Dora, de Ignacio Minaverry, es uno de los personajes más destacados de la historieta argentina de este siglo. Obra entrañable y profunda, con una mirada en el pasado que resuena en el presente, esta novela gráfica nos interpela de muchos modos.
En tiempos inciertos y poco felices, ha sido una grata noticia la publicación de la muy necesaria recopilación y reedición de los capítulos iniciales de Dora, descatalogados hacía varios años, y la salida de un libro nuevo (Hotel de las Ideas, 2023 y 2024). Y yo quisiera empezar esta nota con una corroboración simple pero que creo evidente: Dora, de Ignacio Minaverry, es muy probablemente el mejor personaje que haya nacido del seno de la historieta argentina en lo que va de este problemático y febril siglo XXI.
No me gusta pecar de grandilocuente pero esta vez estoy confiado de no hacerlo por dos cosas. Primero, porque hay un consenso más o menos establecido al respecto, que se puede comprobar en premios, notas periodísticas y al charlar con cualquier historietista, editor, periodista especializado o divulgador de historieta argentina. Pero al mismo tiempo, y sin contradicción con lo anterior, Dora debe ser uno de los poquísimos personajes aparecidos en el entramado creativo e industrial precario y periférico que todavía insistimos en llamar “historieta argentina”. Es decir: no solo me ampara la opinión de otras personas mucho más reputadas y valorables que yo, también me ampara la estadística.
Nuestra historieta nacional tiene una historia larguísima y muy influyente que acaso nos hemos acostumbrado a infravalorar: hubo un potente entramado editorial durante buena parte del siglo pasado que acogió y formó a próceres del noveno arte como Rene Goscinny (guionista de Astérix y Lucky Luke) o Hugo Pratt (autor del Corto Maltés), que marcó la carrera de otros creadores dentro de mercados fuertes y endogámcos, como Frank Miller (autor de Sin City), y que sigue formando y exportando artistas completos y muy valorados, como José Muñoz, Lucas Varela, Sole Otero o el mismísimo Ignacio Minaverry, autor integral de Dora.
Dora, de Ignacio Minaverry, es muy probablemente el mejor personaje que haya nacido del seno de la historieta argentina en lo que va de este problemático y febril siglo XXI.
Sin embargo, los pormenores de todo lo que sea “industria argentina” está atado, como cualquiera puede suponer, a la suerte que le depare cualesquiera de las crisis recurrentes de nuestra rica historia de crisis recurrentes, sobre todo en el último tramo del siglo XX y lo que va de éste, de manera que esa industria que supo tener otro vigor, por estos años ha atravesado por un proceso de resurgimiento y transformación.
La historieta argentina, entonces, exhibe con su intensidad particular dinámicas que se han presentado (con las probables excepciones de EEUU y Japón) a su manera en otros mercados: la retracción de la revista (una forma de producción más bien fordista que aseguraba a los creadores la posibilidad de vivir del oficio gracias a la regularidad de un salario), la adopción del libro como formato de publicación, y como consecuencia de todo lo anterior la producción redujo su horizonte de extensión narrativa a lo que abarca el libro, cuya frecuencia de publicación es más esporádica, de manera que las condiciones de vida de los historietistas se han precarizado.
La gestación de un personaje protagónico como Mafalda, Inodoro Pereyra y hasta, con reparos, El Eternauta, encontraba condiciones de posibilidad en una forma de producción que demandaba la serialidad de sus mercancías, imponiendo la reiteración de fórmulas, de situaciones y de un set pequeño de personajes de modo de dejar siempre abierta la puerta a la posibilidad de que haya un próximo capítulo (acá es donde el Eternauta traiciona una expectativa muy abonada por la gran mayoría de las historietas que se hacían en su misma época: las continuaciones no estuvieron contempladas en su génesis). Una vez que se retrajo la revista, los personajes fueron desapareciendo.
