El escritor Daniel Freidemberg lleva décadas dedicado a la poesía, sus reflexiones así lo atestiguan. Desde sus propios libros hasta la experiencia, no exenta de contradicciones y polémicas, del «Diario de Poesía», conversó con Fabián Herrero.
Daniel Freidemberg, es uno de los referentes de la poesía Argentina. Hasta 2005 integró el Consejo de Dirección de Diario de Poesía, en cuya fundación participó en 1986. Sus libros fueron publicados en distintas décadas. Señalo algunos de ellos: Blues del que vuelve solo a casa (1973), Diario en la crisis (1986), Lo espeso real (1996), La sonatita que haga fondo al caos. Antología (1998), Cantos en la mañana vil (2001), En la resaca (2007). La editorial Barnacle editó sus últimos dos libros: Abril (2016) y Un hilo naranja (2021). Posee una extensa producción crítica y ensayística en diarios, revistas y libros y recibió La Rosa de Cobre a la trayectoria poética que otorga la Biblioteca Nacional.
Coordinó varios talleres literarios y, vale decirlo, aquellos que hemos participado de algunos de ellos lo recordamos como un gran maestro. Tuve la oportunidad de participar en el que dictó en la Librería Fausto de Buenos Aires. En conversación para La Vanguardia recorrimos diferentes aspectos de su labor como poeta y su participación como miembro de la revista Diario de Poesía.
Daniel, me gustaría comenzar esta entrevista por la tarea del oficio del poeta. Podés contarnos, por favor, si sos de escribir mucho o poco, cómo es el trabajo de corrección, si reescribís después de publicar. Pero también, si tenés momentos especiales de escritura: Gola siempre dijo que la mañana es el mejor momento, Inchauspe la noche.
Se dan rachas de producción continua, a veces, cuando engancho con alguna obsesión, y me largo entonces a anotar imágenes, frases, ideas, o poemas enteros, cuando vienen, no importa la hora o dónde, caminando en la calle o en el colectivo o en el taxi, o viendo TV, o mientras escribo o leo otras cosas, primero en libretas y de ahí al Word. No pasa con frecuencia: hay períodos de sequía y suelen durar. La mayor parte de lo anotado la voy guardando para un posterior armado, cuando pueda, o una revisión, que no siempre llegan. Corrijo mucho, de algunos poemas tengo decenas de versiones, siempre buscando que suenen “como recién nacidos”. A veces corrijo poemas y libros ya publicados. Pasó con En la resaca: aunque la recepción que tuvo fue muy buena, no quedé conforme hasta conseguir seis o siete años después una “edición definitiva”, que saldrá dentro de poco. Manías de obsesivo, que algo tienen que ver con la responsabilidad y algo también con una autoexigencia patológica, un miedo a quedar en falta.
«Corrijo mucho, de algunos poemas tengo decenas de versiones, siempre buscando que suenen “como recién nacidos”. A veces corrijo poemas y libros ya publicados».
Hay autores que nos marcan en distintas épocas. Si no me equivoco, creo que Juan Gelman es alguien que mencionás generalmente. ¿Cuáles son las lecturas de poetas que hoy te parecen importantes a la hora de disfrutar o bien de pensar tu propia poesía?
A la hora de disfrutar, sigue estando Gelman, con sobrados motivos. Y, antes que cualquier otro, Vallejo, al que siempre estoy leyendo por primera vez. Después, bueno… el gran cuarteto norteamericano –Pound, Eliot, Williams, Stevens−, y de ahí en adelante una lista enorme, gracias a Dios: Montale, Ortiz, Levertov, Bandeira, Cummings, Giannuzzi, Bonnefoy, Madariaga, Neruda, Ponge, García Marruz, Leónidas Lamborghini, San Juan, Celan, Szymborska, Urondo, Lorca, Pessoa, Rojas, Bustriazo, Rilke, Oliva, Quevedo, Rimbaud, Brodsky, Martí, Kerouac, Padeletti y siguen las firmas. Y unas cuantas muy buenas propuestas poéticas que desde hace diez o quince años veo surgiendo en Argentina, Chile, Perú y México. Muy particularmente me interesa la poesía que se está escribiendo en Estados Unidos: Rae Armantrout, Ben Lerner, Kay Ryan, Forrest Gander, Robin Myers, Mary Jo Bang.
