La historieta en Argentina fue un objeto relativamente soslayado por los órganos censores del estado en sus épocas más violentas. Hoy, en tiempos democráticos, la censura todavía persiste bajo otras formas.
A veces en nuestra discusión pública se usa tanto la acusación de censura como estrategia defensiva que lo primero que se me viene a la cabeza es pensar que si todo es censura, nada lo es. Pero claro: un simple desacuerdo no constituye un acto de censura, porque la palabra de dos ciudadanos plenos de derecho, a priori, vale lo mismo tanto para opinar una cosa como su contrario. Cuando se termina la posibilidad de desacuerdo, también se termina el momento de la política y llega el de la policía.
Pasado ese primer shock de sorpresa nihilista llegan las preguntas: ¿qué es la censura, entonces? ¿quién la ejerce? ¿cómo es ejercida? ¿sobre qué o quiénes?
Si a la impugnación de la opinión de otro producida en un simple desacuerdo entre iguales no la ubicamos en el orden de la censura, vamos a tener que poner el ojo en otras dinámicas que ocurren en la tensión entre lo individual y lo comunitario.
Si a la impugnación de la opinión de otro producida en un simple desacuerdo entre iguales no la ubicamos en el orden de la censura, vamos a tener que poner el ojo en otras dinámicas que ocurren en la tensión entre lo individual y lo comunitario. Lo primero que identificaríamos como un mecanismo de censura es la constitución de organismos estatales que dedicados a admitir o prohibir de manera sistemática e institucionalizada la circulación de un determinado tipo de expresiones o de productos culturales: en estos casos, además, la censura institucionalizada representa un dispositivo articulado en un plan de gobernanza más amplio de la población. Además, deberíamos hacer también un llamado de atención, al menos, sobre cómo influye o repercute un contexto fuertemente represivo en los mecanismos individuales de autocensura (hay determinaciones en la configuración de ciertas estructuras psíquicas que favorecen ciertos tipos de censura, pero, en niveles más próximos a la conciencia, el cálculo y la decisión sobre lo que alguien está dispuesto a verbalizar o publicar tiene la finalidad de que no se rompa el lazo entre el individuo y su comunidad). Y tampoco debiéramos correr la mirada de las obstrucciones a la libre expresión en contextos empresarios, pero el problema crecería demasiado para abordarlo en pocos párrafos.
Veamos, entonces, y a modo de ejemplo, tres trayectos históricos en donde hay censura alrededor de, pero nunca sobre, la historieta, un lenguaje modulado a partir de la secuenciación de imágenes, pero, fundamentalmente, un medio de masas con tiradas completamente explosivas a mediados del siglo pasado y cuyas ventas se fueron extinguiendo a medida que la competencia en la industria del ocio fue saturando ferozmente la capacidad de atención de los trabajadores en sus momentos de descanso. Serán tres títulos bien canónicos: Mafalda, Las puertitas del señor López y El Eternauta. En estos casos casos está involucrado claramente el estado, que, por otra parte renuncia más o menos abiertamente a ser garante de las libertades individuales consagradas en la constitución. En nuestro país conocimos y padecimos casos inapelables de esta práctica, organizados desde un Estado que para gobernar hipertrofió su poder de policía en sus múltiples órdenes, pero es interesante el análisis consecutivo de estos tres casos porque veremos que, por algún motivo, las historietas y las formas de censura entramadas en su propio contexto (represivo) de producción se ven desbordadas y eso tiene consecuencias.
1964-1973, ARGENTINA: MAFALDA Y LA CENSURA COMO INMINENCIA
La historia del producto Mafalda es bien particular: su diseño inicial fue bosquejado a principios de los ‘60 por Quino para formar parte de una campaña publicitaria de Siam Di Tella, una marca de electrodomésticos, y no pudieron colocar la tira en Clarín porque se dieron cuenta de la estrategia de PNT. Tiempo después se consolidó como protagonista de una tira publicada en el semanario Primera Plana (de tendencia liberal y vinculado a una facción puntual del golpismo argentino: los azules) durante su primer año de vida. Luego de ese lapso, prosiguió su publicación en el diario El Mundo (que había sido comprado unos años antes por empresarios asociados al Partido Comunista). Finalmente, la última mitad de su trayectoria editorial transcurrió en la revista Siete Días Ilustrados de la Editorial Abril. El propio Quino decidió que la última tira de Mafalda fuera publicada el 25 de junio de 1973, cuando el gobierno de Cámpora estaba organizando las primeras elecciones sin proscripción después del largo y turbulento período de la política argentina posterior a 1955.