Dora apareció por primera vez en noviembre de 2007 en una nueva aventura de ese órgano alrededor del cual se volvía a articular un nosotros en cuya heterogeneidad confluían ciertas maneras de hacer y de sentir en común la historieta argentina: la Fierro. Esta revista, cuya primera época sobrevivió a la hiper alfonsinista pero no a la apertura importadora y al empobrecimiento salarial de las mayorías trabajadoras durante el menemismo, había resucitado en 2006 en el seno del diario Página/12 y se estaba proponiendo por aquellos meses un giro deliberado en la selección de las historietas que iba a publicar: por un lado, dejaba atrás una parte importante del plantel histórico de autores de la época anterior para abrirle la puerta a creadores más jóvenes; por otro lado, promovía narraciones de aventuras de continuará, apostando al largo aliento (no obstante lo cual en todas las series se podía intuir ya desde su publicación en la revista al libro como horizonte, tensión que daba cuenta en alguna medida del estado de la industria).
El regreso de Fierro, cuya existencia casi singular (porque hubo poquísimas revistas compitiendo en el mercado) se extendió por diez años, y una suerte de pujanza industrial y creativa de la historieta argentina que encontró en esos primeros lustros del siglo XXI condiciones de producción y distribución más o menos estables, fue el caldo de cultivo para que naciera la cazadora de nazis que nos gusta.
Algo interesante que produce Dora en tanto que personaje protagónico es que su desarrollo en la ficción se da de forma tal que otros personajes se van volviendo preponderantes para el argumento con total naturalidad: ella encabeza sin eclipsar.
Dora irrumpió en la revista destacándose por la sutileza del trazo de Minaverry. Por la ocupación inteligente de la página de historieta con simulacros muy verosímiles de material archivístico integrado al relato, y también por el ingenio y la fluidez con que se resolvían narrativamente los pormenores de un argumento impecable en el manejo de la intriga y la intensidad dramática.
Sin embargo, algo que me atrae mucho son las características que constituyen a Dora y que la convierten en un personaje sumamente querible. La dinámica de los afectos que generan la historieta y su protagonista me parece un punto altísimo. En este sentido, algo interesante que produce Dora en tanto que personaje protagónico es que su desarrollo en la ficción se da de forma tal que otros personajes se van volviendo preponderantes para el argumento con total naturalidad: ella encabeza sin eclipsar. Esta dinámica también la podemos observar en otras ficciones seriales de largo aliento que se proponen sobrevivir un tiempo largo (desde las tiras como Peanuts o Mafalda hasta las sitcoms como Friends). No obstante, el detalle es que alrededor de Dora se conforma una pequeña comunidad de personajes menores (una judía, una gitana, una mestiza franco-anamita, etc), y probablemente este desarrollo de lo comunitario también sea un aspecto de absoluta relevancia para el éxito de la historieta.
El primer arco argumental deja asentadas las coordenadas tempo-espaciales de la historieta. Es 1959 y Dora Bardavid, judía sefardí de 16 años que perdió a su padre en Dora-Mittelbau, el campo de exterminio que inspiró su nombre de pila, trabaja en un archivo de las SS que está en proceso de organización, intelección y apertura después de que fuera capturado por el Departamento de Estado de los EEUU. Allí, Dora encuentra por azar al número que identificaba a su padre dentro del campo y lo fotografía, iniciando así el acopio de su propio archivo, rapiñado de a poquito. Frente a ese archivo del horror más rotundo que haya producido el ser humano en la modernidad, lo primero que emerge de manera inapelable es que los nazis no fueron malos precisamente por haber sido (como señalan algunos tontamente) «socialistas» sino por organizar, desde un poder estatal que nunca quiso contenerlos y en relación con un capital que apostó a ellos para beneficiarse, una política de exterminio sistemático y riguroso de una porción de la población a la que minorizaron y deshumanizaron. Pasado el cénit del horror y mientras Europa se reconstruye, las protagonistas de la historieta desarrollan sus vidas por entre las grietas de las ruinas causadas por una guerra cuyas heridas no cesan de producirse, como en el tiempo del trauma.
