un río, pero fue amputado, como un apéndice, y se convirtió en agua estancada. Hay un sistema de bombeo que trata de renovarla, pero el lago agoniza desde su inicio, sin solución. A mí esto me fascina. No sé por qué. Cuando nadaba en ese lago, fue allí donde aprendí a nadar, siempre me sorprendió el olor de sus aguas. Puedo casi sentirlo ahora mismo en el paladar de mi olfato. Aguas para nada cristalinas pero que tenían un olor singular, que quedaba impregnado en mi piel y en mis cabellos. Una vez el lago fue invadido por unas algas venenosas y hubo un verano de mi infancia, de los más tristes de mi vida, en que nadie se podía bañar. De la misma manera me fascinan los restos de la llamada “Catedral nueva”, detenida a medio camino, a medio hacer. En cualquier momento un obispo o un intendente influyente asumirá el desafío de terminar esa catedral. Pero eso no cambiará en nada el sentimiento de “inconclusión” con que nacimos muchos santafesinos.
Descubro, en las ciudades francesas donde he vivido, y en los parques que evoco, que cada espacio requiere de una arqueología propia. En el Venzu hay un arroyo oculto, que es el que su nombre al parque, que sigue circulando entre la vergüenza y el olvido. En el Square Le Gall hay una isla, la “isla de los monos”, que desapareció para siempre. La nostalgia es incansable.
«Tiendo a creer que, con la escritura, con la literatura, las cosas suceden de la misma manera. Paseamos, pensamos, leemos y escribimos más en las calles y los parques que en los escritorios. El escritor más sedentario (pienso ahora en Proust) alguna vez salió de su casa».
En varias ocasiones contás sucesos, leyendas, historias, donde lo autobiográfico se desplaza a la historia del imaginario público. Me refiero a cuestiones muy distintas como la historia de Martin pescador de Rio Negro, la anécdota (que no conocía) de la calle “jotajotapaso”, o la más divulgada de la mesa del tigre. Algo similar ocurre con los sucesos de violencia política. En Santa Fe mencionas a sitios del proceso militar, y, en Francia, un lugar donde hubo actividad nazi. En algunos momentos de tu libro se presenta un subsuelo en esos parques, donde arriba parecen jugar niños (tu propia infancia) y en los alrededores parecen pasear los lobos de la historia.
Es así. Como decía anteriormente, me fascina trabajar con materiales muy distintos, con esas capas superpuestas de tiempo que se depositan en cada lugar y que interactúan permanentemente. La particularidad de los parques, en el seno de una ciudad, es que intentan incorporar una cierta cuota de exotismo. Esto se ve sobre todo en las plantas y árboles que no son autóctonos. Al cabo de tantas migraciones, ¿qué árbol o persona es hoy de un lugar de manera pura?
Me fascina la personalidad de Engelbert Kaempfer, naturalista y viajero alemán que visitó Siam, China y Japón en el siglo XVII. Lo menciono en Parques, en El paraíso (un libro inédito que no tiene veleidades ontológicas: habla de un árbol de “paraíso) y en Los cerezos que estoy escribiendo. Este sí es un personaje que reaparece.
Fue Kaemper quien “descubrió” en Oriente especies como el Gingko Biloba o los cerezos ornamentales y los llevó a Europa. Estos y otros árboles “exóticos” pueblan hoy los parques del mundo entero. Sin su trabajo, Engels y Marx no hubieran podido referirse, en La ideología alemana, a la llegada de los cerezos a su tierra a fines del siglo XVII o principios del XVIII. Engels y Marx proponen a los cerezos como ejemplo de los cambios que los hombres pueden producir en su propio medio social y cultural y permitiendo así la conocida réplica de Cornelius Castoriadis, en Las encrucijadas del laberinto, quien sostiene, contra la afirmación de Engels y Marx, que al trasplantar los hombres un árbol exótico, incorporándolo a su nuevo entorno, no pueden trasplantar la tierra ni el cielo, con su sol, su luna y sus estrellas, tan decisivos en la edificación de un lugar determinado. Hay que tener en cuenta, finalmente, para cerrar este abanico de más de trescientos años, que tanto Kaempfer, Engels, Marx, como Castoriadis se encontraban, al referirse a los cerezos, lejos de sus respectivos países natales. La modulación de todo paisaje y la comprensión de su nostalgia, puesto que en definitiva la herramienta utilizada en estos casos es más la palabra que la visión, terminan siendo siempre realidades imaginarias.
