Ariel Williams ya es un poeta y escritor consumado, con una prolífica obra a sus espaldas. «Cómo se inventa una orfandad» (Miño y Dávila, 2024) es la antología que condensa esa trayectoria y sobre la que conversó con Fabián Herrero.
El poeta Ariel Williams.
La editorial Miño y Dávila viene publicando una colección denominada Estaciones, donde se editan antología de poetas que tienen ya una obra consolidada. Mario Arteca, Roxana Páez y Teresa Arijón forman parte de los primeros títulos. El último, Cómo se inventa una orfandad (2024), es el del poeta-atleta (maratonista), Ariel Willams, nacido en Trelew en 1967. Ariel estudió Letras en la UBA, trabaja como docente y actualmente vive en Puerto Madryn. Ha publicado numerosos libros de poesía y narrativa, entre los que se pueden destacar, Conurbano sur (2005), Los fronterantes (2008), Daier Chango (2010), Discurso del contador de gusanos (2011), El cementerio de cigarrillos (2012), La risa huérfana (2016), La Era de Paso de Caballo (2021). Sobre su último volumen gira la entrevista que realizamos para La Vanguardia.
Ariel, para comenzar me gustaría preguntarte sobre cómo percibís tu nuevo libro Cómo se inventa una orfandad. Me refiero, por un lado, respecto a tus volúmenes publicados hasta aquí, y, por otro lado, con relación a los otros autores de esta colección.
Para mí, la edición de Cómo se inventa una orfandad marca un momento importante en la historia personal de mi escritura y de las publicaciones de mis libros. En principio, porque siento que esta antología es como una primera mirada hacia atrás, hacia el trabajo de toda una vida (exactamente, treinta años, ya que el escribí Viaje al anverso, el primer libro que publiqué, en 1994); es una especie de balance que me permite, una vez reunido todo lo publicado, preguntarme: “Bueno, ¿y ahora cómo sigo?”. Creo que hasta este año no había pensado en esos términos, y el hecho de tener la antología, de alguna manera, me pone ante el producto material o el resumen material del trabajo realizado: es como una especie de reloj que marca un antes y un después. Y me entusiasma esa pregunta: “¿Y ahora cómo sigo?”.
Por otro lado, el hecho de que Cómo se inventa una orfandad haya sido publicada en una colección como Estaciones, donde ya han aparecido antologías de excelentes poetas, como Mario Arteca, Roxana Páez y Teresa Arijón, es para mí un honor. Y más, considerando a quienes dirigen la colección; dos poetas queridos y admirados: Carlos Battilana, a quien conozco desde que cursábamos la carrera de Letras en la UBA, y Mario Nosotti, a quien recién pude conocer personalmente este año.
Tu escritura no solo pasa por la poesía sino también por la narrativa, ¿En tu tarea de escritor reconocés maestros o referentes? ¿Con qué poetas te sentís hermanado en la poesía?
Sí, por supuesto que, en la formación de la propia escritura, tienen un lugar muy importante determinadas experiencias de lectura y ciertos autores que, ya sea de manera temporal o de manera permanente, se convierten en referentes y modelos. En mi caso, hay poetas y narradores que me han marcado para siempre: Mark Twain, Kafka, Vallejo, Gelman, Trakl, Rimbaud, Mallarmé, Di Giorgio, Girondo, Neruda, Faulkner, Mansfield, Goethe, por nombrar algunos. Hay escritores que son importantes en algún momento de la vida o de la escritura, ya sea porque brindan una determinada experiencia o porque de ellos se puede aprender alguna cuestión técnica o estilística (uno halla en ellos la solución a un problema de escritura que estaba enfrentando, por ejemplo). Me ha sucedido esto innumerables veces, y en ciertos casos han dejado también una impronta indeleble: por ejemplo, César Bruto (Carlos Warnes), en cuya obra encontré una búsqueda de lenguaje que fue fundamental durante la redacción de Conurbano sur, o Truman Capote, principalmente con su libro Un árbol de noche, en el cual encontré un estilo, un tono que yo estaba intentando configurar para los cuentos que escribía a principios de los años `90, y que me era muy difícil de elaborar.
«Hay escritores que son importantes en algún momento de la vida o de la escritura, ya sea porque brindan una determinada experiencia o porque de ellos se puede aprender alguna cuestión técnica o estilística (uno halla en ellos la solución a un problema de escritura que estaba enfrentando, por ejemplo)».