A lo largo de su trayectoria, la tira, fuertemente inspirada en Peanuts de Charles Schultz, le dio protagonismo a un tipo sociológico que se había masificado durante las décadas anteriores: la familia de clase media. Entre el debut de la tira, donde participaban solamente Mafalda y su padre, hasta el cierre del diario El Mundo, Quino fue incorporando prácticamente todos los personajes que conformarían el elenco estable, dando así lugar a que, a través de los amigos de Mafalda, aparecieran ficcionalizadas otras configuraciones ideológicas y otras cosmovisiones interactuando entre sí y con la coyuntura.
Contrario a lo que se suele pensar, Mafalda nunca recibió censura directa, aun a pesar de haber denunciado en sus páginas tanto esa como otras prácticas represivas del onganiato. Por ejemplo, una tira muy famosa juega con un grafiti interrumpido que pide el fin de la censura y quien remata el chiste es Mafalda haciendo un comentario con las palabras clave sin terminar. Otra tira que denunciaba la represión fue aquella del palito de abollar ideologías, en la que, a diferencia de la ilustración que se hizo famosa al poco tiempo, la observación hecha por Mafalda y dirigida a Miguelito está obturada por las ramas de un árbol, y el chiste se genera cuando el propio policía portador del “palito” repite con gesto de sorpresa lo que dijo la protagonista. Un detalle un tanto siniestro de esta última tira es que en julio de 1976 un hecho represivo en una iglesia conocido como “la masacre de San Patricio” concluyó con el hallazgo de los cadáveres de tres sacerdotes y dos seminaristas junto a un poster de la viñeta de Mafalda. De manera que, evidentemente, el lugar singular de Mafalda en la constelación de objetos culturales de cierta clase media enfrentada a la represión y la violencia estatal estaba muy identificado por los militares y sus adláteres, pero desconocemos por qué nunca operaron directamente sobre la tira, el autor o el semanario donde era publicada.
Contrario a lo que se suele pensar, Mafalda nunca recibió censura directa, aun a pesar de haber denunciado en sus páginas tanto esa como otras prácticas represivas del onganiato. Por ejemplo, una tira muy famosa juega con un grafiti interrumpido que pide el fin de la censura y quien remata el chiste es Mafalda haciendo un comentario con las palabras clave sin terminar.
En cambio, sabemos que los editores rechazaron alguna tira propuesta por Quino o que el autor ha contado que muchas veces se autocensuraba. La censura en Mafalda es prácticamente una condición material de producción: un fantasma que acecha constantemente. Y lo que produjo fueron dos efectos muy puntuales e interrelacionados. Por una parte, la construcción de un repertorio de metáforas historietísticas, una serie de símbolos, tonos, complicidades, gestos gráficos, que permitían hablar de algo de lo que no se hablaba y denunciarlo como acto compartido de resistencia entre el autor y sus lectores. Por otra parte, permitió que ese repertorio de gestos y señalamientos rompiera barreras generacionales y territoriales. Hay registros de lectura en otros países como Chile, México o España durante o poco después de la época de producción de la tira en nuestro país. También sabemos por comentarios de Daniel Divinsky, dueño de Ediciones de la Flor, que la editorial no quebró durante la dictadura de 1976, a pesar de que él haya sido privado de su libertad, gracias a la generosidad de, entre otros, Quino, cuyos libros, y en especial los de Mafalda, se siguieron reimprimiendo sin inconvenientes y sus ventas se sostuvieron. ¿Por qué? ¿De qué manera se actualizaba la lectura de una tira fuertemente atravesada por la coyuntura del pasado próximo? ¿Qué complicidades y réditos sociales producía la posesión de un libro de Mafalda en una biblioteca familiar? ¿Por qué no se impidió su circulación durante la dictadura genocida si ese material ya estaba debidamente analizado e identificado? Algunas de estas preguntas están mejor planteadas en el artículo «La Mafalda militante».
Daniel Link, en un artículo que analiza El principito como fenómeno literario dijo atinadamente que es la novela de los que no leen literatura: si uno se cruzara con cualquiera de esas personas que dicen “no me gusta leer”, muy probablemente habrá leído y disfrutado El principito. En Argentina, con Mafalda pasa un poco lo mismo: es la historieta de los que no leen historieta. Y el fenómeno es tan fuerte que, aún a pesar de que fuera una tira abierta la interpelación de la coyuntura local e internacional, trascendió fronteras. ¿Qué y cómo se traduce Mafalda en chino, en armenio, en inglés, en alemán, o incluso en guaraní? ¿Cómo se la lee en esos idiomas? ¿Cuánto permanece de la atmósfera cultural de la que emergió y cuánto se deja atravesar por los fantasmas de las formas de censura y de violencia padecidas por los otros pueblos en los territorios donde es editada aún hoy? ¿Será posible responder estas preguntas para tener un indicio de qué comunidad construyó (y seguirá construyendo persistentemente, por la marca indeleble que dejó en Mafalda) la censura del onganiato?
