El entrerriano Miguel Ángel Federik lleva una vida dedicado a la escritura, entre el ensayo y la poesía. A raíz de la publicación de sus obras reunidas por EDUNER, conversó con Fabián Herrero para La Vanguardia.
En el año 2021,el escritor santafesino Sergio Delgado, me preguntó si conocía la obra de Miguel Ángel Federik. Le contesté que no tenía noticias del poeta. Sus comentarios entusiastas sobre MAF (así se hace llamar nuestro poeta), me impulsaron a comprar Geografía de la fábula, su obra reunida, editado bellamente, por cierto, por EDUNER. La lectura fue sumamente provechosa. Una mezcla, a mis ojos, de Madariaga y Saint-John Perse, con evocaciones permanentes a paisajes del litoral (y no solo de ellos) y de vocablos de distintas procedencias, de indígena, de inmigrante, de paisanos. MAF nació en Villaguay (Entre Ríos), en 1951. Además de sus libros de poesía, ha publicado ensayos, entre otros, sobre Juan L. Ortíz, Carlos Mastronardi y Juan José Manauta. Para esta entrevista para La Vanguardia, me interesó interrogarlo sobre la aparición de su obra reunida.
Miguel Ángel, me gustaría que nos contaras como nace la edición de tu libro en EDUNER.
En realidad ya venía colaborando con los equipos de EDUNER donde editaron la Obra Poética de Daniel Elías (2012) cuya Introducción, Cronología, Bibliografía y Notas me pertenecen, o también en la reedición de Mi hogar de Niebla de Ana Teresa Fabani en que aporté algunos datos, o en un imprevisto Liminar a la Poesía Completa de Juan José Manauta (2015), o en “El ruiseñor y la alondra cantan en horas distintas” , editado con motivo del centenario del nacimiento de Alfonso Sola González en 2017, o en la 2ª. Edición de la O.C. de Juan L. Ortíz. En esos equipos estaba Claudia Rosa, en cuyo Mastronardi-Obra Completa (UNL, 2010) también intervine, y María Elena Lothringer y ambas conocían mis poemas, existentes en exiguas ediciones por cierto. Creo entonces que habrá nacido de ellas la sugerencia de reparar en mis poemas.
«Creo que los plásticos piensan por imágenes y lo resuelven como forma y eso me ha sido útil para comprender la “composición” de ese “artefacto de sentir” -según definía Mastronardi al poema- o la invención de campos semánticos alterados o la utilización de “imágenes” o “figuras” que en la taxonomía literaria, ya son una apropiación de la plástica».
Sergio Delgado nos advierte, en su extenso y muy inteligente prólogo, sobre la existencia de un archivo con papeles muy diferentes. ¿Qué podés contarnos sobre ese archivo?
Ya con la invitación formal y conociendo el método de trabajo, lo primero que hice fue poner a disposición mis carpetas pues desde la “Lettera 22” de mis ’70 en Santa Fe fui conservando papeles, anotaciones, poemas inconclusos, u otras tentativas cuya extensión daba cuenta de algunas desmesuras como “De palmerales y vigilias”; o esa duplicación de poemas diferentes sobre un mismo tema, que luego publiqué sólo una, o ninguna. Sobre eso trabajó Guillermo Mondéjar, “desmalezando” esa “Geografía…” como me dijo en un correo. Eso fue esencial pues, en general, tenemos con nuestros textos una relación no siempre adecuada para incluirlos o excluirlos, máxime si se mantuvieron inéditos y que en empresas de este tamaño requieren una ordenación que ha sido muy acertada: ir de lo último a lo primero o introduciendo esos Interregnos, que el índice da cuenta. Preservar desordenadamente papeles escritos, algunas cartas, ciertos comentarios, etcétera, no es estrictamente un archivo, pero ahora lo es.
En algunas entrevistas que he podido ver haces una permanente mención a la importancia de los artistas plásticos, incluso, llegás a decir que son hasta más importantes que los poetas para conversar sobre literatura. ¿Podés explicarnos porque te parece tan interesante este cruce con los artistas plásticos?