Sin embargo, a pesar de que las fechas aludidas y el detalle con que Minaverry reconstruye tanto los paisajes urbanos como la ropa o los hitos culturales europeos de la posguerra expliciten muy abiertamente que estamos en presencia de un relato “de época”, lo que se empieza a entrever, y se intensifica al correlacionar los siguientes arcos argumentales con sus contextos de publicación, es que Dora es una historieta que siempre supo ser de su tiempo. La historieta anuda varias temporalidades entre las que confluyen las experiencias traumáticas que produjeron los fascismos europeos, las del autoritarismo argentino, las experiencias migrantes y precarias de los postergados del mundo, las experiencias utopistas de la última generación que creyó probable el advenimiento de un mundo mejor, y las luchas del movimiento argentino por los DDHH.
La historieta anuda varias temporalidades entre las que confluyen las experiencias traumáticas que produjeron los fascismos europeos, las del autoritarismo argentino, las experiencias migrantes y precarias de los postergados del mundo, las experiencias utopistas de la última generación que creyó probable el advenimiento de un mundo mejor, y las luchas del movimiento argentino por los DDHH.
Esta forma anacrónica de funcionar que tiene la historieta es uno de los rasgos que le dan mayor fuerza. Pongamos en fase los dos tiempos para que se haga más explícito cómo es que se anudan a pesar de ser a primera vista heterogéneos. En 1959 la Segunda Guerra Mundial había terminado hacía tiempo, en este sentido el contexto aportado por la historieta a la temporalidad más lejana es abundante y muy documentado, apelando incluso a introducir desde el dibujo fragmentos de material de archivo de las SS que en la ficción pasan por las manos de Dora pero fundamentalmente quedan en la retina del lector reforzando un efecto de real.
Sin embargo, más allá de que el diablo está en los detalles, hay un hecho decisivo en el argumento (no voy a pedir disculpas por spoilear una historieta que tiene 15 años, pero: atención, spoiler) y es que, una vez muerto el director del archivo donde trabaja Dora, ella pierde su trabajo y se señala luego que la apertura de los documentos con el objetivo de cimentar la construcción probatoria de los juicios a los nazis naufraga un poco en la intrascendencia por las trabas burocráticas posteriores. Este es precisamente el dato que solapa el pasado con el momento de publicación de la historieta: el año 2007 fue un momento clave en los juicios de lesa humanidad a la dictadura genocida argentina y sus funcionarios, con condenas de alto perfil como la del capellán Christian Von Wernich o Miguel Etchecolatz, pero también con muchas dudas sobre la capacidad que tendría el poder ejecutivo de acompañar el proceso de memoria, verdad y justicia en vista de la desaparición de Jorge Julio López el año anterior. Toda la potencia del anacronismo se está jugando en este paralelismo para que la ficción nos impulse a reflexionar (etimológicamente: volver sobre sí, un movimiento de flexión de la mente para autoconocerse).
Un último aspecto que quisiera destacar de la historieta es que la narración no tiene al éxito como valor central, más bien todo lo contrario. En términos argumentales esto se traduce, por ejemplo, en que Dora no atrapa nunca a Eichmann ni a ningún otro oficial relevante, sólo se enfoca en hacer trabajo de hormiga en un sentido muy amplio que va desde el aporte de material probatorio para el proceso judicial al que están siendo sometidos los ex-oficiales nazis hasta la apertura de su propio archivo para reparar algo de la vida su comunidad afectiva más próxima. Dora pierde trabajos, no consigue testimonios, no logra cazar nazis y sin embargo nunca deja de intentarlo. Pero sobre todo nunca pierde de vista que su inserción en esa gran agenda de combate contra el mal radical no puede ser un obstáculo para cuidar atentamente de la gente que conforma su pequeño círculo, su red de afectos.