1979-1982, ARGENTINA: LAS PUERTITAS DEL SEÑOR LÓPEZ, LA CENSURA Y SUS DESLICES
En un viejo artículo sobre el humor gráfico argentino, Juan Sasturain destaca (sin un gramo de inocencia) la línea que une la aparición de la revista Tía Vicenta y de Mafalda, fundamentalmente en su período de la Revista Siete Días Ilustrados, a la emergencia de un proyecto ciertamente innovador a la vez que icónico del panorama cultural de su tiempo como la revista Hum®. Esa publicación comandada y financiada por Andrés Cascioli vio la luz en junio de 1978. Cascioli, que volvía a intentar una revista humorística después de Satiricón y Chaupinela, entendió que tenía la posibilidad de irrumpir en la monotonía del paisaje cultural de los años de dictadura en parte por la cercanía de la fiesta mundialista y en parte por la percepción de que lo peor de la represión ya había pasado. En general, los actores involucrados, por un lado, le quitan densidad a la posición crítica respecto del gobierno militar, porque era solamente, como lo indicaba su nombre, una inocente revista de humor, pero, por otro, recalcan que la posición central como dispositivo de denuncia fue construyéndose con el paso del tiempo, el favor del público y, no menos importante, el prestigio ganado fuera del país.
Lo que según Sasturain vincula a Mafalda con Hum® es que ambas fueron respuestas humorísticas a contextos represivos, que fueron consumidas por públicos de capas medias y que requerían de un cierto grado de politización y de sintonía con la época para decodificar segundas lecturas que son, precisamente, las que destacan hoy al releerlas como productos culturales contestatarios.
Me interesa especialmente una historieta que había nacido en la revista El Péndulo, otra publicación de Ediciones La Urraca, pero, al cerrar dicha revista, prosiguió en Hum®, todo esto entre 1978 y 1982. La historieta es Las puertitas del Señor López, que reunía a Carlos Trillo en los guiones y Horacio Altuna en los dibujos, dos figuras muy importantes de la historieta argentina, que además y en simultáneo ya publicaban El Loco Chávez en la contratapa de Clarín con gran éxito.
En contraste con la comedia de enredos costumbrista en formato de tira que ejecutaban Trillo y Altuna en el gran diario argentino, las cinco páginas que tenían a disposición en El Péndulo y luego en Hum® apostaban por algo levemente más sombrío y con un desarrollo autoconclusivo. La historieta consiste de una serie de historias breves cuyo principio constructivo es el de la fuga de lo real: el Señor López es un personaje gris, anodino, poco relevante, que vive su vida oprimido en los dos espacios que habita. En su casa, lo asfixia la figura de su esposa (el remanido estereotipo de la jabru, una vez más); en su trabajo, su jefe lo somete y sus compañeros le hacen bullying. No hay zona de la realidad que no le resulte inhabitable a López, quien tampoco es una persona con una cosmovisión emancipadora: al contrario, él bien quisiera formar parte del poder, estar del otro lado. De manera que ante cualquier indicio de comportamiento abusivo hacia él, cruza una puerta y se deja arrastrar por sus ensoñaciones. Estas toman las formas más diversas y permiten a Altuna poner a prueba su versatilidad al representar mundos influenciados por imaginerías y registros muy disímiles, como puede ser la de Moebius en un capítulo, para saltar, en el capítulo siguiente, a un noir con aires de película de Bogart. Pero esas fugas nunca le garantizan un escape efectivo: el desarrollo de la aventura al otro lado siempre termina frustrando el deseo del protagonista. Moraleja: no hay escape, la imaginación de López tampoco resulta habitable. A partir de este esquema, los autores hicieron vivir a López distintas aventuras cada quince días, hasta que en 1982 Altuna partió a España, ya consolidada su transición democrática, para radicarse y trabajar allí.
La revista Hum®, por lo que sabemos, convivió con la censura, tensó la cuerda, fue haciéndose camino a partir de ir tanteando los límites y exponiéndose al riesgo cierto de que la represión clandestina del estado cayera sobre alguno de sus integrantes. Cuentan que el del 24 de diciembre de 1979 fue el primer número que representó un boom de ventas porque tuvo una caricatura de Videla en la tapa, pero que al apuntar las críticas a la economía (Videla estaba por ser devorado por las pirañas de la importación) parece que los censores del ejército no pusieron reparos en su publicación.