Quisiera que nos expliques cómo se desarrolló tu vida literaria entre fines de los 1980 y la década de 1990. ¿Qué relación mantuviste con otros poetas? ¿Con quién te veías? ¿Qué hablabas con ellos? Por otro lado, ¿Qué revistas leías y qué cosas te interesaban?
A fines de los ´80 (más precisamente, en 1988) empecé a cursar la carrera de Letras en la UBA. Para mí fue una especie de revolución interior, porque, como buen provinciano de Trelew (Chubut), había tenido contacto con la literatura de manera bastante limitada: en relación con los gustos poéticos de mi padre (quien me introdujo en la lectura de Almafuerte, Neruda y Dylan Thomas), en el estímulo de mi madre, que nos había asociado a mis hermanos y a mí a Biblioteca Popular Agustín Álvarez y siempre nos incitaba a leer, en las lecturas de la escuela, en las conversaciones con mis hermanos o con algún amigo sobre lo que leíamos, y no mucho más que eso, y entonces de golpe entré en un mundo en el que todo el tiempo se hablaba y se escribía sobre literatura. Conocí en la Facultad de Letras autores de los que no había oído hablar, y que me dieron vuelta la cabeza (Vallejo, Girondo, Thénon, Mallarmé, entre los poetas; Kafka, Flaubert, Goethe, Mansfield, Guimarâes Rosa, entre los narradores, y muchos más, por supuesto). Ese estímulo fue enormemente productivo porque hasta entonces yo había escrito algunas cosas, pero sin realizar un trabajo sistemático.
Y hubo también un hecho que fue decisivo para mí: en marzo de 1988 falleció Juan José García, un amigo (compañero de atletismo en la adolescencia trelewense), atropellado por un colectivo en CABA. Esto ocurrió pocos días antes de mi cumpleaños, y en pocos días más yo ya estaba en Buenos Aires, comenzando la cursada de Letras. La muerte de Juan José fue un golpe tremendo, no solo por la pérdida que significó, sino también porque tomé conciencia de que a mí me podía pasar lo mismo en cualquier momento, de que la vida no estaba asegurada nunca para nadie, y entonces tenía que ponerme a trabajar seriamente en mi sueño de ser escritor. Y también porque, de alguna manera, mi cabeza decidió hacerse cargo de la vida que mi amigo ya no iba a poder vivir. Y la forma que encontré de llevar adelante esa decisión fue la literatura: fue entonces que me tomé realmente en serio la escritura y empecé a trabajar de manera constante en busca de un estilo y un mundo poético – narrativo propios. De alguna manera, escribir literatura, imaginar y crear mundos era una forma de vivir más de una vida y, entonces, de suplir lo que mi amigo no había podido vivir. Sé que así me puse sobre la espalda una carga muy pesada; pero también siento que esa decisión me sostuvo y me obligó a trabajar cuando me agarraba la vagancia o cuando me sentía desganado.
En la cursada de Letras me fui haciendo un grupo de amigos, varios de los cuales también escribían. A veces participábamos en reuniones del taller literario que organizaba el Centro de Estudiantes y allí se leía y se discutía muy fuerte. Recuerdo que a veces había algunos encontronazos serios, como una vez que un poeta nos leyó varios de sus poemas y se los criticamos duramente. El poeta no soportó las críticas, así que empezó a gritarnos que lo que él estaba haciendo era muy importante, y nos insultaba. El asunto casi pasó a las manos: su novia se lo tuvo que llevar medio a la rastra. Con aquellos amigos, cursamos juntos muchas materias y de a poco surgió el proyecto de hacer una revista. No tanto tiempo después se materializó: fue la revista El perseguidor, cuyo director y editor era Diego Viniarski. Pero duré poco como miembro del staff (de hecho, solo el primer número): había muchas diferencias de criterio y, para conservar la amistad con Diego, decidí renunciar. De todos modos, seguí publicando allí algunas pocas cosas.