Bueno, de hecho en este libro las ilustraciones son de Artemio Alisio y de telas correspondientes a sus invenciones sobre el Popol-Vuh, que aún esperan, y que provienen de un texto literario y sagrado, y sobre las cuales he escrito también. Pensemos por otra parte en el “Apolo y Dafne” de Bernini, que proviene de Ovidio, o en el “Perseo” de Cellini que proviene de la mitología griega, o “La Medusa” de Caravaggio; o en los innumerables títulos de sucesos bíblicos con que los pintores del renacimiento remitían personajes de su tiempo a ese otro mundo mítico o religioso; o viniendo hacia aquí: esa violencia de rojos de los federales y los carniceros de C. Bernaldo de Quiróz, o Supisiche y esos silencios de borrosos seres entre islas, o las tintas de Rubén Martínez -más conocido como Linares Cardozo- que dan cuenta de estos mundos. Creo que los plásticos piensan por imágenes y lo resuelven como forma y eso me ha sido útil para comprender la “composición” de ese “artefacto de sentir” -según definía Mastronardi al poema- o la invención de campos semánticos alterados o la utilización de “imágenes” o “figuras” que en la taxonomía literaria, ya son una apropiación de la plástica. Si uno lee o escucha “El Tigre” de Blake en inglés, pareciera que el poeta más que escribir el poema, está creando al tigre mismo en las propias fraguas de su lengua. Murilo Mendes fue también crítico de arte y su poema sobre el matrimonio Arnolfini de Van Eyck, es un diálogo y una lectura que cuando él lo miraba estaba invadida por el rumor de los autobuses en Trafalgar Square que “interrumpía el exacto momento de las nupcias,/como Van Eyck lo quisiera”.
Sobre las enseñanzas sobre poesía, has mencionado una anécdota con Francisco Madariaga, donde te señala, con relación a la lectura de un poema tuyo, la falta de barbarie. Me gustaría que nos cuentes qué es lo que te resultó atractivo de esta crítica constructiva.
En primer lugar la síntesis de su observación: le falta barbaridad, me dijo. Es decir: todo está bien, pero falta ese salto hacia el otro lado, la perforación del lenguaje habitual, la apertura de conciencia a través de la palabra, y esta no cómo un tren de carga de sentidos, si no como un instrumento de percepciones. Digo por ahí que en la soledad de noches campesinas pude ver en la redonda boca de una tinaja el cielo reflejado en sus aguas y que bastaba hundir un dedo ahí…..”y todo el universo se movía” y eso es barbaridad: la recuperación de la conmoción aquella, no de la de un recuerdo personal que suele ser prescindible. Bachelard hablaba de la “ensoñación poética” hace tiempo y ejemplificaba con sus poetas franceses. Para mí lo esencial no son las citas, si no los procesos y los abordajes que describe. La barbaridad no es algo opuesto a lo correcto, sino ese riesgo que se corre para animarse al deslumbramiento de una frase, y a veces, hasta de un verso solamente.
Continuando con el tema de los maestros y las influencias, Delgado menciona a un poeta sueco. Vos, por tu parte, señalaste que en verdad a Tomas Tranströmer lo conocés con posteridad. Sin embargo, habría según ustedes una especie de clima de ideas poéticas allí. ¿Qué cuestiones, a tu criterio, compartís con el poeta sueco?
En algún momento me di cuenta de la diferencia entre lo análogo y lo homólogo: y cómo nada nace de la nada, si uno desciende o se encandila con el resultado de tal o cual poeta traducido o no, pierde de vista el proceso previo de ese creador, que como decía, es lo realmente imitable. Si Garcilaso hubiese leído a Petrarca en español, tal vez el estilo italiano no hubiese existido. Santiago Sylvester, ayer nomás da cuenta de las traducciones del Dante al castellano, antes de que hubiésemos adquirido el endecasílabo, y Ginsberg da cuenta como para su “Kadisch” buscó el antiguo sonido del arameo para reproducirlo dentro de su inglés norteamericano. El “clima” que dices es ese: Tranströmer vio en las huellas de los corzos en la nieve, lo mismo que los ideogramas de las garzas en el Gualeguay que digo. ¿Qué comparto con el poeta sueco? Pues mínimamente y con mi exiguo conocimiento de su obra, esa imagen de ver en las huellas de las criaturas no una palabra sino un lenguaje. Él lo dice por lo suyo: y aquí hay arenas moradas de un río domestico y garzas blancas y más garzas. Sergio Delgado lo dice mejor en el prólogo, donde incluso traduce ese poema de Tranströmer. Diálogos y ecos.
En Elegía con caballos, surgen recuerdos de infancia con tu padre y los caballos y peones de estancia, pero también tu relación como padre con tus hijos, hechos políticos de distintas etapas de la historia argentina, introducís versos de canciones y poemas. Quisiera que nos cuentes cómo pensaste este largo poema y cómo juegan todas estas cuestiones que mencioné.
Desde el título ya no se sabe si “elegía” es un verbo o un sustantivo, porque a medida que crecía me iban cambiando de caballos y yo con ellos de conocimientos y extensiones, como si fuera un gurí andante en la Selva de Montiel. Los hechos políticos están ahí porque yo estaba y era ahí, lo que me permite situar el texto y matizar líricas con épicas y otras cuestiones ya dichas hace centurias más no en estos términos de boinas blancas y persecuciones, por ejemplo. No sé realmente si “pensé” ese largo poema, pero sé que lo escribí después de haber leído en un cartel de obra pública por restauraciones del Foro y en Roma, la versión italiana de un poema de Yannis Ritzos cuyos versos finales decían: “Bajo el inmenso sol del Mediterráneo/ todo lo que contradiga la diversidad es la muerte”. Y eso me animó a soltarme, diría.