Con el diario del lunes y el lugar bastante prominente que se le ha atribuído en general a la revista, parece fácil atisbar que Hum® fue un punto de fuga de la censura centralizada del estado en el que cierta porción de la población políticamente informada y cultural y estéticamente instruida (es decir: un grupo definible en buena medida por la posesión de un cierto capital simbólico y material) encontró un espacio para reconocerse en la disidencia a la gestión del conflicto sociopolítico por la vía de la violencia.
En ese trayecto plagado de riesgos, hubo un capítulo del Señor López que me llama poderosísimamente la atención. La acción inicial se sitúa en su trabajo: el jefe le anuncia que debe ausentarse unos días y, al no estar otros tres compañeros, el mismo López quedará a cargo. Empoderado, busca en seguida hacer uso de su nuevo status mandoneando a otros de su mismo rango, pero nadie le hace caso. Entonces se va al baño ofuscado, y al cruzar la puerta de un cubículo ingresa a una habitación con gran pompa, plagada de personas de apariencia notable. Después de que le ponen una banda, camina hasta la cabecera de una mesa muy grande y comienza a pronunciar un discurso de asunción presidencial, pero, cuando está por terminarlo, entra a la habitación un personaje vestido de militar y lo interrumpe para informarle que su gobierno será destituido y reemplazado en la presidencia por un mariscal de tres apellidos. López sale de la habitación sin decir palabra, vuelve al baño y posteriormente a su oficina, más ofuscado que antes.
Lo que me fascina es que quizás podría imaginar razones para que la Junta censurara el número y no pasó. Lo cierto es que ninguno de los protagonistas se explica muy bien por qué el órgano censor permitió que Hum® recrudeciera sus críticas y empezara a señalar aspectos que concitaban descontento entre sus lectores. Quizás la política de medios de los militares estuviera enfocada fundamentalmente en silenciar de la opinión pública masiva los señalamientos sobre la clandestinidad de la represión, y entonces la recreación imaginaria de un derrocamiento (por lo demás bastante pacífico en este caso) no representaba nada fuera de lo común dentro de la larga serie de interrupciones de la continuidad democrática que sufrió nuestro país durante el siglo pasado.
Con el diario del lunes y el lugar bastante prominente que se le ha atribuído en general a la revista, parece fácil atisbar que Hum® fue un punto de fuga de la censura centralizada del estado en el que cierta porción de la población políticamente informada y cultural y estéticamente instruida (es decir: un grupo definible en buena medida por la posesión de un cierto capital simbólico y material) encontró un espacio para reconocerse en la disidencia a la gestión del conflicto sociopolítico por la vía de la violencia. Si bien la revista, como un todo o en cada una de sus partes, no dejó una marca tan fuerte como la de Mafalda, es bien reconocida como un faro de la resistencia cultural contra la censura, y, simétricamente, Las puertitas del señor López conserva todavía hoy buena parte de ese aura, que se repone mediante copiosos prólogos en las distintas reediciones internacionales que se siguen haciendo de ella. ¿Será posible recorrer los libros que no fueron censurados durante un período represivo y revivir algún aspecto de ese clima, de la inminencia de la censura, del peligro que corrían los cuerpos, las vidas de quienes enunciaban un disenso con el poder?
1957-2012, ARGENTINA: EL ETERNAUTA Y LA POST-CENSURA
Del Eternauta quiero recordar una anécdota bastante reciente. Todo el mundo conoce esta obra, que vendría a ser, por qué no, la otra “historieta de los que no leen historietas”. Fue un suceso mayor en el ámbito argentino durante su publicación a tal punto que puso a Oesterheld inmediatamente en el centro de nuestro canon de autores. Pero la deriva militante posterior del autor le confirió un tenor a su figura que muchas veces se filtra en las lecturas de la historieta, escrita muchísimo antes de su ingreso a la organización Montoneros, su opción por la lucha armada y su desaparición. Es más: las marcas de este viraje ideológico son mucho más visibles en la continuación del Eternauta, escrita y publicada en 1976.
No obstante, hay que volver a decir claramente que el primer Eternauta no recibió censura. Hubo, en cambio, una reescritura encargada en 1969 por la revista Gente con dibujos de Alberto Breccia que por orden de la editorial fue terminada antes de tiempo porque en el entramado de la geopolítica ficcional se estaban cruzando interpretaciones de las izquierdas de la época sobre el imperialismo que “desviaron” el argumento original, pero la revista cargó las tintas sobre los resultados dispares de la experimentación visual de Breccia. Esa versión del primer Eternauta es probablemente menos conocida que el prólogo escrito por Oesterheld en 1975 para la primera edición en libro de la historieta original dibujada por Solano, en cuyas breves líneas instituye una lectura posible sobre la figura del héroe colectivo de la historieta. Esa segunda repolitización y reactualización del fenómeno Eternauta fue mucho más efectiva y duradera que la anterior.