En 1991, si no me equivoco, participé en la Bienal de Arte Joven, y ahí se me abrió otro círculo: el de quienes escribían pero no estudiaban Letras. Compartí con ellos unos pocos años que fueron muy importantes para mí. Después nos fue distanciando la vida y hoy en día no sé nada de ellos. Una de las chicas que formaban parte de ese grupo de la Bienal era Marilyn Briante, una gran poeta que, lamentablemente, por lo que sé, dejó de frecuentar los círculos literarios y no publicó nada, después.
Cuando terminé la carrera de Letras me quedé viviendo y trabajando en CABA unos años más; pero fui dejando de ver tan frecuentemente a los amigos de Letras. Sí salía casi todos los fines de semana, pero con mi hermano y un grupo de amigos que no tenían nada que ver con la escritura. Empecé a llevar una vida más bien solitaria desde el punto de vista literario. No participé en la movida poética de los ’90, no asistía a los cafés literarios, iba a muy pocas presentaciones de libros, aunque asistí a varios recitales de poesía organizados por La Voz del Erizo (un grupo de poesía nucleado en torno a Delfina Muschietti). Sí leía a veces el Diario de Poesía, recuerdo haber leído también un número de 18 Whiskys, algunos de Último reino y otras revistas que circulaban en esa época. Pero yo estaba muy aislado, ni siquiera sabía que había un movimiento poético que iba a ser tan importante como el que se conoce con el nombre de “poesía de los ‘90”. Recién me enteré de todo eso y lo dimensioné a principios del 2000, cuando, ya viviendo en Puerto Madryn, entré en contacto con la gente de la revista y editorial Vox y con la gente de editorial Siesta. Pero en Buenos Aires, en esos años que pasé trabajando como docente allí (entre principios del ’93 y principios del ’98), no hablaba de literatura con casi nadie, participaba en muy pocas actividades literarias. Paradójicamente, tenía interlocutores en Trelew: allí había conocido a Marcelo Eckhardt y a Jorge Spíndola y los veía en el verano, cuando visitaba a mis padres, y con ellos empecé a darme cuenta de que también era posible escribir y editar en la Patagonia. Pero en CABA estaba muy aislado. Sí me dedicaba a escribir, en el tiempo que me dejaba el trabajo de docente. Y escribí mucho. Fue en esos años que terminé el primer libro que publiqué: Viaje al anverso (editado por Marcelo Eckhardt en Ediciones del Desierto), y también fue en esos años que inicié el proceso de trabajo de cuatro años que desembocaría en el libro Conurbano sur (durante el cual escribí un libro anterior, que fue como una experiencia previa y quedó inédito: Cielorraso & Compañía).
Publicaste en distintas editoriales, ¿Cómo fue tu relación con ellas?
Sí, publiqué libros de poesía en varias editoriales distintas: Ediciones del Desierto (Trelew), Terraza Libros (CABA), Editorial Limón (Neuquén), El Suri Porfiado (CABA), Hilos Editora (CABA), Espacio Hudson (Rada Tilly) y Miño & Dávila (CABA). También publiqué novelas en Editorial Jornada (Trelew), Editorial Raíz de Dos (Córdoba) y Espacio Hudson (Rada Tilly). La relación con las editoriales siempre ha sido excelente (muchas de ellas, además, son o eran de amigos escritores, de modo que ya había una cercanía muy grande).
Una experiencia muy importante para mí fue el proceso de edición de mi novela El cementerio de cigarrillos, en Editorial Raíz de Dos. La idea de esta novela se me había ocurrido en la adolescencia, pero recién pude terminarla a los 42 años (sufrí un larguísimo bloqueo en relación con la escritura de novelas: la primera que pude terminar de escribir, en 2006, a los 39 años fue Daier Chango, que fue publicada en 2010 por Editorial Jornada). Cuando ya tenía escrita El cementerio de cigarrillos y estaba archivada hasta que pudiera ver cómo editarla, el escritor cordobés Federico Racca me invitó a enviarle un cuento para la antología Elecciones, que publicó Editorial Raíz de Dos en 2011. Envié el cuento “La política de Alí” y fue aceptado. A uno de los editores, Jorge Cuadrado, le gustó mucho mi cuento y me preguntó si tenía una novela para publicar. Le dije que sí y le propuse El cementerio de cigarrillos, que fue publicada en 2012 por Raíz de Dos. En el proceso de edición, Jorge Cuadrado la leyó con gran atención y me hizo una devolución muy detallada y profunda, con críticas y sugerencias. Me dijo que, aunque yo dejara el texto como estaba, sin tomar en cuenta lo que él me decía, publicaba el libro igual. Pero, para mí, sus críticas y sugerencias fueron de una riqueza extraordinaria, creo que El cementerio de cigarrillos mejoró con ellas y yo aprendí mucho. Nunca había vivido la experiencia de que un editor me hiciera una devolución relacionada con el texto que se iba a editar; fue un momento de aprendizaje.