¿Y a la de pensar mi poesía? No sé… hay poemas que escribí teniendo en mente a Levertov, a Gelman, a Stevens, a Juarroz, a algunos amigos cercanos, a Lamborghini, a Giannuzzi, a Vallejo, a Girri, incluso a algún texto en prosa de Saer, pero a mi poesía no la pienso en relación a ningún poeta. Mejor dicho, trato de no pensarla, porque, si lo hago, no escribo más.
De las lecturas que se han hecho de tus libros, escritas o conversadas, ¿qué cosas te han hecho pensar sobre ellos y quiénes son los lectores que mejor te interpretan?
Primero que nada, el trabajo de Nicolás Rosa sobre Lo espeso real. “La poesía de Freidemberg es una predicación de lo real”, escribió Nicolás, y fue definitivo. No estoy seguro de haber entendido bien todo, porque es un texto muy a lo Rosa, pero ahí advertí cuál es la cuestión: el trabajo sobre la imposibilidad de acceder al mundo real, el sostener la escritura en la conciencia de que nuestras palabras son insuficientes.
Pero también supe, y lo agradezco mucho, que logré algunas cosas que no sabía si iba a poder lograr, e incluso otras que ni sospechaba, por lo que escribieron o dijeron, entre otros, Fogwill, Daniel Samoilovich, Susana Cella, León Batista, Ezequiel Zaidenwerg, Jonio González, Víctor Mendiola, Pablo Ananía, Fernando Molle, Horacio González, Esteban Moore, Ignacio Uranga, y en especial –fueron para mí las lecturas más iluminadoras, además de la de Nicolás– Diego Bentivegna, Carlos Schilling, Diego L. García y Diego Colomba (el predominio de diegos es casualidad, o indicio de una pertenencia generacional).
Hay una línea de poetas que centran su obra o bien hacen referencias a la realidad del lugar donde nacieron o bien aquella donde transcurre su infancia o su adolescencia. Si bien vos naciste en el Chaco y viviste allí y, luego, en Mar del Plata, en tus poemas, por los menos los que he leído, creo que hacen alusión siempre a la ciudad de Buenos Aires, son como muy urbanos, ¿no?
Escribo sobre lo que me suscita escritura poética. Mar del Plata y Resistencia están a fondo asentadas en mi historia, no me producen extrañeza. La extrañeza tiene que ver, supongo, con que algo no alcanza a completarse. Algo no cierra, y ahí es que aparece la escritura. No sé si el interés en lo urbano no viene de que en el origen de mi relación con la poesía está Raúl González Tuñón, que viene de Baudelaire, que inventó la poesía de la ciudad moderna. Como sea, es la realidad concreta que vivo, que me desafía, la que me produce extrañeza, y por lo tanto escritura. Fijate que escribo sobre la pared descascarada de enfrente, sobre un charquito en la vereda, un cartel en el subte, el temblor de la rama del fresno, una paloma aplastada en el pavimento, las chafalonías en la vidriera de un negocio de artículos religiosos, un homeless durmiendo que no sé si respira o no. Me atrae la posible poeticidad de “lo que está ahí”, como a Williams o Basho o Kiarostami o Perec o Saer. O Tuñón, o Baudelaire. No en el sentido de “escribir con lo que hay”, que me parece una coartada conformista, sino al revés: lo que habría, para decirlo pomposamente, de “sagrado” en cualquier cosa. ¿“Sagrado” sería lo que suscita extrañeza? ¿“Extrañeza” sería infinitud de sentido, irreductibilidad?
Fuiste uno de los integrantes importantes de Diario de poesía, que, no tengo duda, marco todo un periodo en la poesía argentina. ¿Cómo fue tu ingreso a la revista ¿Cómo era el funcionamiento interno?