El filósofo y critico cultural Mark Fisher escribe en su inconclusa Comunismo Ácido que el pasado no ha ocurrido y por eso “constantemente hay que volver a narrar el pasado, y el objetivo político de los relatos reaccionarios es sofocar los potenciales que aún esperan en él, listos para ser despertados otra vez”. Puede que en Dora haya un desafío político, además de lúdico y estético, de inventarnos un pasado distante en el que tal vez nos reencontremos alguna estrategia, herramienta o afecto que se nos perdió por el camino después de todo este tiempo y de tanto relato reaccionario. La historieta todavía nos depara algunas sorpresas, porque está lejos de concluir.
Dora pierde trabajos, no consigue testimonios, no logra cazar nazis y sin embargo nunca deja de intentarlo. Pero sobre todo nunca pierde de vista que su inserción en esa gran agenda de combate contra el mal radical no puede ser un obstáculo para cuidar atentamente de la gente que conforma su pequeño círculo, su red de afectos.
Al respecto de esto último, quiero contar un episodio que todavía me saca una sonrisa cuando lo recuerdo. Dora y Odile, militante del PCR y mestiza franco-anamita, viajan a celebrar algo a la campiña en moto. La viñeta encuadra lateralmente dos autos, uno moderno y otro viejo, un escarabajo: las amigas están viendo de dónde “sacar” combustible para el viaje. Dora lleva la moto y está mirando el escarabajo, pero Odile señala el auto más nuevo y le dice “No Dora, a ese no… Sacale a este”. El festejo intensifica una característica clave: la definición de un nosotros, clave para desarrollar tácticas adecuadas para sobrevivir entre las ruinas de aquella Francia en reconstrucción, demarcado no solo por un conocimiento de quién es quién dentro de la red de afectos sino también por una cierta malicia que permite calcular estratégicamente quiénes son ellos y qué les puede resultar un verdadero perjuicio.
Tal vez sea también interesante notar que, en términos conceptuales, Dora se afirma en su ser fallida (una chica que descubre y acepta, mientras se abre paso en la vida, que lo que mueve su deseo es, como diría Jack Halberstam, un fracaso en los términos propuestos por el sistema de premios y expectativas sociales del occidente blanco y heterosexual, o al menos de ese proyecto tambaleante que llaman “Europa”) y funda su pequeña comunidad afectiva sobre eso. Sus amigas son de alguna manera personas falladas como ella y están principalmente para lo que están los grupos de amigos: no para ganar ni perder, sino para ayudarse a que sobrevivir sea no sólo posible sino también placentero.
Este es quizás el punto con el que me interesaría cerrar, enhebrando en un mismo movimiento la intensidad anacrónica que vibra en Dora, la densidad de los temas que atraviesan la trama de sus desventuras y sobre todo su ética. Me gusta pensar que leo ficción no para encontrar plenamente una verdad revelada, mística, pedagógica, trascendental (régimen de lectura al que nos quieren acostumbrar por insistencia los discursos new age: en tiempos oscuros que no ofrecen de dónde agarrarse, instrumentalizan los textos para que nos enseñen a vivir, a hacer, a habitar exitosamente el sistema), sino para toparme con indicios apenas perceptibles, como cuando vemos algo por el rabillo del ojo, de ansiedades y potencias que nos atraviesan a todos.
Y en este momento, en el que la realidad pareciera desmoronarse delante de nosotros, me da la impresión de que la lectura de una historieta como Dora tiene un doble valor indiciario al mismo tiempo que de archivo: por un lado, mirando al pasado recuerda sin matices quiénes y por qué produjeron el daño civilizatorio más aberrante e irreparable de nuestra historia, pero por otro recuerda también que, sin detrimento de las grandes agendas, la primera forma, la más práctica y alcanzable, de conjurar el espanto es reconociéndonos fallados, ocupándonos de quienes tenemos al lado y habitando amorosamente nuestra comunidad. Y así, Dora nos espera en el futuro.
Los libros que recogen las aventuras de Dora están en todas las librerías del país y son una muy buena puerta de entrada para conocer la nueva historieta argentina.