En Par de Venzu, aparece la figura del novelista. Reflexionas sobre su tarea, por ejemplo, si es más útil hablar de impulso o de inspiración. Al mismo tiempo, el final de Parque del Sur, bien puede ser leído como una novela, cuando señalas, como si, parque y ciudad, fueran dos personajes: “el parque es algo viviente: está ganando, aunque no sea de manera provisoria, la partida contra la ciudad y avanza sobre la manzana”.
Tu observación me sorprende, me desestabiliza y al mismo tiempo me reconforta. Dije anteriormente que es el proceso de trabajo lo que hace evolucionar el discurso desde la crónica hacia la novela o la poesía. Ahora vos decís que ese elemento novelístico ya estaba en el principio. Es probable. En todo caso, como se ve, no soy la persona más indicada para observar estas cosas.
«Aunque uno se vaya de su ciudad y vuelva al cabo de un cierto tiempo para percibir cómo muchas cosas cambiaron, siempre hay algo que no cambia, que nos identifica, que nos muestra que ahí se encuentra una de las claves de nuestro origen».
Sergio, como lector, no puedo terminar esta entrevista sin dejar de formularte la pregunta que vos nos haces en el libro: “¿Qué hace un novelista cuando no escribe novelas?” (p. 137).
Debería exclamar “touché”, como los esgrimistas, porque tocaste un punto sensible del libro, de mi vida entera. No me propuse resolver esta pregunta. Sólo plantearla. La literatura, para Henri Meschonnic es “una pregunta sin respuesta”. Tiene valor como pregunta en tanto permanece sin resolverse. Como el problema de la cuadratura del círculo o el teorema de Fermat. Hay soluciones posibles pero ninguna concluyente. Un novelista, al menos el novelista que creo ser, concibe su arte en todo momento, sobre todo en las situaciones más inesperadas. Es lo opuesto a un empleado público. Aunque es cierto que muchos artistas e intelectuales no son más que meros burócratas. En la escena que oficialmente se reconoce como “escribir”, que muchas películas o fotografías dramatizan, esa donde se ve a un escritor con los pelos revueltos, sentado en su escritorio rodeado de libros y papeles (en algunos casos ceniceros llenos de colillas o vasos vacíos o semi-vacíos), no es necesariamente el espacio donde una novela se concibe. Las ideas y los materiales se recolectan en los lugares y situaciones más imprevisibles. Es imposible definir entonces ese escenario. Nos puede ocurrir caminando o durmiendo, por ejemplo. Los surrealistas hacían la broma de poner en sus dormitorios el cartel de “hombre trabajando”. Pero no es exclusivamente de los sueños que se tejen las historias. Tampoco estoy diciendo que el arte debe nutrirse exclusivamente de la experiencia, de “la vida” (como si pudiera haber algo en el mundo existente al margen de lo vivido), sobre todo si se trata de experiencias extremas, por ejemplos con drogas, como proponían los escritores beat. Es en el sueño, en los estados de alineación, en los encuentros con personas, pero también caminando por las calles de una ciudad o sentados en el banco de un parque que una novela se escribe. Entonces: ¿qué hace un novelista cuando no escribe novela? Me digo que, si acaso existe esta posibilidad de no-escritura, sería en todo caso utópica, porque un novelista escribe siempre. Por eso abundan las novelas inconclusas. Son como una suerte de fatalidad. Pienso en este momento en ejemplos tan distintos, y complementarios, como los de Flaubert y Saer. ¿Qué podían hacer, hasta el último aliento, sino tratar de terminar una novela? Ignoro si alguien se ha planteado este problema teórico. Si no es el caso, habría que comenzar, aunque más no fuera por divertimento, dado que un problema sin solución.