Me invitó Daniel Samoilovich, un tipo al que hay mucho que agradecerle, al que no solamente le debemos la creación de la revista sino el haberla sostenido durante tantos años, empezando por lo económico: si el Diario fue lo que fue es porque había un importante soporte económico detrás, que además en lo económico fue a pura pérdida casi siempre. La idea era hacer algo que nunca se había hecho acá, una revista de poesía dirigida a lectores que no necesariamente formaran parte del “mundillo poético”. Conseguir eso sin ceder en calidad: una apuesta enorme. Ninguna concesión a lo facilongo del consumo masivo y a la vez ofrecer un producto atractivo, que no espantara al “lector no especializado”, por ejemplo apelando a la experiencia en el periodismo que teníamos él y yo. Dudé al principio, porque yo venía de otro palo y en esos años, los de la postdictadura, estaba como turco en la neblina. Del grupo sólo conocía a Elvio Gandolfo, que se fue casi enseguida, y a Jorge Fondebrider. Sí era amigo de Jorge Aulicino, que entró más tarde y no estuvo mucho tiempo, y un poco los conocía a Mirta Rosenberg y Ricardo Ibarlucía, que también entraron más tarde, pero con el ambiente del que venían Samoilovich, Helder y Prieto poco y nada, algunos contactos ocasionales y una distancia respetuosa, supongo que mutua. La cosa es que acepté, y los casi veinte años que siguieron estuvieron entre los más importantes de mi vida: aprendí muchísimo, de los compañeros del grupo, gente toda de un nivel excelente en la escritura de poesía y en la reflexión sobre poesía, y del trabajo mismo de hacer la revista, además de la situación en que me colocó ser parte de Diario de Poesía: vínculos con otros poetas, contactos con instituciones, viajes, etcétera.
El funcionamiento interno era, al menos formalmente, democrático y por consenso. Samoilovich dirigía y los demás integrábamos un Consejo de Dirección en el que se discutía todo. Y se discutía mucho: éramos personas de procedencias muy diversas, con edades e historias distintas y gustos distintos, además de las cuestiones de las amistades de cada uno, sus rivalidades, sus cruzadas personales. Tanto como tuve que bancar cosas que yo no habría publicado, otros tuvieron que aguantarse propuestas mías. Mis diferencias empezaron a aumentar cuando la revista fue pasando a ser el órgano promotor de lo que Daniel Helder y Martín Prieto llamaron “la poesía de los noventa”, a lo que empezaron también a sumarse las diferencias ideológicas, sobre todo con Samoilovich, entre otras cosas porque el país ya no era el mismo que en el 86 ni tampoco yo era exactamente el mismo. Cuando me fui, a principios de 2005, dije que lo hacía porque necesitaba dedicarme a mi propia producción, y era cierto, pero después, rebobinando, vi que no era eso solamente. Lo sentí como una liberación.
«La poesía argentina, nos parecía, estaba demasiado encerrada en una burbuja autosatisfactoria, como una ardilla dando vueltas en su ruedita, incapaz de atender a otra cosa que a sí misma, y queríamos salir de ese altillo demasiado cómodo».
¿Qué podés decirnos sobre algunas tendencias que se mencionaron en la época de su publicación, como los denominados “neobarrocos”, los neorrománticos, el objetivismo? ¿Tenías una opinión definida sobre ellos? ¿Te interesaban los puntos de vista que se planteaban al respecto?
Cuando empezó a extenderse lo que se llamó “neorromanticismo”, en la segunda mitad de los setentas, me le enfrenté, y un tiempo después me opuse a la onda neobarroca: si a unos los veía solemnes, engolados, estéticamente reaccionarios, desdeñosos de la vida concreta, los otros me parecían frívolos, tecnicistas, vanguardosos, autosuficientes, demasiado nihilistas y soberbios, cosa que ahora me resulta ridículo si pienso en obras tan poderosas como la de Perlongher, en aquellos años, o ahora las de Eduardo Espina y León Félix Batista, o el “neoberraco” de Gabriel Jaime Caro, o Roger Santiváñez, o Silvia Guerra (a Arturo Carrera, al que admiro, lo dejo de lado porque sólo hizo neobarroco un ratito). A diferencia de aquel neorromanticismo, que para la época en que apareció el Diario estaba ya apagándose (no los poetas involucrados sino la tendencia, por si hace falta aclararlo), a lo neobarroco lo veo muy vivo, más en otros países latinoamericanos que acá.