En la entrevista con Marcelo Díaz, señalás que escribís libros y no poemas. ¿Podés contarnos cómo se da ese proceso?
Desde que me tomé en serio el proyecto de ser escritor, en el año 1988, como ya dije, al escribir poesía siempre elaboraba series de poemas, nunca poemas sueltos y aislados. Creo que ya en esa época sentía la necesidad construir mundos a través de la poesía, y para eso no me bastaba con un solo poema. Con el tiempo, fui descubriendo que, de alguna manera, había allí una opción poética básica que para mí tenía mucha importancia; se trataba de dos maneras distintas de trabajar: escribir poemarios o libros-proyecto. Son dos modos de trabajo diferentes. Hay quienes escriben poemas aislados, a los que van elaborando de a uno, sin un proyecto previo de libro que los integre ni los atraviese. Los poemas van surgiendo al azar de las vivencias, los diálogos, las reflexiones, las lecturas. Cuando publican un libro, lo que hacen es recopilar los poemas que han ido escribiendo durante un tiempo, de manera que este constituye más bien una antología de una época de su escritura. Por supuesto que esas compilaciones de poemas, de todos modos, tienen generalmente coherencia e integración, ya que los poemas responden a una visión del mundo y a una concepción de la poesía. Quienes escriben libros-proyecto, en cambio, en el momento de empezar, ya lo hacen con un libro como horizonte de trabajo, y lo primero, en la etapa inicial, es salir en busca de un mundo y un lenguaje. Para eso elaboran series de poemas. El proceso puede llevar mucho tiempo, años, y puede resultar estéril o trunco. A veces surge una primera tirada de poemas que parecen una promesa de un mundo-lenguaje, pero que queda allí, en ese comienzo no realizado.
Doy algunos ejemplos de estas dos maneras de trabajar: Bukowski escribía poemarios y, desde mi punto de vista, Szymborska también; Rilke, en general, escribía libros-proyecto. Por supuesto que a menudo sucede que los poetas alternan estas modalidades: si pensamos en Neruda, Estravagario es claramente un poemario, pero Canto general fue escrito desde el inicio con un horizonte de libro como concepto unitario. Un caso ambiguo es el del libro de las Odas de Horacio: cada oda parece responder, en su escritura, en su estilo y temática, a la modalidad del poema suelto: una ocasión, una vivencia, una reflexión disparan la escritura de un poema que dará cuenta de ellas; pero cuando se piensa en el conjunto es evidente que se trata de un libro proyectado como tal, sobre todo si se considera la oda que cierra el libro III, que empieza: “Erigí un monumento más perenne que el bronce”. Allí se ve que existe la conciencia de un proyecto unitario. Como se diría en el ámbito musical, se trata de una obra conceptual.
Debo hacer algunas aclaraciones con respecto a esta clasificación de los modos de trabajo: primero, que no hay en ella una valoración positiva o negativa: tanto quienes escriben poemarios como los que escriben libros-proyecto producen obras extraordinarias y riquísimas; segundo, que no se trata de una tipificación mecánica: como ya dije, un poeta de poemarios puede escribir libros pensados como proyectos desde el principio, así como puede suceder también que un poeta de libros-proyecto escriba poemarios; tercero, alguien que escriba un poemario elabora también poéticas coherentes e incluso, en su proceso de escritura de poemas aislados, puede desembocar en la construcción de mundos poéticos: el proceso de escritura no es nunca mecánico, siempre es muy complejo y dialéctico. Y las clasificaciones creo que sirven como guía de lectura y de trabajo, pero no conviene nunca volverlas absolutas.
«Hay quienes escriben poemas aislados, a los que van elaborando de a uno, sin un proyecto previo de libro que los integre ni los atraviese. Quienes escriben libros-proyecto, en cambio, en el momento de empezar, ya lo hacen con un libro como horizonte de trabajo, y lo primero, en la etapa inicial, es salir en busca de un mundo y un lenguaje. Para eso elaboran series de poemas».