Más notable aún es el caso del segundo Eternauta, conocido durante mucho tiempo como “el Eternauta montonero”, que, publicado durante la última dictadura argentina, no sólo no recibió censura sino que concluyó su publicación con Oesterheld y sus hijas ya desaparecidos.
De la vida posterior de la historieta cabe recordar, por un lado, su inclusión en una colección de grandes obras literarias argentinas publicada por Clarín en 2006, que volvió a actualizar la canonización tanto de la obra como de su guionista, además de que puso de relieve la interpelación que producían la historieta y la vida de Oesterheld en un contexto de fuerte reivindicación de los movimientos de DDHH, de avance en los reclamos de memoria, verdad y justicia y de reparación a las víctimas del terrorismo de estado. Por otro lado, ocurrió una asimilación de HGO y su obra magna dentro de la mitología kirchnerista, cristalizada en la imagen del Nestornauta, surgido con posterioridad a la muerte de Nestor Kirchner. El último paso en la canonización definitiva del Eternauta y su difusión masiva por fuera de los circuitos historietísticos o de la cultura fue su ingreso a los programas escolares de lectura, que incluyó la compra de ejemplares para repartir en todas las escuelas del país, entre otras políticas motorizadas desde el gobierno en sus diferentes niveles. En esta enumeración tal vez se pueda intuir una serie de colectivos solapados que todavía hoy comparten y disputan algunos sentidos de la historieta: ese es el “nosotros, lectores del eternauta” que se nos bosqueja.
Más notable aún es el caso del segundo Eternauta, conocido durante mucho tiempo como “el Eternauta montonero”, que, publicado durante la última dictadura argentina, no sólo no recibió censura sino que concluyó su publicación con Oesterheld y sus hijas ya desaparecidos.
En aquel contexto, Mauricio Macri, entonces jefe de gobierno de la ciudad autónoma de Buenos Aires, abrió durante 2012 una línea telefónica gratuita para que los padres pudieran denunciar si a sus hijos los adoctrinaban en las escuelas con actividades propuestas por la organización “La Cámpora” en genera, y las relacionadas al Eternauta en particular. De hecho, consultado en una entrevista fue muy puntual y dijo “el Eternauta definitivamente no entra” a los colegios. Por supuesto que fue acusado de censurar la historieta y a partir de ese episodio algunas librerías experimentaron una leve alza en las ventas de la historieta. Macri, al día siguiente, retiró sus palabras con una disculpa parcial, argumentando que su problema no era con el Eternauta sino con el Nestornauta y toda clase de adoctrinamiento en las escuelas. Sin embargo la línea telefónica quedó abierta.
En aquella época fue sindicada como un llamado a la delación, cuando no, una vez más, de lisa y llana censura. Me interesa pensar qué forma de censura hay aquí. No es, desde luego, una censura encubierta, porque está a la vista de todos, pero tampoco es una censura formal porque no hay un órgano estatal instituido para tal fin. En cambio, lo que pareciera hacer el Estado en esta especie de estrategia de post-censura es retirarse y descentralizar la potestad censora en la ciudadanía, facilitando un medio para que se denuncie a un objeto señalado claramente, aunque no se defina su peligrosidad con tanta precisión sino más bien dentro de un manto de ambigüedades (es decir, en palabras de Macri: peligrosa es la Cámpora pero no necesariamente el Eternauta).
¿Es el tipo de censura que se puede permitir un estado en un contexto no represivo? ¿Es el tipo de censura que podía permitirse un partido gobernante con aires de obamismo y respeto de la libertad pero por debajo un fuerte componente conservador y antiperonista? Y a estas preguntas se suman otras: ¿Habrá llamado algún padre a la línea gratuita? ¿A cuento específicamente de qué? ¿Seguirá abierta para denunciar adoctrinamiento por El Eternauta? ¿Se habrá ampliado el horizonte del adoctrinamiento? ¿Habrá sido estratégicamente óptimo que la respuesta a este dispositivo fuera la denuncia cerrada (y quizás extemporánea) de censura? ¿Hasta qué punto la vigilancia sobre ciertos contenidos escolares no conforman un clima enrarecido en cuanto a la libertad de expresión dentro del aula, y por qué no también fuera de ella? ¿Será posible escapar de estas prácticas organizadas desde el estado?