A mediados de los ochentas, de todos modos, ahí estaba lo que los integrantes del Diario compartíamos: ni neorrománticos ni neobarrocos, aunque tampoco nostálgicos del surrealismo o cualquier cosa que le pareciera, y en contra también de todo aquello que el coloquialismo de los sesentas podía tener de humedad sentimental, de certeza ideológica, de confidencialismo amiguista, de idealización de lo cotidiano y de realismo mágico. Pero no era solamente una cuestión de tendencias: nos parecía lamentable, y en eso no cambié, la exaltación de la figura de “el poeta”, y estábamos en cambio muy interesados en cómo la poesía se vincula, de ida y vuelta, con todos los aspectos de la vida en la sociedad. La poesía argentina, nos parecía, estaba demasiado encerrada en una burbuja autosatisfactoria, como una ardilla dando vueltas en su ruedita, incapaz de atender a otra cosa que a sí misma, y queríamos salir de ese altillo demasiado cómodo. “Estamos afuera del mainstream”, decía Samoilovich, casi como una declaración de principios, aunque terminamos siendo el mainstream.
En cuanto al objetivismo: creo que el rótulo se me ocurrió a mí, buscando caracterizar algo que veía asomarse en la poesía argentina, como una salida de la polaridad neobarroco-neorromanticismo. Ni idea tenía de la existencia de los objetivistas norteamericanos ni creo que nadie la tuviera por acá. “Objetivismo”, decía, en el sentido de impersonalidad: quitar a la subjetividad del poeta cualquier rol demasiado protagónico, para centrarnos en un trabajo de escritura que buscara y tratara de presentar qué puede haber de poético en las situaciones y los hechos, ya no en la exhibición de eso que Borges llamaba “tecniquerías” o en el despliegue de una espiritualidad superior. Algo de eso ya lo venía hablando con Aulicino, y veía antecedentes en el grupo de El lagrimal trifurca, en algunos poemas de Tedesco, Bielsa, Gruss, y hasta mi Diario en la crisis, pero la sensación de estar ante una nueva corriente la tuve con los poemas de Samoilovich, Fondebrider, Helder y Prieto, todos ellos del Diario, y algunos vinculados a ellos, como Oscar Taborda. Algo tenía que ver con la noción de “posmodernidad”, de la que se hablaba mucho: salir del complejo de superioridad en el que recayó la herencia del romanticismo y las vanguardias, con la consiguiente entronización del fetiche “la ruptura”, un comodín obligatorio para autorizar cualquier cosa.
La más exacta descripción de eso a lo que apuntábamos, pienso ahora, es la propuesta que hace Helder en su mentado trabajo contra el neobarroco, aunque no usa la palabra “objetivismo”: “nos preocupa imaginar una poesía sin heroísmos del lenguaje, pero arriesgada en su tarea de lograr algún tipo de belleza mediante la precisión, lo breve –o bien lo necesariamente extenso-, la fácil o difícil claridad (…). Que la palabra justa, ese sueño de Flaubert y de tantos otros, sea una ilusión de prosistas con la que los poetas a menudo no quieran transar, no invalida el esfuerzo de nadie por conseguir el sustantivo más adecuado y el adjetivo menos accesorio para lo que intenta decir.” Subrayo “arriesgada en su tarea de lograr algún tipo de belleza” y “conseguir el sustantivo más adecuado y el adjetivo menos accesorio” para hacer notar la diferencia con lo que diez años después se estaba entendiendo como “objetivismo” en Argentina. Aclaro, de todos modos, que sólo una parte de lo que escribí entra en el objetivismo: me quedaba muy estrecho, o yo era incapaz de ejercerlo a fondo, se me metían en la escritura otras tentaciones, pero fue una experiencia más que importante, y las marcas de haber pasado por eso están todavía, sin duda, junto con otras cosas.
Como lector, he presenciado distintos tipos de cuestionamientos, incluso creo que hay poetas que lo han escrito en notas y ensayos. Me refiero, entre otras, a que no eran amplios o que eran demasiados duros con relación a determinadas líneas de poesía.