Se ha señalado en tu poesía un trabajo con el lenguaje, pienso por ejemplo en Conurbano sur, quisiera que expliques qué es lo que en realidad te interesa de ese proceso. He notado, además, que en algunos poemas hacés referencias a poemas de otros poetas, algunas más directas que otras, como el caso de Pizarnik o de Vallejo. ¿Cómo juegan esas alusiones en tu poesía?
En principio, vengo de una experiencia familiar en la que todo el tiempo se jugaba con el lenguaje: imitando hablas, generando expresiones, tonos y pronunciaciones que comenzaban como broma y terminaban permeando la conversación diaria, mezclando permanentemente vocabularios y modismos de diferentes idiomas, dialectos y sociolectos. En mi familia se vivía el lenguaje casi como un juego y una fiesta. Mi padre consultaba el diccionario de manera constante, y no solo con el fin de buscar las palabras correctas para decir algo, sino también, y más habitualmente, para enriquecer ese juego que se desplegaba en nuestra charla cotidiana. De manera que el lenguaje y sus formas, la belleza y el placer de su variabilidad infinita, estaba presente en mi vida de manera muy fuerte, y eso se ha transmitido sin duda a la experiencia poética. Por otro lado, debido a que mi trabajo de escritura se plantea siempre en el modo de libro-proyecto, una parte importante en la construcción de un mundo poético es la configuración de un lenguaje que sea el par de ese mundo poético; y así, al encarar un libro-proyecto, mi trabajo inicial es la creación de su mundo-lenguaje. Conurbano sur es el ejemplo extremo de todo ello.
Esto no quiere decir que no ame otro tipo de poéticas; en realidad amo todas las poéticas. Puedo leer todos los tipos de poesía y disfrutarlos, y de hecho cada uno de ellos me brinda experiencias muy ricas y me produce deseos de escribir (y por qué no, de imitar). Lo escrito por otros, lo leído, permea constantemente lo que escribo; para mí, la lectura es una parte esencial de la escritura y viceversa, y por eso las citas, las alusiones, los pequeños plagios que todo escritor hace, los homenajes, todo ese juego de espejos y diálogos que es la literatura aparece en mis textos. Vivo también a la literatura, así como la conversación familiar, como una especie de juego. La idea de que las palabras y el lenguaje están marcados, de que traen las huellas del uso de los otros, me gusta mucho, y por eso todo lo leído, las marcas que los textos dejan en mí, los estilos, los hallazgos de otros escritores son incorporados y retrabajados en lo que yo escribo.
¿Qué poetas leés hoy y por qué?
Bueno, leo mucho a los poetas que son más cercanos geográficamente (de Madryn, Trelew, Comodoro y Esquel, principalmente, y también de otras ciudades de la Patagonia), porque estamos en contacto permanente: nos vemos en ferias de libros, encuentros de escritores, presentaciones, recitales y cafés literarios, asados, etc., y entonces el trabajo de cada uno está muy presente para los otros. Puede decirse que hemos crecido y nos hemos formado juntos y lo seguimos haciendo. También leo los poemas que los amigos de Facebook e Instagram publican diariamente: allí hay un diálogo muy interesante, así como debates y discusiones apasionadas, también, que me gusta mucho seguir. Me atrae mucho la gente pasional y vehemente.
Con respecto a la obra de los poetas de otras partes del país, el acercamiento es bastante más esporádico, por la lejanía, por la dificultad de conseguir los libros que se publican en todas las provincias, etc. Hay gente muy querida a cuya obra accedo siempre porque o bien los veo cada tanto o bien nos enviamos los libros que vamos publicando, como Claudia Prado, Carlos Battilana, Osvaldo Aguirre, Omar Chauvié, Marcelo Díaz, etc.
Y por último, siempre vuelvo a los libros de aquellos grandes poetas que, en distintas épocas de la vida, han dejado huella en mí y cuya obra me sigue conmoviendo: Gelman, Trakl, Vallejo, Di Giorgio, Rilke, Pessoa, Rimbaud, los herméticos italianos, Saint-John Perse, por decir algunos nombres.
¿Por qué los leo? Porque amo la poesía y porque escribir no se puede sin leer.