«El valor no reside en las originalidades, sino en las particularidades con que se aborda lo propio desde lo ya conocido. Ni el italiano de mis abuelos maternos o el yiddish adonde mi madre me dejaba de gurisito me son ajenos, al menos como sonidos y que todas las cosas tienen otros nombres en este mundo. Las hablas rurales de mi infancia tenían expresiones en guaraní del cuál mucho después comprendí que su musicalidad, más que algo intrínseco, era una búsqueda de eufonías por parte sus hablantes, aun los más rústicos».
En tu poesía hay un trabajo sobre aspectos que tienen que ver con la historia, con la política, con la geografía del lugar, pero también a vocablos que aluden a lenguas distintas. ¿Cómo es tu trabajo con estos temas y esos lenguajes?
Como se sabe, todo poeta busca a tientas ese lenguaje propio, que es una elección y un recorte dentro del inmenso orbe de una lengua ya nacida de otros mestizajes por allá y por aquí; mis elecciones han consistido en saber no olvidar y aprender. Nada original, por cierto. El valor no reside en las originalidades, sino en las particularidades con que se aborda lo propio desde lo ya conocido. Ni el italiano de mis abuelos maternos o el yiddish adonde mi madre me dejaba de gurisito me son ajenos, al menos como sonidos y que todas las cosas tienen otros nombres en este mundo. Las hablas rurales de mi infancia tenían expresiones en guaraní del cuál mucho después comprendí que su musicalidad, más que algo intrínseco, era una búsqueda de eufonías por parte sus hablantes, aun los más rústicos. A Manuel Bandeira o Murilo Mendes los leí primero en portugués/brasileño, como los primeros poemas de Anna Ajmátova en traducción directa del ruso. Algunos poemas los traducía al vuelo y sólo para mí. Al verificar luego, diccionarios o consultas mediante, comprobaba mis errores y me apropiaba de esos desvíos. Y la geografía, los propios lugares, tiene algo que ver con lo no nombrado, lo aún no dicho y que reclama esa afectividad profunda que Juanele indicara como la “transustanciación con el paisaje” que puede ser este u otro. Joan Margarit dice que cuando pudo recuperar su catalán natal sintió que se resucitaba. Vuelvo entonces a lo de análogo y homologo, a la imitación del resultado o a los procesos previos, y a aquello de Robert Frost cuando enseñaba que la renovación sucedía no ante “lo común en la experiencia y común en la poesía” si no ante todo en “lo común a la experiencia y raro en poesía”.
El poema “Niña del desierto”, nace de algo que viste por televisión. ¿Podés contarnos esa experiencia y, sobre todo, la definición sobre poesía que aparece en los versos finales?
Así como hoy vemos por televisión la guerra en Ucrania de donde vino Gerchunoff a mis lindes de provincia. Me tocó ver esa guerra. Obviamente, al comenzar a escribir ese poema no sabía el final, porque el final aparece luego de haber jugado con el más denostado de todos los recursos como es la tautología: una niña es una niña. Hasta que eso revienta en “ la poesía ha sido siempre una niña parada en el desierto/ y una niña parada en el desierto, es suficiente testigo de su mirada”. Con lo cual todos los desiertos ya no son de arenas sino de silencios o sorderas frente a todo lo que la poesía ha anticipado y denunciado en este mundo de muy racionales criaturas destructivas. La definición es un elogio a la mirada poética como palabra a futuro: la niña está viendo pasar ahora, todo lo que ha pasado y pasa. Y esa niña es suficiente testigo de su mirada.
Para finalizar, me gustaría volver sobre el primer poema del libro, donde contas una experiencia que viviste en estos tiempos de pandemia. ¿Podés, por favor, contarnos cómo surge, cómo lo escribiste, y el porqué de la dedicatoria?
Mientras con Sergio Delgado dialogábamos por whatsapp sobre “Geografía…”, en París cantaba un mirlo en su ventana y de pronto aparece un puma por estas lindes, como si fueran ambos -el mirlo y el puma- amigos de estos textos y sus trabajo. Y los silencios urbanos de esos paréntesis de la pandemia, benéficos a sus reapariciones. Y escribí “Matar un puma”, cuyo final remite a que el puma es un animal totémico de los Charrúas inclusive y cuyos ojos son esas dos estrellas magníficas de Alfa y Beta en Centauro, que aparecen al lado de la Cruz del Sur. Leer los cielos es siempre estar leyendo un pasado que por la viajante luz subsiste, como toda palabra en su lengua. Pero fue también como una confirmación de que ese verso “….entre fundaciones y escombros de sus reinos,/ así bajaba el jaguar, a cobrar su diezmo en los corrales.”. De algún modo se estaba haciendo cierto entre la memoria mítica, lo real actual y esa otra realidad de lo visible.