Nos acusaron de adocenados, de supeditar la poesía al periodismo (y, por lo tanto, a la circulación mercantil), de creer en la transparencia del lenguaje, de teoricistas, de “fríos”, de “minimalistas” (lo que, así como estaba planteada la acusación, equivalía a una suerte de pedestrismo vaciado de aspiraciones): son reacciones que inevitablemente saltan ante cualquier intento fuerte. Más serio es lo de esa “dureza” que mencionás, porque es cierto, aunque en las intenciones iniciales no estaba. En el primer número, fíjate, hay poemas de Víctor Redondo, Néstor Perlongher, Juan Gelman, Irene Gruss y Oscar Taborda, por mencionar sólo argentinos, además del dossier Juan L. Ortiz y el reportaje a Padeletti. Como para dar una señal, ¿no? No la revista de un grupo sino un espacio para la poesía, esa era la idea. Pero eso también incluía trabajar para dar lugar a nombres, textos y propuestas que no eran tenidos en cuenta en el campo poético más visible de la Argentina, y esa apuesta nos entusiasmaba: proponer a la poesía algo así como una revisión, el reinicio del camino desde otro lugar, menos autosatisfecho. Y tanto nos entusiasmó que pasó a ser casi una militancia, excluyente, como no podía ser de otro modo, y me incluyo: aun cuando creo haber sido uno de los dos o tres integrantes del grupo que más pelearon para abrir el espectro (pienso en Rosenberg e Ibarlucía), al hacer memoria me veo atrapado en una autoprogramación de la que me costó salir, que me impedía leer algunos textos por lo que de veras un texto puede ofrecer, demasiado dispuesta a los rechazos a priori. Me autoconvencí, por ejemplo, de que René Char y Paul Celan no me gustaban y de que Girondo era un impostor, me distancié de mi amiga Diana Bellessi y de la iluminadora experiencia de su poesía, así como sobreestimé muchas cosas por el solo hecho de que encajaban con “lo que había que impulsar”. Fuimos bastante injustos a veces, pero no estrechos ni fundamentalistas, porque los replanteos fueron frecuentes, había no poca diversidad de opiniones entre nosotros y la curiosidad nos llevaba a estar buscando siempre diferentes posibilidades.
Otra cosa es la etapa en que directamente el Diario entra a ser un medio, como reconoció más tarde Helder, para “promover un movimiento poético”, y que, así como estaban instrumentando ese “movimiento”, yo no podía aceptar, lo que me provocó algunas fricciones feas, entre otras cosas porque se empezaron a publicar textos sin discusión previa. La cosa cambia un poco cuando Helder, al irse del grupo, deja la secretaría de redacción y armamos un consejo de redacción auxiliar, con un equipo de primera y que revitalizó el Diario en cierto modo, hasta que Samoilovich decidió disolverlo, no sé por qué. Y al poco tiempo me fui.
«En el Diario de Poesía fuimos bastante injustos a veces, pero no estrechos ni fundamentalistas, porque los replanteos fueron frecuentes, había no poca diversidad de opiniones entre nosotros y la curiosidad nos llevaba a estar buscando siempre diferentes posibilidades».
¿Cómo percibís a Diario de poesía con relación a otras revistas de la época? ¿Cuál consideras que fue su aporte?
Creo, lo dije varias veces, que en la historia de la poesía argentina hubo tres revistas que cambiaron todo, que marcaron un antes y un después: Martín Fierro en los años veinte, Poesía Buenos Aires entre el 50 y el 60, y después Diario de Poesía. Es una realidad comprobable que Diario llevó a repensar muchas cosas, rescató autores y propuestas que no entraban en la escena, incidió en el discurso crítico, desacartonándolo y dinamizándolo, y es un hecho indudable que existe hoy, en Argentina, una cantidad grande de poetas y poéticas que se formaron leyendo el Diario, y que el criterio para valorar qué es poesía sufrió modificaciones. ¿Fue bueno eso? Hay de todo. Para decirlo sin vueltas: no creo que la banalización de la escritura poética a la que estamos asistiendo sea efecto del noventismo, sino al revés: que el avance de la banalización en todos los aspectos de la vida y la cultura se sirve de lo que abrió el noventismo, así como otros aprovecharon el noventismo para hacer muy buena poesía, o encontraron ahí esa posibilidad. Sin contar con que el Diario fue mucho más que eso. Hace poco, revisando la colección digitalizada, en el Archivo Histórico de Revistas Argentinas, me quedé boquiabierto: qué cantidad de material valioso, qué capacidad de trabajo y qué entrega al trabajo la nuestra, “cómo fuimos capaces de hacer algo así” me dije, casi sin poder creerlo. Es que trabajábamos mucho, muchísimo, y nos apasionaba estar metidos en esa aventura. Por lo que me cuentan lectores que no conocieron la revista en su época, que la descubrieron ahí, para ellos se trata de un tesoro al que no dejan de volver cada tanto, como quien necesita reabastecerse, así que valió la pena.
*Foto de portada de Pascual Borzelli.